habría que compararla con una campanilla de oro que durante cinco siglos y medio no había dejado de tintinear —o mejor a una pequeña arpa...
...¿Y si esta voz se callase para siempre?... Yo estaba muerto de cansancio.
Distinguía aún, limpiamente, el Templo de Oro de mis sueños emplazado sobre aquel que se levantaba en medio de las sombras. Todavía no se había desvestido totalmente de su fosforescencia. La balaustrada del Hósuiin, bordeando el agua, se retiraba con una extrema modestia mientras que, bajo el saliente del tejadillo, la del Choondó, sostenida por sus repisas indias, proyectaba como un sueño sus curvaturas hacia el estanque, como unos senos. La blancura del agua iluminaba el saliente de las techumbres, cuyo reflejo reproducía su inestabilidad. Cuando el Pabellón de Oro estaba inflamado por el poniente o inundado de luna, era el reflejo del agua el que le daba un extraño aspecto, algo que flotaba o que batía las alas. El temblor del agua distendía las robustas amarras de la compacta sombra y, en aquel mismo momento, uno se preguntaba si realmente el Pabellón de Oro no estaría hecho de materias en perpetua agitación, como el viento, las llamas o las olas.
Semejante belleza no tenía igual. Y ahora yo sabía de dónde me llegaba aquella extrema fatiga: esta Belleza tentaba su última suerte, me hacía sentir todo el peso de su fuerza, intentaba hacerme caer en las redes de aquella impotencia por la que tantas veces había yo sucumbido. Mis brazos y mis piernas perdieron sus resortes. No hacía ni un instante, el acto estaba a un paso de mí, al alcance de la mano; ahora, me batía en retirada; incluso estaba ya muy lejos.
«No tenía más que dar un paso, todo estaba preparado», murmuraba. «Este acto que tanto he soñado, este sueño que tanto he vivido, ¿es indispensable que se cumpla? En el estado en que ahora me encuentro, ¿no se habrá quedado inútil?... Kashiwagi tenía sin duda razón cuando decía que lo que hacía cambiar el mundo no era la acción, sino el conocimiento... Hay también el conocimiento que empuja a la acción hasta el límite extremo de la esencia de la acción. El mío era de ésos, y es este género de conocimiento el que le quita a la acción toda su eficacia. Entonces, mis largos, mis meticulosos preparativos, ¿sólo los había hecho para LLEGAR A TENER FINALMENTE CONOCIMIENTO DE QUE YO NO PODRÍA ACTUAR...?»
«...Sí, es eso; mi acto no sería más que las sobras. Mi acto ha desbordado mi vida, mi voluntad, y ahora está delante de mí, allá, separado, como una máquina de acero enfriada que aguarda a ser puesta de nuevo en marcha. Es como si entre él y yo no existiese ninguna conexión. HASTA ESTE MINUTO, ha sido mío; pero a partir de ahora ya no lo es... ¿Cómo puedo atreverme a no seguir siendo yo...?»
Me adosé al tronco de un pino. Su corteza fría y mojada actuó a modo de sedante. Sentí que aquel contacto, aquella sensación de frescor era 70. El mundo se inmovilizó y quedó como estaba. No más deseos: yo me hallaba en un perfecto estado de satisfacción.
«¿Qué hacer con esa espantosa fatiga? —pensaba—. ¿Acaso tendré fiebre? Me he quedado sin fuerzas; incluso mis manos me niegan todo servicio. Seguramente estoy enfermo.»
El Pabellón de Oro aún mantenía su fosforescencia. Me evocó el maravilloso paisaje que Shuntokumaru descubre durante la iluminación budista en la pieza del teatro titulada El sacerdote Yoro. A través de la noche de sus ojos muertos, Shuntokumaru ve los reflejos del poniente jugando con el mar de Namba; y ve también, bajo un cielo sin nubes, encendido por el sol del crepúsculo, las islas Awaji, Eshima, la rivera de Suma y de Akashi, hasta el mar de Kii.
jueves, 27 de marzo de 2008
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2 comentarios:
hola. un blog muy bonito. saludos.
hola. un blog muy bonito. saludos.
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