Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

de forro a rayas asomaba de una manga. Me admiró una vez más hasta qué punto la acumulación de años es impotente contra la mediocridad. Aquellos rostros de destripaterrones cocidos por el sol, surcados de arrugas, aquellas voces rasposas estropeadas por el alcohol ilustraban muy bien eso que podríamos llamar la flor y nata de una cierta especie de mediocridad.
Pasaban revista a todas aquellas personas que podían ser asaltadas para engrosar los fondos de la organización. Otro infeliz, plácido y calvo, se mantenía apartado de la conversación, pero no paraba de secarse las manos con un pañuelo blanco que los muchos contactos con la lejía, sin duda, habían dejado amarillento.
—¡Miren estas manos! ¡Totalmente negras! ¡Se diría que se ensucian solas! ¡Qué fastidio!
A esto, otro personaje: —Dígame a propósito de este hollín, ¿no envió usted una vez una carta al director de un periódico?—. No —respondió el calvo—. Pero, de todos modos es un fastidio.
Sin escuchar la conversación, propiamente dicha, oía de todos modos lo que decían. El nombre del Pabellón de Oro y del Pabellón de Plata fueron pronunciados varias veces. En sus argumentos había una completa identidad de puntos de vista: se les debería arrancar una fuerte contribución. Las rentas del Pabellón de Plata representaban la mitad de las del Pabellón de Oro, lo que no impedía que fuesen enormes. Para dar una idea de ello, baste saber que debían entrar cada año en el Pabellón de Oro más de cinco millones de yens; teniendo en cuenta el tren de vida ordinario de una comunidad Zen, los gastos —agua y electricidad comprendidos— no podían ir más allá de los doscientos mil yens por año. ¿Qué se hacía con el resto? ¡Los jóvenes acólitos comían arroz frío mientras que el Prior se largaba a Gion todas las noches! ¡Y encima, ni un céntimo de impuestos! ¡Ni que se tratara de un verdadero privilegio de extraterritorialidad! Y el diálogo seguía su curso.
El calvo, mientras seguía secándose las manos, aprovechó una pausa para deslizar un: «¡Qué fastidio, de todos modos!», que fue, para todo el mundo, la última palabra. Baldeadas, pulidas, frotadas, sus manos no mostraban ni rastro de manchas de humo de tabaco; por el contrario, eran resplandecientes, lustrosas como objetos de marfil, verdaderamente dispuestas a servir, por su apariencia, más como guantes nuevos que como manos.
La cosa puede parecer extraña, pero era la primera vez que yo escuchaba la voz de la censura pública. Nosotros pertenecíamos al mundo de los sacerdotes, del cual forma parte incluso la universidad, y jamás se nos ocurría ponernos a criticar lo que se hacía en el templo.
Sin embargo, la conversación de los dos viejos no me causó la menor sorpresa: ¡todo lo que decían no era más que la evidencia misma! El arroz frío, las visitas a Gion, todo esto era indiscutible. Pero, por encima de toda expresión, me repugnaba el ser comprendido según el modo de comprensión de estos viejos chupatinteros. Ser comprendido «en su lenguaje» me era realmente intolerable. Su lenguaje y el mío no tenían nada en común. Recuérdese, por favor, que yo había podido ver al Prior deambulando por Gion con su geisha sin por ello sentirme invadido por una repulsión de tipo moral.
También la conversación de mis compañeros de viaje voló de mi espíritu y no quedó flotando más que un relente de aversión y algo así como un olor a mediocridad. Por mi parte, no estaba en absoluto dispuesto a solicitar que la gente aprobase mis puntos de vista personales. Ni tampoco a procurarles un sistema de indicios que les permitiera ver más claro en mí. Lo repito una vez más: mi imposibilidad de hacerme comprender era mi verdadera razón de ser.
La puerta del vagón se abrió bruscamente y apareció un vendedor de voz ronca con una cesta colgada a su cuello. Esto me recordó que tenía el estómago vacío. Compré una comida en conserva: pastas aderezadas con algas que, visiblemente, hacían las veces de arroz. La niebla se había levantado pero no había ninguna claridad en el cielo. Bajo las áridas pendientes del monte Tamba, en medio de las moreras, empezaban a verse algunas de estas casas donde se fabrica papel.
...¡Bahía de Maizuru! Lo mismo que antes, este solo nombre me hizo latir el corazón. No sabría decir por qué. Pero después de mis años de infancia pasados en la aldea de Shiraku, era como un término global que designaba el invisible mar, y que había terminado por designar la inminencia del mar.
Este invisible mar se percibía muy bien desde lo alto del monte Aoba, que por detrás sobresale por encima del pueblo. Yo había subido dos veces. La segunda había visto fuerzas navales combinadas al abrigo del puerto militar. ¡Quién sabe si aquellas unidades ancladas en la bahía fosforescente no estaban reunidas allí según disposiciones de un plan secreto! Flotaba tal atmósfera de misterio en torno a los barcos de guerra que uno casi llegaba a dudar de su existencia. En el horizonte, aquella escuadra se parecía a una bandada de aves marinas, negras y majestuosas, cuyo nombre se ignora y que sólo hemos visto en imágenes: sin sospechar que el ojo humano los contempla, apartadas, gustan de las delicias del baño bajo la atenta y altanera vigilancia de uno más viejo...
La voz del revisor anunció la estación siguiente: Maizuru Oeste cortó mis pensamiento. De aquellos marinos que antes, con una sugestiva precipitación, cargaban su saco con un golpe de espalda, hoy no había ni uno solo. Además de mí, no se disponían a descender más que algunos tipos con maneras de estraperlistas.
¡Qué cambiado todo! Uno creía hallarse en un puerto extranjero: en todas las calles habían surgido unos letreros en inglés casi amenazadores. Soldados americanos iban y venían sin parar. Bajo el cielo rasante de principios de invierno, una brisa fría y saturada de sal barría la gran avenida trazada para las necesidades de la armada. La brisa llegaba con menos fragancias del mar abierto que olores inorgánicos de herrumbre. El delgado brazo de mar que penetraba como un canal hasta el corazón de la ciudad, la superficie muerta de sus aguas, la lancha torpedera americana amarrada al muelle... todo ello respiraba seguramente paz; y sin embargo, los excesos de una puntillosa política de higiene habían despojado al puerto, antes tan bullicioso, de su vitalidad física, de modo que la ciudad entera tenía un aire de hospital.
Yo no descartaba un feliz reencuentro con el mar de este país; un jeep podía echárseme encima por la espalda y, como un juego, precipitarme al agua. Pero volviéndolo a pensar hoy, me doy cuenta de que aquel viaje sólo lo emprendí para acudir a una llamada del mar. Desde luego, no el mar de un puerto artificial como aquél, sino el mar salvaje y virgen de mi infancia, pegado a los bordes natales de Cabo Nariu: el mar inmenso y bronco, impaciente, eternamente saturado de cólera que bordea la espalda del Japón.
Decidí dirigirme a Yura. Es una playa que en el verano está invadida por una alegre multitud de bañistas; en esta época del año debía hallarse desierta: solamente la tierra y el mar debían medir sus oscuras fuerzas. De Maizuru-Oeste a Yura había una docena de kilómetros; mis piernas habían guardado confusamente la memoria del camino a seguir.
A la salida de la ciudad la carretera partía hacia el oeste, costeaba a lo largo de la bahía, cortaba en ángulo recto la línea de Miyazu y en seguida franqueaba la garganta del

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