—¡Oh, estas flores...! ¡Sucias flores...! —mientras desparramaba el agua, tiraba por el suelo la caña florida y hacía pedazos los lirios. Todas las flores de mi rapiña cubriendo las esteras en desorden: un lodazal. Inconscientemente me levanté, sin saber qué hacer, y me pegué a la puerta acristalada. Vi a Kashiwagi que asía a la mujer por las finas muñecas, la agarraba por los cabellos y la abofeteaba. No había la menor diferencia entre esta sucesión de gestos salvajes y la plácida crueldad que había manifestado hacía un instante al seccionar hojas y tallos con un golpe seco de las tijeras: esto no era, en definitiva, más que la prolongación de aquello.
La mujer se cubrió el rostro con las dos manos y se precipitó fuera. Yo me quedé petrificado. Kashiwagi levantó los ojos hacia mí; mostraba una extraña sonrisa de niño. Me dijo:
—¡Vamos! ¡Corre tras ella! ¡Ve a consolarla! ¡Ve con ella! ¡Lárgate!
¿Fue la autoridad de Kashiwagi lo que me empujó? ¿Fue un movimiento compasivo surgido del fondo de mi corazón? Esto permanece en la duda; lo único cierto es que mis piernas se pusieron en seguida en movimiento y que me lancé en persecución de la mujer. La alcancé unas casas más lejos, en la esquina de la calle Itakuramachi, detrás de la cochera de tranvías de Karasumaru. El ruido ferruginoso de un tranvía que entraba invadía el cielo opaco de la noche, donde adquiría más relieve la llama azulosa de las estrellas...
Ella dejó la calle Itakuramachi, se dirigió hacia el este y enfiló la pendiente de una callejuela de atrás. Estaba llorando. Me puse a caminar a su lado sin decir palabra. Ella se dio cuenta en seguida y se me acercó. Luego, con una voz cuya ronquera se veía acentuada por las lágrimas, sin que por ello se alterase su forma demasiado afectada de expresarse, fue desgranando la letanía de sus agravios contra Kashiwagi.
...¡Cuánto tiempo estuvimos deambulando! Fechorías y bajezas de Kashiwagi expuestas con todo detalle, desde la A hasta la Z. En medio de ese rumor confuso y ensordecedor, mi oído elaboraba en todo y por todo estas palabras: «¡LA VIDA!». El sadismo de Kashiwagi, sus caminos siempre tortuosos, sus traiciones, su insensibilidad de hielo y sus mil modos de obtener dinero de las mujeres, en el fondo no hacían sino ilustrar la indecible fascinación del personaje... Si yo, después de todo, podía creerle sincero en su manera de aceptar su desgracia física, era lo perfecto.
Tras la muerte brutal de Tsurukawa, yo había estado largo tiempo sin contactos con lo que es propiamente la vida; y he aquí que de nuevo acababa de ser empujado al juego atroz de una vida totalmente diferente, más tenebrosa, menos desesperada pero que en revancha le condenaba a uno a herir sin cesar a los otros mientras durase. Las lacónicas palabras de Kashiwagi: «habría que matar mejor» resonaron de nuevo en mis oídos y me acordé del ferviente ruego que hice al terminar la guerra, en lo alto del Fudo, detrás del templo y de cara a Kyoto iluminada como una constelación: «¡Que las tinieblas de mi alma —decía poco más o menos—, lleguen a ser tan negras como la noche que abriga estas innumerables luces!».
...La mujer no se dirigía hacia su casa. Caminaba al azar, no cogiendo más que callejas donde no pasaba casi nadie para poder hablar. Cuando finalmente nos encontramos frente a su casa, donde vivía sola, yo habría sido incapaz de decir en qué barrio estábamos.
Eran ya las diez y media. Yo quería dejarla y regresar al templo; pero ella me obligó a quedarme y la seguí. Encendió la luz y me dijo a quemarropa:
—¿Le ha echado usted un maleficio a alguien alguna vez? ¿Ha deseado su muerte? ¿Lo ha hecho usted?
—Sí —respondí sin vacilar. Es curioso. Hasta ese momento no había pensado en ello lo más mínimo; pero estaba claro que yo alimentaba dentro de mí la materia, tenaz como la liga, del deseo de ver la muerte llamando a la puerta de la muchacha que en el parque de Kameyama había sido testigo de mi vergüenza.
—¡Es una cosa terrible! Yo también lo he hecho —dijo dejándose caer sobre las esteras y apoyándose de codos en una difícil postura. Una lámpara de por lo menos cien vatios esparcía una claridad inhabitual en tiempos de restricción, tres veces más fuerte que la de la habitación de Kashiwagi. Por primera vez, mi compañera se me apareció entera a plena luz: su cinturón de Nagoya, de maravillosa blancura, hacía resaltar el vaporoso violeta de las glicinas de su kimono.
En el Nanzenji, una distancia infranqueable, a menos de ser pájaro, separaba lo alto de la Puerta Monumental del salón de Tenjuan. Pero ahora tenía la impresión que los pocos años transcurridos habían reducido poco a poco esta distancia, y que esta vez tocaba ya por fin el límite. A fuerza, después de aquel día, de desglosar el tiempo en menudos instantes, ahora iba seguramente a poseer la clave de la misteriosa escena de Tenjuan. Así tenía que ser, me dije. Del modo que el aspecto del globo terrestre ya se ha mismo modificado cuando llega hasta él la luz de una estrella lejana, resultaba fatal que en aquella mujer se hubiesen producido alteraciones. Si el día que yo la percibí desde lo alto de la puerta del Templo, ella y yo, por una prefiguración de lo que hoy tenía lugar, nos hubiésemos encontrado juntos, habrían bastado algunos leves retoques para borrar estas alteraciones y volverle a dar a ella su aspecto de antaño; y el que yo había sido y la que ella
había sido podrían hoy encontrarse de nuevo frente a frente.
Le conté la aventura del Nanzenji, jadeando y tartamudeando como nunca. Las hojas nuevas de aquel día recobraron su frescura, y el fénix y los ángeles del techo de la Torre de los cinco Fénix recobraron su esplendor. Los colores de la vida volvieron a los pómulos de la mujer, y en el fondo de sus pupilas, en lugar de fulgores feroces, no había más que un brillo vago y extraviado.
—¿Es verdad? —dijo—. ¿Es verdad...? ¡Qué curiosa relación de circunstancias!
Verdaderamente, el destino es extraño...
Sus ojos estaban llenos de lágrimas de alegría y de exaltación. Había olvidado que acababa de ser humillada y se sumergía de nuevo en sus recuerdos. Oscilando de un estado de sobreexcitación a otro, se hundió en una especie de trance casi demente. Un gran desorden trastornó la tela de su kimono de vaporosas glicinas.
—¡Ya no tengo leche...! —dijo—. ¡Oh, mi pequeño y pobrecito bebé! ¡Ya no tengo leche...! Pero yo haré para usted los mismos gestos de otras veces. Puesto que no ha dejado de amarme, usted es para mí como el hombre que estaba entonces conmigo; si pienso esto, ¿de qué tengo que avergonzarme? Sí, sí, haré como la otra vez.
Hablaba como alguien que estuviese dando parte de una importante decisión. Después de lo cual pareció obrar bajo los efectos de un exceso de alegría, a menos que no se tratase de un exceso de desesperación. Sin duda ella estaba persuadida que obraba bajo el imperio de la alegría; pero la verdadera fuerza que le dictó su gesto arrebatado fue, creo yo, la desesperación que Kashiwagi había puesto en su corazón o el tenaz resabio de la misma.
Y así, delante de mí, deshaciendo la armazón del lazo de su cintura, desnudó los múltiples cordones; vi caer el cinturón por sí mismo con un crujido de seda. El escote del kimono, donde apenas se adivinaban los blancos senos, se abrió; sacó su pecho izquierdo y me lo presentó.
jueves, 27 de marzo de 2008
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