Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 29 de mayo de 2008

YUKIO MISHIMA NOTA BIOGRAFICA


Hijo de Azusa Hiraoka, secretario de Pesca del Ministerio de Agricultura. Pasó los primeros años de su infancia bajo la sombra de su abuela, Natsu, que se lo llevó y lo separó de su familia inmediata durante varios años. Natsu provenía de una familia vinculada a los samurai de la era Tokugawa, ella mantuvo aspiraciones aristocráticas -el nombre de juventud de Mishima, "kimitake", significa "príncipe guerrero"- aún después de casarse con el abuelo de Mishima, un burócrata que había hecho su fortuna en las fronteras coloniales. Tenía mal carácter y se exacerbó por su ciática. El joven Mishima acudía a masajearla para aliviar su dolor. Ella tenía tendencia a la violencia, incluso con salidas mórbidas cercanas a la locura que serán posteriormente retratadas en algunos escritos de Mishima. Algunos biógrafos opinan que Natsu favoreció la fascinación de Mishima por la muerte. Ella leía francés y alemán, y tenía un exquisito gusto por el Kabuki. Natsu no permitía que Mishima jugase a la luz del sol, practicase algún deporte o que tuviera juegos rudos con otros chicos de su edad. Prefería que pasase su tiempo solo o jugando a las muñecas con sus primas, incluso se habla de unos escritos de primera juventud que su padre rompió ante la mirada del joven Mishima.
Exento del servicio militar por sufrir tuberculosis, no participó en la guerra, suceso que él mismo entendió como una humillación.
Generacionalmente es considerado parte de la “segunda generación“ de escritores de posguerra, junto con Kobo Abe.

Su ensayo más importante, Bunka boueiron (En defensa de la cultura), defendía la figura del Emperador, como la mayor señal de identidad de su pueblo. Más tarde formaría la Sociedad del Escudo (Tatenokai), con un fastuoso uniforme que él mismo diseñó y en el que pretendía reencarnar los valores nacionales de "su" Japón tradicional.

Durante los años 60 escribió sus más importantes novelas.

Dentro de estas obras, destaca su tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta de las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente), que, en su conjunto, constituyen una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual.

La mañana del "incidente" del 25 de noviembre de 1970, Mishima llevaba la última parte de esta tetralogía a su editor. Después se dirigió junto con los miembros de su grupo a un cuartel del ejército que ocuparon, y tras un discurso a la tropa, él y su compañero Masakatsu Morita se suicidaron mediante seppuku. Mishima realizó su seppuku en el despacho del General Kanetoshi Mashita. Su kaishaku (asistente) trató 3 veces de decapitarlo sin éxito. Finalmente, fue Hiroyasu Koga quien realizó la decapitación. Posteriormente, Masakatsu Morita intentó realizar su propio seppuku. Aunque sus cortes fueron poco profundos para ser fatales, hizo una señal a Koga para que también le decapitase. Con su muerte desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa de posguerra, un artista superdotado y que marcó señaladamente un rumbo en la historia de la literatura japonesa contemporánea.

A la edad de 12, Mishima comenzo a escribir sus primeras historias. Leyó vorazmente las obras de Wilde, Rilke, y numerosos clásicos japoneses. Aunque su familia no era tan rica como las de los otros estudiantes de su colegio, Natsu insistió en que asistiera a la elitista Escuela Peers (donde acudía la aristocracia japonesa, y de forma eventual, plebeyos extremadamente ricos).

Después de seis años de colegio desdichados, continuaba siendo un adolescente frágil y pálido, aunque empezó a prosperar y se convirtió en el miembro más joven de la junta editorial en la sociedad literaria de la escuela. Fue invitado a escribir un relato para la prestigiosa revista literaria, Bungei-Bunka (Cultura literaria) y presentó Hanazakari no Mori (El bosque en todo su esplendor). La historia fue publicada en forma de libro en el año 1944, aunque en una pequeña tirada debido a la escasez de papel en tiempo de guerra.

Mishima fue llamado a filas de la Armada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando pasó la revisión médica coincidió con que estaba resfriado, y de forma espontánea le mintió al doctor de la armada sobre que tenía síntomas de tuberculosis y debido a ello fue declarado incapacitado. Aunque a Mishima le alivió mucho el no tener que ir a la guerra, continuó sintiéndose culpable por haber sobrevivido y haber perdido la oportunidad de una muerte heroica.

Aunque su padre le había prohibido escribir ninguna historia más, Mishima continuó escribiendo en secreto cada noche, apoyado y protegido por su madre Shizue, quien era siempre la primera en leer cada nueva historia. Después de la escuela, su padre, que simpatizaba con los nazis, no le permitiría ejercer una carrera de escritor, y en lugar de ello le obligó a estudiar Ley alemana. Asistiendo a lecturas durante el día y escribiendo durante la noche, Mishima se graduó en la elitista Universidad de Tokio en el año 1947 en Derecho. Obtuvo un trabajo como oficial en el Ministerio de Finanzas del Gobierno y se estableció para una prometedora carrera.

Sin embargo, acabó tan agotado que su padre estuvo de acuerdo con la dimisión de Mishima de su cargo durante su primer año, para dedicar su tiempo a la escritura.
Mishima comenzó su primera novela, Tōzoku (Ladrones), en 1946 y la publicó en 1948, colocándose en la segunda generación de escritores de posguerra (una clasificación en la literatura japonesa moderna que agrupa a los escritores que aparecieron en la escena literaria de posguerra, entre 1948 y 1949). Le siguió Kamen no Kokuhaku (Confesiones de una máscara), una obra autobiográfica sobre un joven de homosexualidad latente que debe esconderse tras una máscara para encajar en la sociedad. La novela tuvo un enorme éxito y convirtió a Mishima en una celebridad a la edad de 24 años.

Mishima fue un escritor disciplinado y versátil. No solo escribió novelas, novelas de series populares, relatos y ensayos literarios, también obras muy aclamadas para el teatro Kabuki y versiones modernas de dramas Nō tradicionales.

Su escritura le hizo adquirir fama internacional y un considerable seguimiento en Europa y América, y muchas de sus obras más famosas fueron traducidas al inglés.

Viajó ampliamente, siendo propuesto para el Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones, y fue pretendido por muchas publicaciones extranjeras. Sin embargo, en 1968 su primer mentor Yasunari Kawabata ganó el premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que fuera concedido a otro autor japonés en un futuro próximo eran escasas. Se cree también que Mishima quiso dejar el premio a Kawabata, de más edad, como muestra de respeto para el hombre que lo había presentado a los círculos literarios de Tokio en la década de los 40.

El 25 de noviembre de 1970, Mishima y cuatro miembros de la Tatenokai visitaron con un pretexto al comandante del Campamento Ichigaya, el cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Una vez dentro, procedieron a cercar con barricadas el despacho y ataron al comandante a su silla. Con un manifiesto preparado y pancartas que enumeraban sus peticiones, Mishima salió al balcón para dirigirse a los soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía inspirarlos para que se alzaran, dieran un golpe de estado y devolvieran al Emperador a su legítimo lugar. Solo consiguió molestarlos y que le abuchearan y se mofaran de él. Como no fue capaz de hacerse oír, acabó con el discurso tras solo unos pocos minutos. Regresó a la oficina del comandante y cometió seppuku. La costumbre de la decapitación al final de este ritual le fue asignada a Masakatsu Morita, miembro de la Tatenokai. Pero Morita, del cual se rumoreaba que había sido amante de Mishima, no fue capaz de realizar su tarea de forma adecuada: después de varios intentos fallidos, le permitió a otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, acabar el trabajo. Morita entonces intentó el seppuku y fue también decapitado por Koga.

Otros elementos tradicionales del suicidio ritual fueron la composición de jisei, (un poema compuesto por uno mismo cuando se acerca la hora de su propia muerte), antes de su entrada en el cuartel general.[1]

Mishima preparó su suicidio meticulosamente durante al menos un año y nadie ajeno al cuidadosamente seleccionado grupo de miembros de la Tatenokai sospechaba lo que estaba planeando. Mishima debía haber sabido que su intento de golpe jamás podría haber tenido éxito y su biógrafo, traductor, y antiguo amigo John Nathan sugiere que fue solo un pretexto para el suicidio ritual con el cual Mishima tanto había soñado. Mishima se aseguró de que sus asuntos estuvieran en orden e incluso tuvo la previsión de dejar dinero para la defensa en el juicio de los otros 3 miembros de la Tatenokai que no murieron.

El suicidio de Mishima ha estado rodeado de mucha especulación. En el momento de su muerte acababa de terminar el libro final de su tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente), que, en su conjunto, constituyen una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual. Fue reconocido como uno de los más importantes estilistas del lenguaje japonés de posguerra.

Mishima escribió 40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, y al menos 20 libros de ensayos así como un libreto. Una gran porción de su obra se compone de libros escritos rápidamente solo por los beneficios monetarios, pero incluso no teniendo en cuenta estos, seguimos teniendo una parte sustancial de su obra.

Aunque su fin puede haber pretendido ser algún tipo de testamento espiritual, la naturaleza teatral de su suicidio, las poses cursis en las fotografías para las que posó y la ocasional naturaleza patética de su prosa seguramente han perjudicado a su legado. En las academias, tanto japonesa como anglo-americana, hoy, Mishima no tiene virtualmente voz, sobre todo porque sus opiniones de derechas no son políticamente correctas. Sin embargo, fuera de la academia las obras de Mishima siguen siendo populares tanto en Japón como en el resto del mundo.
Obras principales
Confesiones de una máscara (仮面の告白; Kamen no kokohaku), 1948.
Sed de amor (愛の渇き; Ai no Kawaki), 1950.
Colores prohibidos (禁色; Kinjiki), 1954.
El rumor del oleaje (潮騒 Shiosai), 1956.
El pabellón de oro (金閣寺; Kinkakuji), 1956.
Después del banquete (宴のあと; Utage no ato) ,1960.
El marino que perdió la gracia del mar, (午後の曳航; Gogo no eiko), 1963.
El mar de la fertilidad (tetralogía) (豊饒の海; Hojo no umi, 1964-1970
Nieve de primavera, (春の雪; Haru no yuki).
Caballos desbocados (奔馬; Honba).
El templo del alba (暁の寺; Akatsuki no tera), .
La corrupción de un ángel (天人五衰; Tennin gosui), .
Música (音楽; Ongaku), 1972
Lecciones espirituales para los jóvenes samurais, (葉隠入門; Hagakure Nyūmon)
Su carácter narcisista le llevó a participar en representaciones teatrales, espectáculos públicos y películas como Yokoku (llamada en occidente "Patriotismo", o, en Japón, "El rito de amor y de muerte"), corto que él mismo escribió, dirigió, protagonizó y produjo. En él, representó su propio seppuku.

Obras sobre Mishima
Mishima, película de Paul Schrader, 1985.
Vida y muerte de Yukio Mishima, por Henry Scott Stokes en 1974.
Mishima o la visión del vacío, ensayo de Marguerite Yourcenar.
Mishima, biografía escrita por John Nathan, su traductor
Mishima, o el placer de morir, análisis psicológico de Mishima por Juan Antonio Vallejo-Nágera en 1978.
Un parque, ópera de Luis de Pablo (2006) sobre un relato de Mishima.

http://es.wikipedia.org/wiki/Yukio_Mishima

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LO QUE NOS DIJO Y PENSAMIENTOS DE YUKIO MISHIMA

**Mi necesidad de transformar la realidad era una necesidad urgente, tan importante como las tres comidas diarias o dormir.

**El problema es que el entorno político moderno ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio; ha transformado la sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores...

**Los hombres usan máscaras para embellecerse. Pero a diferencia de la mujer, la decisión de embellecerse de un hombre siempre es un deseo de muerte.

**Mediante la observación microscópica y la proyección astronómica la flor de loto puede convertirse en la base de toda una teoría del universo y en un agente por medio del cual podemos percibir la verdad.

**La acción más pura y esencial logra retratar los valores de la vida y las cuestiones eternas de la humanidad con una profundidad mucho mayor que un esfuerzo humilde y constante.

**La edad promedio de un hombre en la Edad de Bronce era dieciocho años; en la era romana, veintidós. El paraíso debe haber sido hermoso entonces. Hoy debe ser terrible. Cuando un hombre llega a los cuarenta no tiene posibilidad de morir bellamente. Sin importar cuánto se esfuerce, morirá por deterioro. Debe obligarse a vivir.

**Las mujeres: pompas de jabón; el dinero: pompas de jabón; la fama: pompas de jabón. El mundo en que vivimos es el de los reflejos en las pompas de jabón.

**Es bastante sencillo ver la vida carente de valores. De hecho, la gente con algo de sensibilidad no tiene dificultad en verla así.

**¿Cómo es posible denominar "hombre de acción" a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo.

**Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida humana.

PATRIOTISMO

sábado, 5 de abril de 2008

jueves, 27 de marzo de 2008

EL PABELLÓN DE ORO

EL PABELLÓN DE ORO
YUKIO MISHIMA
CAPÍTULO I
Desde mi más tierna infancia, mi padre, muchas veces, me habló del Pabellón de Oro.
Nací al noroeste de Maizuru, en un promontorio solitario que penetra como una cuña en el mar del Japón. Mi padre no era de allí, sino de Shiraku, las afueras al este de Maizuru. Cediendo a vivas instancias, mi padre abrazó el estado de clérigo, y, siendo ya monje, fue encargado de un templo situado sobre una colina perdida. Allí se casó y su mujer le dio un hijo —que soy yo.
En la cercana aldea del Cabo Nariu no había ningún colegio a propósito para mí, y muy pronto llegó el momento de abandonar el hogar. Me acogió un tío mío, en el país de mi padre, y todos los días recorría a pie el trayecto entre su casa y el colegio del barrio Este de Maizuru.
El país natal de mi padre era una tierra inundada de luz. Sin embargo, todos los años, hacia noviembre o diciembre, incluso en días que amanecían bajo un cielo puro y sin nubes, caían de pronto cuatro o cinco aguaceros. De ahí que mi corazón, mi inestable corazón, sea como esta tierra que le vio crecer.
En los atardeceres de mayo, desde la casa de mi tío, en la pequeña habitación donde hacía mis deberes, yo contemplaba, frente a mí, las colinas. Bajo los rayos del poniente, sus laderas cubiertas de hojas nuevas parecían mamparas de oro desplegadas en medio de la llanura. Pero lo que yo veía era el Pabellón de Oro. A menudo, en fotografías y en los libros de clase, mis ojos habían contemplado el verdadero Pabellón de Oro. Sin embargo, esta imagen de ahora, la del Templo de Oro de los relatos de mi padre, era la que suplantaba cualquier otra en mi corazón. Lo que mi padre no me había contado del verdadero Pabellón de Oro era que, por ejemplo, resplandecía con mil fulgores dorados. Pero según él no había nada en el mundo que le igualara en belleza: el Pabellón de Oro que se iba grabando en mi mente con el simple sonido de sus palabras, con sólo ver sus letras, tenía para mí algo fabuloso...
Veía a lo lejos espejear los arrozales. «Es la sombra de oro del Templo invisible», me decía. La garganta de la Sierra de Yoahizaka, donde pasa la frontera entre el distrito de Fukai y nuestro departamento de Kyoto, se encuentra hacia el este; por allí se levanta el sol. Aunque Kyoto se halla en el lado opuesto, lo que yo veía surgir entre las montañas era el Pabellón de Oro, lo veía surgir en medio del sol naciente y proyectarse hacia lo alto del cielo.
De modo que el Pabellón de Oro se me aparecía en todas partes. De él percibía incluso todo aquello que los ojos no podían captar realmente, una gran semejanza con el mar que baña sus orillas. Porque la bahía de Maizuru, en efecto, se halla sólo a legua y media de la aldea de Shiraku, pero una pantalla de colinas no deja ver sus aguas. Siempre había en el aire algo que dejaba adivinar su presencia: a veces la brisa traía el olor del oleaje. Los días de mal tiempo, las gaviotas, huyendo de la cólera de aquél, venían a posarse en grandes bandadas sobre los arrozales.
Yo era de complexión débil: vencido siempre en las carreras atléticas, en la barra fija; y, para colmo, tartamudo, lo cual me llevó a replegarme todavía más en mí mismo. Todos sabían que yo provenía de un templo. Los compañeros más crueles, para burlarse de mí, hacían imitaciones de un monje tartamudo leyendo oraciones. En un texto de nuestros libros de clase aparecía un detective tartamudo: adrede, me leían este párrafo en voz alta.
Ni que decir tiene que este defecto mío levantaba un muro entre el mundo exterior y yo. Es siempre el primer sonido, la primera voz, la que halla mayor dificultad en brotar; ella es, en cierto modo, la llave de la puerta que separa mi universo interior del mundo exterior. Pero jamás me ocurrió llegar a notar que esta llave diera la vuelta sin esfuerzo. La gente, en general, maneja las palabras como quiere, puede dejar abierta esa puerta que separa dos mundos y dar paso de este modo a una constante corriente de aire. Pero a mí eso me estaba totalmente vedado: la llave estaba oxidada, irremediablemente oxidada.
El tartamudo, en su desesperado esfuerzo por hacer brotar el primer sonido, es como un pájaro que se debate para liberarse de una liga tenaz (su mundo interior) y, cuando al fin se ha liberado, es siempre demasiado tarde. Por supuesto, reconozco que la realidad exterior, mientras yo me debato desesperadamente, da la impresión de concederme una tregua, de consentir en esperarme; pero esta realidad que me hace la gracia de esperarme, ya no tiene para mí ninguna frescura... Cuando, después de esforzarme mucho, conseguía al fin comunicar con el mundo exterior, era para encontrarme delante de una realidad que en un abrir y cerrar de ojos había perdido todo su color, una realidad sin el menor resto de gracia, sin el menor resto de frescor, que olía medio a podrido; pero era la única que parecía armonizar conmigo.
Es fácil imaginar que un niño en tales condiciones se empeñara en alimentar dentro de sí una voluntad de poder equilibrada entre dos polos opuestos. Me gustaba todo lo que la historia nos cuenta acerca de los tiranos. Tirano taciturno y tartamudo, veía a mis vasallos vigilando la más leve expresión de mi rostro, temblando desde la mañana a la noche. Y ninguna necesidad de justificar mi crueldad: palabras netas y elocuentes. Mi silencio justificaba por sí solo mi multiforme crueldad, y me deleitaba de este modo imaginando el castigo, uno tras otro, de todos aquellos —profesores, discípulos...— que diariamente me herían con su desprecio. Pero también me imaginaba con voluptuosidad surgiendo como un artista de genio, maravillosamente dotado de una serena mirada que penetraba en la corteza de las cosas, soberano absoluto del reino de las más profundas realidades. De modo que yo era débil y pobre sólo en apariencia, puesto que, en lo más hondo de mí mismo, más que ningún otro, yo era fuerte y rico, con esa riqueza que digo. ¿Puede resultar extraño que un tal muchacho, mal dotado por la naturaleza y en forma irremediable, llegue a imaginarse que es uri ser secretamente escogido? Yo tenía el presentimiento de que, en alguna parte de este mundo, me esperaba una importante misión acerca de la cual no tenía aún ninguna idea... ...A mi memoria acude un pequeño recuerdo. En medio del circo de indolentes colinas, el colegio de Maizuru formaba un conjunto de edificios modernos, claros, con vastos terrenos de juego. Un día de mayo llegó un ex alumno, interno en la Escuela de Mecánicos de la Marina, en Maizuru, y que había aprovechado un permiso para hacer una visita a su antiguo colegio. Muy bronceado, con la gorra hundida hasta los ojos, la nariz poderosa y rebasando la visera, el muchacho era, de pies a cabeza, la imagen misma del joven héroe. Explicaba a sus compañeros más jóvenes, que le rodeaban, su dura existencia hecha de sumisión a un reglamento estricto. Y esa vida que esperábamos verle presentar bajo sombríos colores, él la comentaba en el mismo tono que hubiese empleado para contar una existencia de opulencia y de lujo. El más insignificante de sus gestos desbordaba de orgullo; y sin embargo, a pesar de su juventud, tenía perfecto conocimiento del valor de la humildad consentida. Abombaba el pecho bajo su chaquetón de marinero, como uno de esos mascarones de proa que hienden la brisa marina.
Estaba sentado en un peldaño de la pequeña escalera de piedra que bajaba hasta el terreno de juego, y en torno a él había cuatro o cinco alumnos que bebían sus palabras. En la ladera, dentro de los parterres, se desplegaban todas las flores de la primavera: tulipanes, anémonas, amapolas... Por encima de nuestras cabezas, la magnolia suspendía sus opulentas corolas blancas.
Narrador y auditorio se movían menos que las figuras de un monumento. En cuanto a mí, me había quedado distanciado del grupo, sentado en un banco del campo de juegos. Aquella era mi manera de rendir homenaje: homenaje al parterre esmaltado de flores, al uniforme henchido de orgullo, a todas aquellas risas claras. Muy pronto el joven héroe pareció interesarse más por mí que por su corte de aduladores. Sólo yo tenía el aire de no querer inclinarse delante de su augusta persona, y esta idea hería su amor propio.
Preguntó mi nombre a los demás.
—¡Eh, Mizoguchi! —gritó como si nos conociéramos de toda la vida. Yo, sin salir de mi mutismo, clavé mis ojos directamente en los suyos. En la sonrisa que entonces me dedicó había esa condescendencia particular de los poderosos.
—¿No dices nada? ¿El señor está mudo...?
—Es tar... tar... tartamudo —respondió por mí uno del grupo. Todos se echaron a reír. ¡Qué deslumbrante estallido de risas! Aquella risa feroz, cuyo secreto pertenece a la juventud, me parecía lanzar mil destellos como un zarzal cuyas hojas crepitan de luz.
—¿Cómo dices? ¿Tartamudo? —decía el héroe—. ¿Y por eso el señor no puede entrar en la Escuela de Mecánicos de la Marina? Tartamudo o lo que sea, allí se endereza a todo el mundo en un solo día: ¡a palos!
¿Cómo se produjo el milagro? No lo sé. Mi respuesta brotó con ímpetu, limpiamente; sin el menor atasco, siquiera sin forzar mi voluntad, las palabras salieron de un tirón:
—No. Yo seré sacerdote.
Todos quedaron atónitos. En cuanto al gran personaje, se inclinó, recogió una brizna de hierba y se la metió entre los dientes.
—¡Ah, bueno! —dijo—, siendo así, dentro de algunos años seguramente te causaré algunas molestias. (La guerra del Pacífico acababa de estallar.)
Está fuera de duda que, en este mismo instante, obró en mí una revelación —de repente se me hizo claro que yo había de esperar, con las dos manos abiertas, esperar mi hora en un mundo lleno de tinieblas; y que después, todo, aquellas flores de mayo, aquellos uniformes de mis compañeros, llenos de orgullo y de malicia, todo cabría en el hueco de mis manos que la montaña del mundo yo la iba estrechando y reduciendo poco a poco por la base y me iba asegurando su posesión. Semejante revelación, sin embargo, resultaba aplastante, demasiado para trocarse en orgullo juvenil. El orgullo pide ligereza, luz, evidencia. Yo necesitaba exhibir esta evidencia, necesitaba mostrar a todo el mundo un signo deslumbrante de mi orgullo. La daga, por ejemplo, aquella daga que colgaba en la cadera del otro, era exactamente lo que yo buscaba.
Esta daga fascinaba a todos los estudiantes y era en verdad un hermoso ornamento. Los cadetes de la Marina sacaban punta a sus lápices con ella, clandestinamente, según se decía. ¡Curioso refinamiento de esteta el de emplear tan prestigioso emblema en labores tan mezquinas!
Se había desprendido de su uniforme y lo tenía colgado en la empalizada pintada de blanco. Pantalón y jersey, cerca de las flores, desprendían un olor a cuerpo joven bañado en sudor. Una abeja vino a posarse sobre la ropa de un blanco deslumbrante, tomándola tal vez por corolas. La gorra con galones de oro, puesta sobre un palo, inclinaba reglamentariamente su visera, igual que si estuviera sobre la cabeza, del muchacho. Éste, al cual acababan de retar los amigos, iba con ellos a medir sus facultades atléticas en el campo de juegos. Sus prendas de vestir, abandonadas allí, imprimían en mi espíritu la visión de un glorioso cementerio; las mil flores de la primavera acentuaban esta impresión. Pero por encima de todo, aquella gorra bajo la cual se extendía la sombra negra de la visera y aquella daga en su funda de cuero colgada a su lado —ahora todo ello despegado de la persona, aislado, envuelto en una vaga belleza lírica, convertido en la más pura y perfecta imagen que yo tenía del hombre— se hubiese dicho, en fin, que eran las reliquias de un joven héroe partido hacia la guerra.
Me aseguré de que no hubiese un alma en los alrededores. Desde el campo de juegos llegaban hasta allí los gritos alentadores. Saqué del bolsillo mi cortaplumas oxidado, que utilizaba para sacar punta al lápiz, me acerqué despacio y con paso furtivo y tracé, sobre la piel negra que cubría la hermosa daga, dos o tres profundas y fervientes cuchilladas.
Seguramente habrá quien llegue a la conclusión, un tanto prematura incluso después de haber leído estas anotaciones, que yo tenía una cierta disposición para la poesía. Sin embargo, hasta ese momento yo no había escrito absolutamente nada, ni siquiera notas personales. Y mucho menos, claro está, componer poemas. Disimular los defectos que me dejaban en inferioridad frente a los demás por medio de algún talento particular, y tomar así mi venganza sobre ellos, era algo que no me atraía ni me interesaba. O dicho de otro modo: para ser un artista, yo tenía una idea demasiado seria de mí mismo.
El Déspota, ese gran artista que imaginaba mi fantasía, no abandonaba ni un solo momento el centro de mis sueños. Mi ánimo no estaba jamás dispuesto ni gozaba del indispensable humor para emprender cualquier trabajo y conducirlo a buen fin. Mi único orgullo venía de la imposibilidad de hacerme comprender: y en estas condiciones, ¿cómo podía yo aprobar la invencible necesidad de expresar las cosas y hacerme comprender? «Lo que los demás ven y transmiten —me decía—, el destino no lo ha hecho para mí.» Y mi soledad iba creciendo, engordando igual que un cerdo.
He aquí que, de repente, mi memoria se clava en un trágico suceso, que sacudió nuestro pueblo. Si bien en honor a la verdad no podría afirmarse que el papel desempeñado por mí en tal suceso fuera muy importante, no puedo por menos que reconocer la impresión que tengo de haberme sentido estrechamente ligado a él. De un solo golpe, este acontecimiento me lo arrojó todo a la cara: vida, voluptuosidad, traición, odio, ternura; todo. Pero lo que podía haber de sublime en el fondo de todo ello, mi memoria lo rechazó voluntariamente y pasó por encima en silencio.
A diez casas de la de mi tío vivía una hermosa muchacha llamada Uiko. Tenía unos ojos grandes y puros. Su familia era rica, lo cual explica el que ella fuese un tanto altanera. Imposible imaginar en qué pensaba o soñaba aquella muchacha orgullosa de su soledad, y que, sin embargo, todo el mundo mimaba. Algunas mujeres, por celos, hacían correr rumores acerca de Uiko, la cual sin duda era todavía virgen:
—Miradla —se decían unas a otras—, ¿verdad que tiene todo el aire de ser estéril?
Uiko había salido del colegio hacía poco tiempo y ahora trabajaba de enfermera en el Hospital de la Marina de Maizuru. Todos los días iba al Hospital en bicicleta. Salía de su casa muy temprano, cuando el día empieza a despuntar, dos horas antes de que yo emprendiera el camino del colegio. Una noche, pensando en el cuerpo de Uiko, me abandoné a las más extrañas ideas y dormí mal. Por la mañana me deslicé de la cama, todavía envuelta en sombras. La noche de verano moría. Aquella no era la primera noche que yo soñaba con el cuerpo de Uiko. Primero no fueron más que destellos del pensamiento; después, poco a poco, se aglutinó en mi espíritu y se hizo dura, como un guijarro, una idea fija: el cuerpo de Uiko bañado por una penumbra y luego concretado en una forma blanca, de carnes elásticas y perfumadas. Imaginaba la fiebre de mis dedos al contacto de este cuerpo, sus miembros flexibles, su olor a polen...
Me lancé a correr por el camino, hacia lo lejos, iluminado apenas por la pálida luz del alba. Ni una sola vez tropecé con las piedras, el camino se abría por sí solo delante de mí, en las sombras. En cierto sitio el camino se desvía, pasada la aldea de Yasuoka, donde se alza un gran olmo de Siberia. Su tronco estaba mojado por el rocío de la madrugada. Me escondí detrás y esperé que Uiko apareciese con su bicicleta.
La esperaba sin tener la menor idea de lo que iba a hacer. Había corrido hasta perder el aliento, y ahora, muy quieto detrás del árbol, lo recuperaba lentamente y sin querer pensar en lo que iba a pasar. Sin embargo, intuía vagamente que lanzándome a ello de una vez por todas —mis contactos con el mundo exterior habían sido muy pocos hasta aquel momento todo sería fácil y posible.
Los mosquitos me picaban las piernas. Se oían cantar los gallos, aquí y allá, y yo no apartaba los ojos del camino. A lo lejos apareció una forma blanca. De momento creí que era la palidez del alba; pero era Uiko. Vi el faro de la bicicleta. Se acercaba con un rumor silencioso. Salté de donde estaba y me planté en medio del camino, cortando el paso: la bicicleta consiguió apenas frenar a unos centímetros de mí.
Entonces me quedé petrificado. Mi voluntad también, y mi deseo. El mundo exterior había roto todo contacto con mi universo interior y empezó a vivir fuera de mí una existencia absoluta, independiente. Me había escapado de la casa de mi tío, había calzado mis zapatillas de deporte, había corrido como un loco a lo largo del camino apenas visible bajo la débil luz del alba hasta llegar al olmo de Siberia, y sin embargo, con todo, no había hecho sino moverme dentro del limitado espacio de mi propio universo. La techumbre de las casas del pueblo, que empezaban a perfilarse, los árboles negros, la negra cresta de la montaña Aoba, incluso la propia Uiko, allí, de pie delante de mí, se encontraban ahora tan totalmente desprovistos de sentido que resultaba pavoroso: todos aquellos objetos habían recibido el don de la realidad al margen de mi acción; y era esta realidad justamente, vacía, monstruosa, negra como la noche, la que ahora me caía encima de repente como una mole que me aplastaba, una inmensa mole que mis ojos jamás habían visto.
Reflexioné, según mi costumbre, y me dije que las palabras eran seguramente el único medio de salvar la situación; error muy característico en mí: cuando había que actuar yo sólo pensaba en las palabras; y como las palabras llegaban tarde y mal, me dejaba perder en ellas al intentar dominarlas y acababa siempre por olvidar la acción. Para mí, la acción era algo esplendoroso que debía ir acompañado de un lenguaje esplendoroso.
No veía nada; creo recordar solamente que Uiko, asustada al principio, me reconoció. Desde este momento toda su atención se centró en una sola cosa: mi boca. Un ridículo agujero negro gesticulando y haciendo muecas incomprensibles en medio del amanecer, un agujero diminuto, deformado, sucio como un nido de víboras; he aquí, supongo, lo que ella experimentaba delante de esta boca que todo el tiempo estuvo atrayendo su mirada. Después, segura ya de que no corría ningún peligro la armonía del aquel mundo exterior del cual ella formaba parte, exclamó con alivio:
—¡Vaya! ¡Qué divertidos sois los tartamudos!
Su voz tenía esa frescura maravillosa de la brisa de la madrugada. Hizo sonar el timbre de la bicicleta, se apoyó sobre los pedales y emprendió la marcha evitándome con un rodeo, como lo habría hecho para evitar una piedra. Mientras yo la miraba, hasta que desapareció a lo lejos, detrás de los arrozales, Uiko estuvo haciendo sonar el timbre de su bicicleta, a pesar de que no se veía un alma en todo lo que abarcaba la vista, lo hacía sonar y sonar...
Aquella misma noche, la madre de Uiko vino a ver a mi tío; y éste, de ordinario indulgente y benévolo conmigo, me reprendió con dureza. Descargué un sinfín de maldiciones sobre Uiko, llegando a desear su muerte. Meses más tarde, mi deseo se realizó, y desde entonces tengo fe absoluta en los sortilegios.
Noche y día estuve deseando la muerte de Uiko; anhelaba el aniquilamiento de aquel testigo de mi vergüenza, pues ésta, en tanto Uiko existiera, no se extirparía de la faz del mundo. Los demás, todos, son algo así como testigos; si no existieran, jamás conoceríamos la vergüenza. Lo que vi en el semblante de Uiko, en el fondo de sus ojos, que en aquella noche agonizante habían lanzado destellos de agua al clavarse intensamente en mis labios, fue el mundo de los otros, quiero decir, el mundo en el que jamás os dejan solo los demás, y siempre están dispuestos a ser o vuestros cómplices o los testigos de vuestra abyección. A los otros es preciso destruirlos. A todos. Para que 70 pueda levantar mi rostro al sol es necesario que sea devastado el mundo entero... Dos meses después de esta aventura, Uiko dejó de trabajar en el Hospital de la Marina, permaneciendo confinada en su hogar. La aldea empezó a chismear y, hacia fines de Otoño, estalló el drama.
Jamás pudimos suponer que en el pueblo se ocultara un desertor de la Marina. Un día, hacia el mediodía, unos gendarmes se llegaron a la Alcaldía; el hecho, en sí, no era extraño y a nadie se le ocurrió que la cosa fuera tan grave.
Era un día claro de fines de octubre. Como de costumbre, yo había ido al colegio y ya había terminado mis deberes nocturnos. Pensaba echarme a dormir. Ya iba a apagar la luz, cuando, asomándome a la ventana, oí corretear a la gente por la calle del pueblo; debían ser muchos y daban la sensación de una jauría. Salí fuera. También mis tíos habían abandonado la cama. En el umbral, uno de mis compañeros de colegio nos decía a gritos con los ojos desmesuradamente abiertos por el estupor:
—Los gendarmes han detenido a Uiko. Están ahí mismo. ¡Vayamos!
Salí disparado, mientras me calzaba las sandalias al vuelo.
Había un hermoso claro de luna proyectando nítidas las sombras de los caballetes, aquí y allá, en los que pendía, secándose, el arroz segado. Tras un grupo de árboles, se removían negras siluetas. Uiko, con vestimenta oscura, se hallaba sentada en tierra. Estaba muy pálida. Sus padres y cuatro o cinco gendarmes la rodeaban, formando un cerrado círculo. Un gendarme estaba vociferando, al tiempo que blandía un paquete conteniendo, al parecer, alguna vitualla. El padre de Uiko la abrumaba con sus reproches, mientras intentaba disculparla ante los gendarmes cabeceaba a uno y otro lado. La madre, sentada sobre sus propios talones, lloraba.
Nosotros contemplábamos la escena desde la orilla del arrozal. Paulatinamente fue aumentando el número de mirones; sus hombros se tocaban en silencio. Sobre nuestras cabezas, la luna parecía haber empequeñecido, como si la hubiesen oprimido. Mi compañero cuchicheó a mi oído: Uiko había salido a escondidas de su casa con aquel paquete de comida para el desertor y había caído en la emboscada de la policía, justamente cuando llegaba al pueblo vecino. Debió conocer al desertor en el Hospital de la Marina. Luego quedó encinta, y la echaron.
En aquellos instantes, el gendarme la acosaba a preguntas sobre el escondite de su cómplice; pero Uiko, más quieta que una piedra, permaneció en silencio.
Por mi parte, estuve devorando su rostro con los ojos. Puedo asegurar que parecía una loca encadenada. Ni un solo trazo de su rostro llegó siquiera a estremecerse a la luz de la luna.
Por primera vez veía yo reflejada en un rostro tal obstinada repulsa; siempre he estado persuadido de que el universo expulsa, repele mi cara; en cambio, en Uiko, era su semblante el que rechazaba rotundamente al Universo.
El claro de luna se deslizaba sin piedad sobre su frente, sus ojos, los pómulos, su recta nariz, como bañando aquella quieta faz. Al menor estremecimiento de sus labios, se precipitaría sobre Uiko con la fuerza de una catarata el universo que ella rechazaba decididamente. Conteniendo el aliento, la observé fijamente, fascinado por aquel rostro cuya historia se había detenido bruscamente y del que, en modo alguno, se desprendía la menor confidencia sobre su pasado ni su futuro. A veces, ha podido verse una faz así de extraña sobre el tronco del árbol que acaba de ser seccionado. La cortadura está aún fresca y colorada, cuando su vida ha sido abruptamente interrumpida; la madera viva conoce el viento y el sol, cuyos fulgores no le estaban destinados, y de repente es lanzada desnuda ante un mundo que no es el suyo; su entraña descubierta dibuja una rara cara: una cara que sólo se dirige a nuestro universo para rechazarlo...
Yo no podía por menos de pensar que en toda la vida de Uiko, ni en la mía, que la estaba contemplando, volvería a encontrar un instante durante el cual el rostro de la muchacha fuese tan bello como en aquel momento. Pero tal visión fue brevísima: aquellos rasgos acababan de sufrir un repentino cambio.
Uiko se levantó. Diría que la vi sonreír; incluso aseguraría que sus blancos dientes habían brillado a la luz de la luna. Mas eso es todo lo que puedo decir sobre aquella metamorfosis, pues, al levantarse Uiko, su rostro huyó de la zona iluminada y se perdió en la sombra de los árboles.
¡Qué pena no haber podido captar y retener la alteración de sus rasgos en el instante en que había tomado la decisión de traicionar! De haber sorprendido su intención, quizá habría brotado en mí un comienzo de perdón hacia los hombres, hacia las villanías de los hombres.
Uiko señaló con su dedo hacia el vecino pueblo de Kuhara, al fondo y entre las colinas.
—¡El Templo de Kongó! —gritó un gendarme. Entonces, me invadió un gozo infantil, una alegría delirante como en los días de fiesta. Los gendarmes se repartieron en cuatro grupos con el fin de rodear el templo, y obligaron a los curiosos a cooperar. Una ansiedad, no exenta de resentimiento, me hizo unirme al primer grupo con otros cinco o seis muchachos de mi edad; Uiko iba a la cabeza, mostrando el camino, con su escolta de gendarmes.
Su paso decidido a lo largo del sendero blanco de luna me llenaba de estupefacción.
El Templo de Kongó era famoso. Edificado en un entrante de la colina, a quince minutos de marcha desde Yasuoka, debía su reputación a sus árboles plantados por la mano misma del príncipe Takaoka, así como a su elegante pagoda de tres pisos, cuya construcción se atribuía a Hidari Jingoro . Nosotros, en verano, acudíamos a menudo para bañarnos en la cascada que hay al otro lado de los montes.
El recinto del edificio principal estaba a dos pasos del río. Y sobre ese muro ruinoso, hecho de barro y paja, crecía profusamente la caña de las llanuras, cuyos penachos brillaban plateados y lustrosos en la noche. Cerca de la portada florecía, silvestre, la planta del té. Silenciosamente fuimos bordeando el río en fila india.
Todavía debíamos ascender un poco hasta llegar al mismo templo. Franqueado el puente de troncos, la pagoda queda a la derecha; a la izquierda, un bosque empurpurado por el otoño, y al fondo, una escalera de piedra de ciento cinco peldaños, verdes por el musgo y sumamente resbaladizos.
Antes de salvar el puente, los gendarmes se volvieron y, a un gesto suyo, nos detuvimos todos. Dicen que en otros tiempos hubo allí una portada flanqueada por dos colosos rituales y esculpida por Unkei y Tankei . Más allá, las colinas del valle de Kujuku forman parte de los dominios del templo.
...Contuvimos el aliento.
Los gendarmes ordenaron a Uiko que siguiera adelante. Sola, franqueó el puente; un instante después, la seguimos todos. El pie de la escalinata se hallaba envuelto en la sombra, pero más arriba, sus gradas estaban inundadas de luz. Entre tanto, nos fuimos esparciendo semiocultos en la penumbra de los primeros peldaños. El rojizo follaje parecía negro bajo la luna.
El edificio principal se levanta en lo alto de la escalinata. De allí, una galería, en diagonal hacia la izquierda, conduce a un salón vacío destinado probablemente a las danzas sagradas. Este salón, asomado al vacío, imita la plataforma del Templo de Kiyomizu : todo él descansa sobre una selva de traviesas y estacas que suben del fondo del abismo. Salón, galería, armazón, lavados por el viento y la lluvia, son de una blancura tan irreprochable como la de los huesos de un esqueleto. En el otoño, cuando las hojas se cubren de un color rojizo, la llamarada de los árboles se armoniza de modo maravilloso con esta armazón de una blancura de hueso; pero, en la noche de luna, el gran esqueleto blanco tiene un aire exótico y fascinante.
Según todas las apariencias, el desertor se ocultaba en ese salón. Para prenderle, pensaban los gendarmes utilizar a Uiko de reclamo. Nosotros, simples testigos, apenas alentábamos, disimulados en la sombra. Aunque el aire era frío, en aquella noche de fines de octubre, mis mejillas ardían.
Uiko ascendió sola los ciento cinco peldaños de piedra, con un aire triunfal de loca... La negrura de su pelo y de su ropa realzaban la blancura de su magnífico perfil. Bajo la luna y las estrellas, con aquella conspiración nocturna, entre las colinas cuyas crestas destacaban sobre el cielo como alabardas, en el claro de luna del cual emergían como islotes los contornos de las construcciones, en aquel marco, en fin, la límpida belleza de la felonía de Uiko me aturdía: todo se había reunido efectivamente, para dar realce a la ascensión, por blancos peldaños, de Uiko, solitaria y de senos altivos. Su felonía era la de las estrellas, la luna y las dentadas crestas de las colinas. En una palabra, ella vivía en el mismo universo que nosotros, simples testigos; aceptaba esa naturaleza a su derredor, y hasta pisaba aquellas gradas cual delegada nuestra. Con la respiración entrecortada, no pude menos que pensar: «¡Con su traición, me ha aceptado, a mí; ahora es mía!».
Hay siempre un instante a partir del cual el detalle de lo que llamamos los hechos se esfuma en nuestra memoria.
Lo que continuamente permanece ante mis ojos es la imagen de Uiko pisando los peldaños de piedra, verdes por el musgo. Tengo la sensación de que, al menos para mí, los estará pisando eternamente.
A partir de aquel momento, Uiko no es la misma. Quizá, porque una vez llegada a lo alto de la escalera, me ha traicionado, mejor, nos ha traicionado una vez más: no aceptando ni rehusando absolutamente al mundo; al doblegarse a la pasión banal; al volver al rango de la mujer que se ha entregado en cuerpo y alma a un solo hombre.
Ésa es la razón por la que cuanto luego sucedió sólo ha permanecido en mi recuerdo como una escena de las que reproducían las litografías de antaño, y que a mí me es imposible variar en el menor sentido...
Uiko penetró en la galería cubierta y lanzó un grito en dirección a las tinieblas... Un hombre apareció. Uiko le dijo algo. El revólver que el hombre llevaba trazó un giro, e hizo fuego con dirección al pie de la escalera. La réplica de los gendarmes partió de la espesura próxima a la escalinata. Cuando el hombre iba a disparar por segunda vez, Uiko, volviéndose hacia la galería cubierta, hizo intención de huir. El descerrajó varios proyectiles sobre su espalda. Uiko se desplomó. El hombre apoyó el cañón del arma en su propia sien. Hizo fuego...
Desdeñando unirme a los demás que, tras los gendarmes, corrieron escaleras arriba impacientes por llegar junto a los cadáveres, permanecí pasivamente en mi escondite hecho de sombra, bajo las hojas de otoño.
La blanca estructura con sus piezas superpuestas dirigidas en todos sentidos, me dominaba desde su altura. De lo alto llegaban a mí las pisadas en la galería, amortiguadas, irregulares y lentas. Por encima del pretil iban a morir sobre las rojizas hojas los haces desordenados de algunas linternas. Yo tenía la sensación de que todo ello estaba muy lejos de mí. Los seres poco impresionables no sienten emoción alguna a menos que la sangre corra ante sus ojos. Y cuando la sangre ha dejado de correr, ya no hay más tragedia; ya ha pasado. Sin darme cuenta, me adormecí. Cuando desperté, no había nadie; me habían olvidado. No había más que el gorjeo de los pájaros a mi alrededor. El sol de la mañana hundía profundamente entre las ramas más bajas de los rojos árboles sus rectos dardos; su luz se reflejaba y hería, bajo la terraza, la blanca estructura, que parecía revivir; quietamente y con fiera determinación el sol proyectaba, por encima del precipicio, con colores otoñales, la plataforma sobre el vacío.
Me levanté tiritando. Tras unas fricciones, sólo me quedó una sensación de frío. Fue lo único que quedó en mí: esa sensación de frío.
Durante las vacaciones de primavera del siguiente año, vino a nuestra casa, la de mi tío, mi padre llevando cruzada su estola de bonzo. Pretendía llevarme consigo por algunos días a Kyoto. Su enfermedad había agravado considerablemente el estado de sus pulmones, y hasta yo mismo me asusté de verlo en aquella situación. Mis tíos y yo intentamos disuadirle de aquel viaje: no quiso oír hablar de ello.
Más tarde comprendí que lo que él deseaba antes de morir era presentarme al Prior del Pabellón de Oro.
Indudablemente, visitar el Pabellón de Oro era mi sueño desde muchos años atrás; pero emprender un viaje en compañía de un padre en quien, a pesar de sus heroicos esfuerzos por disimularlo, cualquiera podía reconocer de buenas a primeras a un enfermo grave, no me atraía. A medida que se acercaba el momento en que iba, al fin, a encontrarme ante la maravilla que mis ojos aún no conocían, sentí agrandarse mis dudas. A cualquier precio necesitaba que el templo de oro fuese algo esplendoroso. Así pues, yo confiaba no tanto en su belleza intrínseca cuanto en mi propia aptitud para imaginar tal belleza.
En la medida en que un muchacho de mi edad podía comprender algunas cosas, tenía yo ciertos conocimientos profundos acerca del Pabellón de Oro. He aquí unas líneas que un libro sobre arte dedicaba someramente a la historia del Pabellón de Oro:
«ASHIKAGA YOSHIMITSU (1358—1408) heredó de la familia SAIONJI la mansión de Kitayama, que transformó en residencia rústica, de una muy amplia concepción. Esta mansión se componía, sobre todo, de edificaciones destinadas al culto budista: Sala del Relicario, Salón del Fuego Preservador, Salón de la Confesión, Estanque de la Verdad, y de otras varias piezas con destino a ser habitadas, como el Apartamento Señorial, el Salón de la Nobleza, la Sala de Reunión, el Torreón del ”Espejo Celeste”, la Torre del ”Señor del Norte”, el Patio del Manantial, el Mirador de la ”Nieve contemplada”, y muchos otros salones... Y fue precisamente la Sala del Relicario, construida con esmero y minuciosamente, la que vino a ser conocida por el ”Pabellón de Oro”. Es difícil establecer en qué época tomó tal denominación; parece que fue, quizás, inmediatamente después de las revueltas de Ojín (1467-1477), puesto que en la era de Bummei (1467-1487) se le conocía ya bajo tal nombre.
»El Pabellón de Oro es una construcción de dos pisos, desde el que se domina el llamado ”Espejo de Agua”, jardín de recreo. Parece ser que fue terminado de construir en 1398, quinto año de la era de Oei. Tanto los bajos como el primer piso pertenecen al estilo arquitectónico ”Shinden”, de tipo doméstico, con sus ”tablas superpuestas” cual pliegues. El segundo piso es una pieza de cinco a seis metros cuadrados, del más puro estilo Zen, con puerta central corrediza y ventana con florón de un extremo a otro. El techo está construido con listones de madera de ciprés. Es de tipo ”Hókei” y está rematado por un fénix de bronce dorado. El Pabellón de pesca, llamado ”Sósei”, con techo de doble pendiente cuyo pináculo mira al estanque, rompe la monotonía del conjunto.
»La suave curvatura de los tejados, la exacta separación de los cabrioles, la finura del trabajo plasmada en la madera, confieren una especial elegancia y ligereza al conjunto. Por una armoniosa distribución de construcciones destinadas unas al culto, y con fines residenciales las otras, todo ello resulta una obra maestra de arquitectura de jardín. Al tiempo que nos revela en Yoshimitsu un gusto que fue la flor más delicada de la cultura cortesana, nos da una excelente idea del ambiente de aquella época.
»Tras la muerte de Yoshimitsu, de acuerdo con su última voluntad, la mansión de Kitayama fue convertida en monasterio Zen, conocido por el nombre de Rokuonji. Más tarde, de las diferentes construcciones, algunas fueron trasladadas de lugar y las otras abandonadas al tiempo, a su ruina; a excepción sola del Pabellón de Oro, que, afortunadamente, aún nos queda...»
Semejante a la luna en el cielo nocturno, el Pabellón de Oro había sido construido cual un símbolo en medio de las tinieblas de su tiempo. Así, también el de mis sueños precisaba destacarse sobre un fondo de espesa noche —noche que lo oprimía por todas partes— y en esa noche negra, la urdimbre de espléndidas y esbeltas columnas reposaba sosegada, serena, suavemente iluminada desde el interior. Cualesquiera hayan sido los elogios dirigidos al mismo, convenía que el maravilloso templo prosiguiera ofreciendo en silencio a todas las miradas su delicada arquitectura, resistiendo el asalto de las tinieblas circundantes.
También pensaba en el fénix de oro que, en lo alto de la techumbre, año tras año, había permanecido expuesto a todas las intemperies. El misterioso pájaro, que jamás anunció al día, que jamás batió sus alas, probablemente había olvidado su propia esencia; pero sería falso creer que no tuviese el aire de volar. Así como las demás aves surcan el espacio, el fénix de oro, con sus espléndidas alas alzadas, surca el tiempo. Es a través del tiempo por donde va dejando su estela. Para alzar el vuelo, le ha bastado permanecer inmóvil, con un destello de cólera en la pupila, levantadas las alas, extendida la cola como un penacho y plantarse fieramente sobre sus majestuosas patas de oro.
Cuando pensaba en todo esto, el Pabellón de Oro se me aparecía como un magnífico navío atravesando el océano de los tiempos. El libro decía: «Construcción de extraños tabiques, por donde se cuelan los vientos...»; y eso me evocaba un barco, entre tanto que el estanque, al pie de la complicada construcción de esta nave de dos pisos, se me figuraba el mar. Del fondo de una noche inmensa nos llegaba el Pabellón de Oro, en una travesía cuyo fin no se podía prever. Durante el día, la extraña nave echaba el ancla con un aire de inocencia, sometiéndose a las miradas curiosas de la multitud; pero, llegada la noche, extraía una fuerza nueva de las tinieblas a su alrededor, hinchaba su techumbre cual una vela y se hacía al mar abierto.
Puedo, sin exageración, afirmar que el primer problema con que he tropezado en mi vida es el de la Belleza. Mi padre no fue más que un simple sacerdote de aldea, de vocabulario pobre; sólo me decía que «ninguna cosa en el mundo igualaba en belleza al Pabellón de Oro». El pensamiento de que la belleza, sin yo saberlo, pudo ya existir antes en alguna parte, me causaba invenciblemente un sentimiento de malestar y de irritación; pues si la belleza existía efectivamente en este mundo, era yo quien, por su existencia misma, me hallaba excluido de él.
Sin embargo, jamás fue para mí un simple concepto el Pabellón de Oro. Las montañas, como una pantalla, me impedían percibirlo; pero, a poco que realmente yo imaginara que marchaba a contemplarlo, el percibirlo era algo perfectamente posible: el Pabellón de Oro existía, estaba allí. Así pues, la belleza era algo que podía tocarse con la mano, claramente reflejada por el ojo. Que en el seno mismo de este universo, en sus múltiples metamorfosis, el inalterable Pabellón de Oro debía seguir existiendo tranquilamente, de ello estaba yo seguro, absolutamente seguro.
A veces me lo representaba cual menuda obra de artesanía, finamente trabajada, que era posible tenerla en mis manos; en otras ocasiones, era una gigantesca, terrorífica catedral que se perdía en las alturas del cielo. La idea de que lo Bello, ya grande ya pequeño, era cuestión de una justa apreciación, no podía ocurrírsele a un adolescente como yo. Así, cuando veía brillar vagamente las flores del verano, mojadas por el rocío, yo las encontraba bellas como el Pabellón de Oro. Del mismo modo, ¿veía una nube cargada de tormenta, totalmente negra, con sólo un ribete de oro brillante, cómo bloqueaba el fondo tras las colinas? Tal magnificencia me hacía evocar el Pabellón de Oro. Y hasta tal punto era así que, al hallarme ante un bello rostro, lo calificaba en mi interior de «bello como el Pabellón de Oro».
El viaje fue triste. En la línea Maizuru-Ayabe-Kyoto, el tren se detiene en todas partes, incluso en las pequeñas estaciones como Makura o Uesugi. El vagón estaba sucio; a lo largo de las gargantas de Hozu, con sus innumerables túneles, la carbonilla penetraba despiadadamente en nuestro compartimiento y un humo sofocante hacía toser sin descanso a mi padre.
Entre los viajeros, eran muchos los que de cerca o de lejos tenían que ver con la Marina de guerra. Los compartimientos de tercera iban abarrotados de contramaestres, marineros, mecánicos y familiares que volvían a sus casas, después de haber ido a visitar a los suyos en el arsenal.
Por la portezuela podía ver un cielo de primavera, cubierto y sombrío. A veces, mis ojos se posaban sobre la estola que mi padre llevaba cruzada sobre su uniforme civil; otras, también, se detenían sobre el pecho de jóvenes y bermejos contramaestres, tan oprimidos dentro del uniforme que los dorados botones parecían a punto de saltar; y yo tenía la impresión de hallarme en un «intermedio». Pronto alcanzaría la edad, y sería mi vez de partir como soldado. No obstante, una vez bajo la bandera, ¿sería capaz de desempeñar lealmente mi papel, como ese contramaestre sentado ante mí?
Por el momento, me hallaba a horcajadas sobre dos mundos. Aunque muy joven, yo sentía, bajo mi fea frente abombada y testaruda, que el mundo de la muerte —cuyo ministro era mi padre— y el mundo de la vida —al cual pertenecían aquellos jóvenes— se unían por mediación de la guerra. Tal vez estaba yo llamado a constituir el lazo de esta unión. Y cuando me maten, mi muerte será la evidencia misma de que, fuera el que fuese el camino emprendido por mí, de los dos que se me ofrecen, el resultado habrá sido el mismo. Mi juventud tenía los brumosos colores del amanecer. El universo, con sus opacas sombras, me asustaba; yo no tenía la menor idea sobre lo que podía ser una existencia en donde todo fuese nítido cual en pleno día.
Al tiempo que vigilaba los accesos de tos de mi padre, podía contemplar a menudo por la ventana el río Hozu. Era de un azul concentrado, casi inaguantable, como el sulfato de cobre de los experimentos químicos. Cada vez que salíamos de un túnel, aparecía el río, muy lejos a veces de la vía férrea, para acercarse de pronto a dos dedos del tren; y, dentro de su argolla de lisas rocas, se arremolinaban, como el torno del alfarero, sus aguas murmuradoras de un profundo azul.
Mi padre se sintió incómodo cuando hubo abierto, ante todos, su caja conteniendo bolas de arroz muy blanco.
—No es del mercado negro, es una gentileza de mis feligreses; no hay por qué avergonzarse —comentó.
Había hablado de modo que fuese oído por todos, y se dispuso a comer; pero tuvo dificultad en tragar una de las bolas de arroz, que no era, por cierto, particularmente grande.
En ningún momento tuve la impresión de que el viejo tren, negro completamente de hollín, corriera en dirección a la gran ciudad; sino que me parecía correr con destino a la estación Muerte. Con este pensamiento en la cabeza, la humareda que en cada túnel volvía a llenar el compartimiento tenía para mí un olor de horno crematorio.
...No obstante, cuando me hallé ante la gran puerta exterior del Rokuonji, mi corazón latió con fuerza, como era lógico; iba a contemplar la cosa más bella del mundo.
El sol declinaba; las colinas se envolvían en la bruma. Algunos visitantes franquearon la puerta más o menos al tiempo que mi padre y yo. A la izquierda, alrededor de la gran campana, había un grupo de ciruelos todavía floridos.
En el umbral del edificio principal, sombreado por un inmenso olmo, mi padre solicitó ser recibido. El Prior tenía una visita, le respondieron, y nos rogaba que buenamente aguardáramos no más de media hora.
—Mientras esperamos, ven a ver el Pabellón de Oro —dijo mi padre.
Ciertamente deseaba demostrar que a él se le conocía en la mansión y así se dispuso a entrar sin pagar; pero desde aquel tiempo, diez años atrás, en que él acudía con frecuencia al templo, tanto el encargado de los billetes y amuletos como el inspector del control no eran ya los mismos.
—¡La próxima vez, también habrán cambiado! —comentó mi padre con aire afligido; pero tuve la sensación de que su «la próxima vez» estaba falto de convicción.
Sin embargo, con movimiento deliberadamente juvenil (sólo en casos como aquél, sólo cuando me decidía a actuar de una u otra determinada manera, era cuando me resurgía un algo de adolescente) me lancé alegremente, casi corriendo, y precediendo a mi padre. Y aquel Pabellón de Oro, en el que tanto había soñado, he aquí que de un solo golpe, excesivamente veloz, desplegó ante mis ojos el conjunto de sus formas.
Allí estaba yo de pie, junto al «Espejo de Agua», mientras él, en la otra orilla, exponía su fachada al sol poniente. El Pabellón de pesca, a la izquierda, se hallaba semioculto. En el estanque, en donde, dispersas, flotaban algunas algas y otras plantas, se reflejaba la imagen perfecta del Pabellón de Oro, y había más belleza en el reflejo. El sol poniente paseaba por el reverso de los aleros sus fulgores, devueltos por el estanque.
Estos reflejos, comparados con la luz que nos rodeaba, eran demasiado fuertes, demasiado brillantes; y, cual un cuadro que exagerase los efectos de perspectiva, el Pabellón de Oro me daba la impresión de estar enderezándose en toda su altura y arquearse ligeramente hacia atrás.
—¿Qué? ¿Verdad que es bello? El piso bajo es el Hósuiin , el primero, el Choondó ; el segundo, el Kukyochó . —Mi padre posaba sobre mi hombro su descarnada mano. Por mi parte, estuve contemplando el Pabellón de Oro, ya variando de ángulo, ya inclinando la cabeza; pero, sin que brotara en mí la menor emoción; no era otra cosa que una vieja, insignificante construcción negruzca de dos pisos; incluso el fénix parecía ser no más que un cuervo asentado en la punta del techo. Lejos de hallarle belleza, sufrí incluso una impresión de discordancia y de desequilibrio. «¿Puede la belleza ser algo tan feo?», me pregunté.
De haber sido yo un muchacho modesto y estudioso, antes que dejarme abatir tan pronto, habría comenzado por deplorar la imperfección de mi ojeada. Pero el dolor de haber sido engañado tan cruelmente en mi espera por algo de lo que tanto aguardaba, vació mi corazón de toda otra preocupación.
Llegué a suponer que el Pabellón de Oro estaba disimulando su verdadero semblante para no mostrar más que una belleza prestada. No era imposible que, para preservarse, la Belleza burlara la mirada de los hombres. Era, pues, preciso llegarme hasta muy cerca del Pabellón de Oro, despejar los obstáculos que producían a la vista una impresión tan penosa, inspeccionar minuciosamente cada detalle, alcanzar con mis ojos la esencia misma de lo Bello. Nada más natural que esa postura, puesto que yo no creía en otra belleza que la perceptible por el ojo humano.
Anduve tras mi padre que, con un profundo respeto, subió a la galería exterior del Hósuiin. Lo primero que vi fue una maqueta del Pabellón de Oro, en una vitrina, y de una maravillosa ejecución. Me gustó; se parecía más al Pabellón de Oro de mis sueños.
Por otra parte, ese Pabellón de Oro en miniatura, tan perfectamente parecido, engarzado en el grande, sugería el juego infinito de correspondencias entre un macrocosmos y el microcosmos que entrañaba. Por primera vez, podía yo soñar. Soñar en un Pabellón de Oro mucho más pequeño que aquella miniatura, y que, en su pequeñez, alcanzaba la perfección; en un Pabellón de Oro, también, infinitamente más grande que el verdadero, hasta el punto de llegar a contener al mundo.
Pero yo no podía permanecer plantado indefinidamente delante de la maqueta. Mi padre me condujo ante la estatua de madera de Yoshimitsu, uno de nuestros tesoros nacionales más famosos. Era conocida bajo el nombre de RokuonindenMichiyoshi, nombre tomado por Yoshimitsu en su tonsura. También ella me pareció sólo un extravagante ídolo completamente ennegrecido en el que no encontré rastro de belleza. Seguidamente, subimos al Choondó; después, en todo lo alto, al Kukyochó; pero, ni en el primero los ángeles músicos del techo atribuidos al pincel de Kano Masanobu , ni en el segundo las piadosas reliquias de la hoja de oro aplicada en todas partes en otro tiempo, despertaron en mí la menor emoción estética. Arrimado a la frágil balaustrada, dejé caer sobre el agua del estanque distraídas miradas. El poniente iluminaba su superficie, semejante a un espejo de cobre empañado por el tiempo, donde se sumergía la sombra del Pabellón de Oro.
Bajo las algas y otras plantas, en las lejanas profundidades, se reflejaba el cielo del atardecer, diferente del que se extendía encima de nuestras cabezas: era un cielo muy puro, inundado de una luz serena y que, allí abajo, desde el fondo del abismo, aspiraba por entero el mundo en que estábamos, y el Pabellón de Oro, semejante a una gigantesca áncora de oro, gastada y ennegrecida, se abismaba en él...
La amistad entre mi padre y el prior Tayama Dósen databa de los tiempos de sus estudios en un templo Zen; tres años habían pasado en él, compartiendo una misma existencia. Ingresados ambos en el seminario especializado del templo Sókoku —fundado también bajo el «shógounado» de Yoshimitsu—, habían estado sometidos a las formalidades seculares de la secta antes de recibir el sacerdocio. Y eso no es todo, pues, de propia boca del Prior me enteré mucho más tarde, un día en que se hallaba de buen humor, que mi padre y él no se habían contentado con departir los rigores de los ejercicios aludidos, sino que también alguna vez habían saltado juntos la tapia, después de la hora de acostarse, para ir a regalarse y divertirse con mujeres.
Tras nuestra rápida ojeada al Pabellón de Oro, regresamos al edificio principal.
Atravesamos una larga y amplia galería; nos introdujeron en el despacho del Prior: se trataba de una sala de la gran biblioteca, desde la que la vista se extendía sobre el jardín del famoso pino en forma de navío.
Me senté rígido y estirado dentro de mi uniforme de colegial, mientras mi padre, al contrario, apenas hubo entrado, se mostró súbitamente muy a sus anchas.
Aunque formados en la misma escuela, había entre el Prior y mi padre una increíble diferencia de complexión en tanto que mi padre, socavado por la enfermedad, tenía un pobre aspecto con su tez polvorienta, el bonzo Dósen ofrecía totalmente la apariencia de un pastel rosa. Sobre la mesa del Prior, montones de paquetes postales, folletos, libros, cartas, llegados de todas partes y todavía sin abrir, parecían atestiguar la prosperidad del templo. Entre sus regordetes dedos tomó unas tijeras con que abrió muy diestramente un paquete.
—Pasteles que me mandan de Tokyo... Pasteles como ya apenas se ven. Ni los comerciantes llegan a tocarlos; se reservan para el Ejército y las Administraciones, según dicen...
Bebimos el más delicado té japonés y comimos una especie de pastel seco occidental que jamás había probado. Cuanto más me atiesaba, tanto más las migajas, incansablemente, se esparcían sobre las rodillas de mi pantalón de negra sarga completamente reluciente.
Mi padre y el Prior manifestaron su descontento contra el Ejército y el gobierno por la atención que dedicaban a los templos shintoístas y su desprecio para con los budistas; el término era poco duro; habría sido más exacto decir «castigo»; y siguieron discutiendo acerca del modo de administrar los templos en el futuro.
El Prior era un hombre regordete; ciertamente, tenía arrugas, pero parecía como si cada una de ellas hubiese sido, hasta el fondo, baldeada. En su cara redonda no había de largo más que una nariz, que parecía un pedazo suspendido de resina solidificada. Con un rostro semejante, sin embargo, el cráneo afeitado mostraba rudeza; toda la energía parecía concentrada en él y ocultaba una extraña fuerza animal.
La conversación de los dos hombres derivó hacia sus recuerdos del seminario. Yo contemplaba en el jardín el pino en forma de navío. Habían impreso a sus ramas inferiores la curvatura de una nave; el pino era inmenso y sus ramas se remontaban para unirse en un mismo punto y conseguir la forma de una proa. Un grupo de visitantes, llegados seguramente poco antes de la hora de cerrar, merodeaba por allí: se oía un rumor de pasos en dirección al Pabellón de Oro, al otro lado del cercado. Pero nada hería los oídos ni el rumor de los pasos, ni el de las voces, ahogadas bajo la calma del atardecer de primavera; era un rumor amortiguado, sin ángulos. Después, a medida que el ruido de los pasos se iba alejando como un reflujo del mar, se evocaba invenciblemente el paso por la tierra de la caravana humana. Levanté los ojos hacia la cima del techo donde el fénix recibía las últimas luces del poniente y ya no aparté los ojos de allí.
—En cuanto a ese chico, pues... —Me llegó repentinamente la voz de mi padre. Me volví hacia él. Dentro de aquella estancia sumida en la penumbra, mi padre ponía mi destino en las manos del Prior Dósen.
—... No creo que me quede mucho tiempo. Prométeme que harás algo por él, cuando llegue el momento...
El Prior, desdeñando las banales palabras de consuelo, que nunca deben estar en boca de un sacerdote, dijo simplemente: —Bien. Yo me ocuparé de él.
Después, con gran sorpresa por mi parte, reanudaron alegremente la conversación con anécdotas relativas a la muerte de diversos bonzos famosos. Uno de éstos había dicho: «Yo no quiero morir»; otro, como Goethe: «¡Luz, más luz!» y hablaron un tercero que había estado, hasta el momento mismo de expirar, contando y recontando el dinero del Templo.
Nos fue servida la cena que los budistas llaman «medicación» y ofrecida hospitalidad para la noche. Después de la cena, cuando la luna estaba ya alta en la noche, yo insistí cerca de mi padre para ver de nuevo el Pabellón de Oro.
Sobreexcitado por las charlas con el Prior, después de tantos años de no verle, mi padre estaba muerto de fatiga; sin embargo, al nombre de «Pabellón de Oro», me siguió pegado a la espalda y respirando penosamente.
La luna se remontaba detrás del monte Fudo, bañando con su claridad la parte trasera del Pabellón de Oro. La negra silueta reposaba, replegando su sombra complicada. Sobre el encuadre de las ventanas del segundo piso resbalaba la tibia imagen de la luna: el Kukyochó, con sus oberturas, parecía la morada de su dulce luz.
Llegaba desde la isla Ashiwara el grito de los pájaros de la noche al remontar el vuelo. Yo noté en mi espalda la mano descarnada de mi padre; volviendo la cabeza, vi que la luz de la luna la había convertido en blanca mano de esqueleto.
De regreso a Yasuoka, experimenté cómo resucitaba día tras día en mi corazón la belleza del Pabellón de Oro —el cual, sin embargo, me había en un principio decepcionado tan cruelmente. Finalmente, se convirtió en algo todavía más maravilloso que aquello en que yo soñaba al principio. ¿En qué sentido lo era? Habría sido incapaz de decirlo; todo ocurría como si la visión que por tanto tiempo se había nutrido en mí hubiese al fin, con los retoques de la realidad, dado un nuevo impulso a mis sueños.
Se acabó el espiar los objetos, los paisajes, y el perseguir en ellos el fantasma del Templo de Oro. Día tras día él se puso a existir en mí, profundamente, sólidamente. Cada una de sus columnas, de sus portales, de sus techos, su fénix, todo pasaba delante de mis ojos con la nitidez de objetos familiares a mis manos. El más fino detalle se conformaba al conjunto de este cuerpo complejo, y a la inversa. Basta que algunas notas acudan a la memoria para que a menudo brote la melodía entera; así, del Pabellón de Oro, me era imposible evocar tal o cual detalle sin que vibrara en mí todo el conjunto.
«Lo que tú me decías es verdad, padre: el Pabellón de Oro es la cosa más bella del mundo», escribía 70 en mi primera carta, puesto que mi padre, después de enviarme a casa de mi tío, había regresado a su promontorio perdido.
Como respuesta llegó un telegrama de mi madre: padre había muerto después de una espantosa hemorragia.

CAPÍTULO II
La muerte de mi padre marcó realmente el fin de mi adolescencia. Hasta tal punto ésta estaba falta de lo que se ha dado en llamar «solicitud humana» que yo siempre me debatí en una especie de estupor. Pero cuando constaté que la muerte de mi padre no me producía la menor pena, ya no fue propiamente estupor lo que experimenté, sino un sentimiento de impotencia afectiva.
Me puse en marcha con toda rapidez, pero fue sólo para encontrar a mi padre tendido en el féretro: tuve que emplear toda una jornada para correr hasta Uchiura, alquilar una barca y navegar por la bahía hasta alcanzar el cabo Nariu bordeando la costa, íbamos a entrar en la estación de las lluvias; el sol era de plomo y los días se sucedían tórridos. Apenas tuve tiempo de ver a mi padre por última vez: en seguida fue trasladado el féretro al crematorio de aquel monte desolado, ya que iba a ser incinerado a la orilla del mar.
En la campiña, la muerte de un clérigo reviste un carácter muy singular. Muy singular por exceso de propósito. Mi padre era por definición el centro espiritual de la comarca, el pastor que vela por sus ovejas, el hombre en cuyas manos estaba su póstumo destino. Y he aquí que él muere en su parroquia: ¿cómo evitar la fuerte impresión de que, en cierto modo, él se ha sobrevalorado, ha sido excesivamente fiel a su misión; de que, enseñando a uno y a otro cómo hay que morir y queriendo él mismo mostrar el modo de aceptarlo, llegó incluso demasiado lejos, si así puede decirse, hasta convertirse en víctima de su propio error?
Verdaderamente, el féretro de mi padre parecía haber sido depositado en un lugar demasiado bueno y a propósito; encajado, se diría, en un conjunto donde cada elemento ocupaba su sitio previsto. Delante estaba mi madre, el joven bonzo, un grupo de feligreses, todos con lágrimas en los ojos. El clérigo leía las oraciones con una voz vacilante, como si siguiese todavía las indicaciones de mi padre tendido allí mismo, en el féretro.
El rostro de mi padre casi desaparecía bajo las primeras flores del verano. Estas flores tenían una viveza y una frescura que producían malestar. Parecían escrutar el fondo de un pozo. Entre la faz de un vivo y la de un muerto hay la distancia de un insondable abismo, el abismo donde la vida se ha tambaleado; la faz del muerto vuelve hacia nosotros solamente un residuo, el armazón de una máscara, después de su caída en las profundidades desde las cuales ya no le es posible remontarse. No había nada que pudiese comunicarme con tanta veracidad como aquel rostro muerto hasta qué punto la existencia de eso que llamamos la materia se sitúa lejos de nosotros, hasta qué punto están fuera de nuestro alcance los medios capaces de conducirnos a ella. Por primera vez yo podía constatar este trabajo de la muerte que consiste en metamorfosear un espíritu en materia; tenía la impresión, ahora, de penetrar mejor las razones por las cuales aquellas flores de mayo, el sol, mi mesa de trabajo, la escuela, el lápiz, en fin, todos los objetos materiales, me marcaban tanto con su frialdad, me parecían existir tan lejos de mí.
Mi madre y los feligreses observaban mi última entrevista con mi padre. Mientras tanto, mi espíritu rechazaba obstinadamente todo lo que el término «entrevista» sugiere en el mundo de los vivos; no había tal entrevista; no había más que yo mirando el rostro de mi padre muerto.
El cadáver se dejaba mirar: eso era todo. Yo miraba. Y nada más. Que la acción de mirar —sin tener conciencia de ello, como se hace a menudo—, lo mismo fuese una prueba rotunda del privilegio de los vivos que, tal vez, una simple manifestación de crueldad, era una experiencia que yo estaba viviendo por mí mismo. Así, el adolescente que había en mí y que ignoraba lo que era cantar a plena voz, y corretear chillando de un lado para otro, aprendió a asegurarse la autenticidad de su propia existencia.
Seguramente, para muchos de los que me observaban, yo era un cobarde; pero cuando volví hacia la muchedumbre un rostro feliz y desprovisto de la menor huella de llanto, no me sentí inútilmente avergonzado. El templo estaba suspendido en lo alto del acantilado, sobre el mar. Detrás del acompañamiento, las nubes de verano se alzaban en espiral sobre el mar encrespado del Japón, bloqueando el horizonte.
El sacerdote había empezado a salmodiar la oración Zen. Yo me acerqué a él. En el templo, había una gran oscuridad. Pero los crespones colgados en las columnas, las grandes flores de bronce que decoraban el santuario y los vasos de perfume refulgían tocados por la claridad vacilante de la lámpara sagrada. A veces penetraba un golpe de aire marino, que hinchaba mis amplias mangas sacerdotales. Mientras recitaba las oraciones, las nubes de verano me taladraban el rabillo del ojo con un rayo de luz cruda y me imponían la sensación constante de su presencia.
Una oleada continua de áspera luz se derramaba desde fuera sobre la mitad de mi cara... ¡Qué insultante desprecio, en medio de aquella luz deslumbrante...!
...A doscientos metros del crematorio, un súbito aguacero se abatió sobre el fúnebre cortejo. Por suerte, nos hallábamos delante de la casa de uno de los fieles acompañantes; todos nos pusimos al abrigo rápidamente, con el féretro. Pero la lluvia no parecía dispuesta a parar en mucho rato, de modo que había que reanudar la marcha. Cada cual recibió alguna cosa para protegerse y el féretro fue cubierto con un papel impregnado de aceite y llevado hasta el crematorio.
Era una pequeña playa de guijarros, al pie de un acantilado que surgía con ímpetu del mar, al sudoeste del pueblo. Era muy probable que siempre se hubiese utilizado aquel lugar para incinerar los cuerpos, puesto que el humo no llegaba hasta las casas.
Allí, en aquella orilla, las olas son particularmente impetuosas; mientras que, en su constante vaivén, se hinchan para luego estrellarse, su superficie agitada está siendo picada sin descanso por las gotas de lluvia. Gris, empañada, la lluvia taladra interminablemente el lomo de estas olas, indiferente a su amenaza. Pero una ráfaga de viento, de pronto, lanza las agujas de la lluvia contra las rocas desoladas. La blanca pared del acantilado, como salpicada con furia por manchas de tinta china, queda completamente negra.
Llegamos al lugar atravesando un túnel: pero mientras los ayudantes se ocupaban de los preparativos, los demás permanecimos al abrigo del subterráneo.
Yo no veía nada en toda la extensión del mar; solamente el rodar de las olas, las peñas negras y relucientes, la lluvia. Rociado con petróleo, que daba hermosos reflejos a los nervios de la madera, el féretro fue volcado al revés. Se le aplicó fuego. El petróleo estaba racionado, pero, tratándose de un clérigo, se las arreglaron para conseguir una buena cantidad. La llama luchó contra el chaparrón, y después, con un ruido que pareció un latigazo, empezó a crecer. Su limpia silueta, a pesar de hallarnos en pleno día, se distinguía con toda claridad en medio de la espesa humareda. Rodando en olas sucesivas se remontaba el humo; después, en pequeños paquetes, alejábase hacia los acantilados. Hubo un instante en que la llama danzó sola, graciosamente, en medio del aguacero.
De pronto, un ruido horrible se dejó oír, el ruido de algo que estalla: la cobertura del féretro había saltado por los aires.
Miré a mi madre, de pie a mi lado; sostenía la ristra con sus dos manos. Sus facciones se habían endurecido terriblemente, y el rostro petrificado parecía tan menudo que se diría hubiese cabido en la palma de la mano.
Según la última voluntad de mi padre, partí hacia Kyoto e ingresé como novicio en el templo del Pabellón de Oro. En esta época fui ordenado bonzo por el Prior. El costeaba mis estudios; para corresponder, yo limpiaba y ordenaba su habitación y me ocupaba de su persona. Mi situación era la misma que la de un estudiante—criado, como dicen los laicos.
Apenas hube ingresado en el templo, advertí una cosa y era que, después de haber ingresado en el ejército nuestro prefecto de pensión, tan quisquilloso siempre, no quedaron más que viejos y muchachos muy jóvenes. Desde todos los puntos de vista, encontrarme allí fue para mí un gran alivio. Ya no se me importunaba, como en el colegio, por el hecho de ser hijo de bonzo: aquí era la condición de todos. Sólo me diferenciaba de los demás por mi tartamudez y porque era un poquito más feo.
Mis estudios en el colegio de Maizuru habían quedado interrumpidos; pero gracias a los buenos oficios del padre Tayama Dósen, fueron tomadas todas las disposiciones para que pudiera continuarlos en el colegio del Instituto Rinzai. El comienzo del curso tendría lugar dentro de un mes, y yo me veía ya emprendiendo el camino de mi nueva escuela. Yo sabía, sin embargo, que poco después de principiar el curso sería obligado al trabajo obligatorio en alguna fábrica. De momento me quedaban unas semanas de vacaciones, las de verano, y podía pasarlas en un lugar nuevo para mí; vacaciones de mi época de luto, vacaciones del final de la guerra sobre las cuales flotaba un extraño silencio (era en 1944)... Llevaba la existencia regular de los novicios, y cuando pienso en ella llego a creer que aquellas fueron mis últimas vacaciones verdaderas. Puedo oír, todavía, como si estuviese allí, el canto de las cigarras...
El Pabellón de Oro, que veía de nuevo después de tantos meses, reposaba serenamente bajo la luz del verano que moría.
Yo llevaba el cráneo afeitado desde mi ordenación sacerdotal y tenía la sensación de que el aire se colaba de algún modo en mi cabeza —la peligrosa sensación de que todas las ideas que anidaban en mi cerebro entraban en contacto con los fenómenos del exterior por esta única y delgada piel, tan hipersensible y vulnerable.
Cuando levantaba el rostro hacia el Pabellón de Oro, éste entraba en mí no solamente por los ojos, sino también por el cráneo. Del mismo modo que a pleno sol este cráneo se calentaba, o bien, con la brisa del atardecer, se refrescaba.
«¡Pabellón de Oro! ;Por fin he venido a vivir contigo! —me murmuraba a mí mismo, dejando de barrer el jardín por un instante—. No digo que ahora mismo, pero, un día hazme un signo de amistad, por favor; revélame tu secreto.
Tu belleza se sostiene por un hilo que no consigo ver, que presiento, pero que se me escapa todavía. Más aún que aquel cuya imagen yo guardo siempre en mí, es el verdadero Pabellón de Oro el que te suplico me descubras en toda su belleza. Si es cierto que no hay nada sobre la tierra que pueda comparársete, dime por qué tú eres tan bello, por qué tú no puedes hacer otra cosa que serlo.»
Aquel verano, el Pabellón de Oro, encontrando alimento espiritual, por así decirlo, en las malas noticias que sobre la guerra nos llegaban todos los días, vivió una de sus épocas más esplendorosas. En junio, los americanos habían desembarcado en Saipan y los aliados se lanzaban a través de la campiña normanda. El número de los visitantes decreció repentinamente, y el Pabellón de Oro pareció regocijarse con su soledad, su profundo silencio.
Nada más natural que guerras y alarmas, montones de cadáveres y ríos de sangre fuesen para la belleza del Templo de Oro una nueva fuente de riqueza. Su propia arquitectura, ¿no era hija del pánico? ¿No había sido concebido y edificado por una muchedumbre de posesos de alma sombría, agrupados en torno a un generalísimo? Sus tres pisos dispares, donde el historiador de arte no ve más que una mezcla ecléctica de estilos, eran sin ningún lugar a dudas el reflejo de una búsqueda de formas que cristalizan aquel pánico. Construido con un estilo determinado, hace ya mucho tiempo que el Pabellón de Oro, impotente para encarnar aquella alarma, debía haberse hundido irremediablemente y desaparecer.
...Sea lo que fuere, cada vez que dejaba de barrer y levantaba los ojos hacia él no podía por menos de encontrar maravilloso que existiera allí, delante de mí. Aquel donde pasé una noche no hacía mucho tiempo en compañía de mi padre no me produjo de ningún modo la misma impresión; ahora apenas podía creer que en adelante, a lo largo de meses y de años, el Pabellón de Oro permanecería siempre allí, delante de mis ojos.
Cuando pensaba en él, en Maizuru, lo imaginaba ocupando permanentemente un rincón de Kyoto; ahora que vivía en él, no se me aparecía más que cuando lo tenía efectivamente delante de mis ojos. Si dormía dentro del recinto principal era como si el Pabellón hubiese dejado de existir. He aquí por qué, durante el día, iba a cada instante a contemplarlo, lo cual divertía a mis camaradas. Pero aunque le hubiese mirado cien veces: el hecho de encontrarle allí me dejaba maravillado; y cuando regresaba al gran salón pensaba que si me volviese, de repente, para verlo otra vez, su silueta se esfumaría al instante, como la de Eurídice.
Cuando terminé de barrer en torno al Pabellón de Oro, subí hacia la colina que hay detrás del templo, huyendo del sol de la mañana que cada vez iba siendo más duro; luego escalé el sendero que conduce al kiosco Sekikatei. Era antes de la hora en que las puertas se abren al público; no se veía un alma. Una formación de aviones de caza, probablemente de la base de Maizuru, rozaron el techo del Pabellón de Oro y luego desaparecieron dejando tras ellos la opresora estela de su paso.
Había allí detrás, en las colinas, un solitario pantano cubierto de plantas de agua y conocido con el nombre de estanque de Yasutami. Sobre el minúsculo islote central se levantaba una pequeña pagoda de piedra, de cinco pisos, llamada Shirahebizuka. Alrededor, por las mañanas, se llenaba todo con el gorjeo alborotador de los pájaros; sin que pudiera apercibirse un aleteo, el bosque entero murmuraba.
Frente al estanque crecía la hierba del verano en haces espesos. Un cercado la separaba del sendero. Al lado se había tumbado un muchacho con camisa blanca; un rastrillo de bambú estaba apoyado contra un arce enano.
El muchacho se incorporó con un movimiento tan enérgico que pareció taladrar el aire inmóvil y tranquilo de la mañana. Pero al reconocerme dijo: —¡Vaya! ¿Eres tú?
El chico se llamaba Tsurukawa. Nos habíamos conocido la víspera. Sus padres administraban un templo muy rico en los alrededores de Tokyo. También él recibía con profusión el dinero para cubrir sus gastos de estudios, de manutención y personales. Le habían confiado al Templo y al Prior para que tanteara los ejercicios del noviciado. Durante las vacaciones regresó a su casa; había vuelto aquella víspera, más pronto de lo previsto. Hablaba a la perfección la lengua de Tokyo y en octubre debía ingresar en el colegio del Instituto Rinzai, en la misma clase que yo; su manera de hablar, rápida, alegre, me había ya intimidado fuertemente la noche anterior.
Acababa de decir «¡Vaya! ¿Eres tú?» y he aquí que mi lengua se había trabado. Él pareció interpretar mi silencio como una especie de reprobación.
—Ya está bien. No vale la pena limpiar a fondo. De todos modos, los visitantes lo volverán a ensuciar. Además, no viene casi nadie.
Yo solté una risita. Era esta clase de risa involuntaria y sin significación que, en ciertas personas, provocaba una especial simpatía hacia mí. De este modo yo no me sentía totalmente responsable, por lo menos en algún aspecto, de la impresión que producía en los otros.
De una zancada crucé el cercado y me senté junto a Tsurakawa. De nuevo tendido en la hierba, él rodeaba su cabeza con el brazo; un brazo que por bronceado que fuese, resultaba tan blanco por debajo que se transparentaban las venas. El sol de la mañana se filtraba a través de las ramas y salpicaba la hierba de manchas verde pálido. El instinto me dijo que Tsurukawa no amaba el Pabellón de Oro tanto como yo. Porque esta obsesión por el Pabellón de Oro, aun sin yo saberlo, acabé por atribuirla a mi fealdad. —Dicen que tu padre ha muerto...
—Sí.
Tsurukawa movió los ojos con viveza, y, sin disimular aquella pasión juvenil que él daba siempre a sus deducciones, añadió:
—Si quieres tanto el Pabellón de Oro, dime una cosa, ¿no será porque te recuerda a tu padre? ¿Tal vez porque también él lo quería?
Yo estaba bastante satisfecho de constatar que su razonamiento, exacto sólo a medias, no había alterado para nada la impasibilidad de mi rostro. Como un muchacho que se complace en clasificar insectos, Tsurukawa se veía obligado a ordenar con precisión los sentimientos humanos y distribuirlos en ficheros, que de vez en cuando gustaba de consultar para entregarse a alguna experiencia.
—La muerte de tu padre debió de afectarte mucho, ¿verdad? Por eso estás tan melancólico. Fue lo primero que pensé, anoche, cuando te vi.
En vez de buscar alguna réplica a sus palabras, el hecho de que él me encontrara un aire triste tuvo la feliz consecuencia de proporcionarme una especie de seguridad, una cierta libertad de espíritu; y las palabras brotaron de mis labios sin dificultad:
—¿Sabes?, no creas que haya sido muy penoso.
Tsurukawa levantó sus largas pestañas —tan largas que parecían incomodarle— y me miró.
—¿Ah, entonces, detestabas a tu padre? O por lo menos ¿no le amabas?
—No tenía nada contra él... No le detestaba.
—Entonces, ¿por qué no te sientes triste?
—No lo sé.
—¡Esto sí que no lo comprendo!
Tsurukawa, absorbido por su difícil problema, se sentó encogiendo las rodillas.
—En este caso, tú debes haber sufrido algún otro golpe muy duro.
—¡No lo sé, yo no sé realmente nada! —respondí. Y diciendo esto, me preguntaba qué extrañas razones podía yo tener para encontrar tanta satisfacción al sembrar la duda en el espíritu de la gente. En todo caso, para mí no había la menor sombra de duda; el caso era uno de los más claros: ¡mis sentimientos sufrían también una tartamudez! Había siempre un extravío entre ellos y el hecho. Consecuentemente, de un lado estaba la muerte de mi padre, y del otro mi tristeza, claramente separadas, aisladas, sin el menor vínculo entre ellas, sin la menor interferencia. El más insignificante extravío, el más ligero descuido y entonces, inevitablemente, el hecho y mi reacción afectiva se encontraban sin relación ni sentido, lo cual, en mí, es probablemente un estado fundamental. La pena que experimento, cuando llega, me cae encima de repente y sin avisar, del modo más irrazonable; es una pena totalmente independiente de un acontecimiento o de una causa concreta.
Una vez más, yo me encontraba finalmente incapaz de explicar todo esto a mi nuevo amigo sentado frente a mí; y Tsurukawa se echó a reír:
—¡Verdaderamente, eres un tipo la mar de raro!
Su camisa blanca, agitada por la risa, formaba unos pliegues sobre el vientre. El sol que atravesaba las copas de los árboles me penetraba de felicidad. Al igual que la camisa de aquel alegre muchacho, mi vida también tenía pliegues. Pero aquella camisa, por muchos pliegues que tuviera, ¡qué deslumbrante resultaba en medio del sol!... ¿Y yo?... ¿Yo también, tal vez?...
Apartado del mundo, el templo vivía la existencia habitual de los templos Zen. Levantarse todas las mañanas a las cinco, lo más tarde (era el verano). Se le llama a esto «Preludio de la orden». Una vez levantados, declamación de sutras, función matinal: son recitadas tres veces, por lo que se le llama «triple servicio». Después, limpieza del templo y lavado del parquet. Desayuno, denominado «sesión del grano de arroz», durante la cual es leída la sutra especialmente consagrada a esta ocupación. Luego del desayuno, desbroce y limpieza del jardín, recogida de pequeñas ramas y varias labores por el estilo. Después de lo cual, en período escolar, llegaba la hora de ir a clase. Inmediatamente después del regreso, «medicación» o cena. Algunas veces, el Prior nos leía libros sagrados. A las nueve, «Preludio de la almohada», es decir a dormir.
Así era la rutina cotidiana. Todas las mañanas, a lo largo de los corredores, la campanilla agitada por el bonzo encargado de la manutención daba la señal de despertarse.
En un principio, en el templo debió haber unas doce personas. Pero el número de movilizados y de requeridos al trabajo obligatorio había reducido esta cifra —si se exceptúa al conserje—guía, que tenía setenta años, y a la cocinera, con cerca de sesenta— a cinco personas: el intendente, el subintendente y tres novicios. Los viejos, abrumados por el peso de los años, tenían ya un pie en la tumba; nosotros, los más jóvenes, éramos todavía unos niños, El intendente llevaba todo el peso de la contabilidad bajo el nombre de «cargas auxiliares».
Poco después de mi llegada recibí la atribución de llevar el periódico al despacho del Prior («Venerable Deán»). Luego me ocupaba en los trabajos de limpieza de la mañana. Debido a que éramos pocos y al escaso tiempo disponible para barrer las treinta galerías —como mínimo— del templo, resultaba imposible realizar un trabajo a fondo. Yo iba entonces al vestíbulo a recoger el periódico, atravesaba el corredor frente al Salón de Embajadores y doblaba por detrás de la Sala de Huéspedes; aún había que dejar atrás otra galería antes de llegar a la gran biblioteca, donde me esperaba el Venerable Deán. Había que andar por las galerías, mal baldeadas con cubos de agua, como si estuviesen secas y simulando no ver los charcos formados en puntos donde había planchas hundidas, charcos donde llameaba el sol de la mañana y yo remojaba mis pies hasta los tobillos. Era agradable: estábamos en verano. Frente a la puerta corrediza del despacho del Prior, yo me arrodillaba diciendo: «¿Me da usted permiso para pasar?».
Me respondía un gruñido. Antes de entrar secaba prestamente mis pies mojados con las ropas del mismo hábito, un truco cuyo secreto me habían revelado mis compañeros. Mientras me apresuraba a lo largo de las galerías iba echando ojeadas a los grandes titulares del periódico, cuyas tintas olorosas estaban cargadas de inquietantes emanaciones del mundo profano. Podía leer: «¿La capital está condenada a sufrir los ataques aéreos?»
La cosa puede parecer extraña, pero, hasta aquel momento, yo nunca había relacionado entre sí las ideas Pabellón de Oro y ataque aéreo. Después de la caída de Saipan, los ataques aéreos sobre el Hondo eran frecuentes; en Kyoto se apresuraba la evacuación de una parte de la población. Sin embargo, en el fondo de mí mismo, yo no establecía la menor relación entre aquella existencia semieterna llamada Pabellón de Oro y los estragos de los ataques aéreos. Estaba inclinado a creer que el inalterable, indestructible templo y las llamas nacidas de la ciencia conocían perfectamente la heterogeneidad de sus naturalezas y que, si tuvieran que encontrarse, se huirían mutuamente.
Lo cual no excluía que el Pabellón de Oro no tardase, tal vez, a verse reducido a cenizas por las bombas incendiarias.
Tal como iban las cosas, EL PABELLÓN DE ORO MUY PRONTO NO SERÍA MÁS QUE UN MONTÓN DE CENIZAS: ESTO ERA SEGURO.
A partir del momento en que esta idea se instaló en mí, todo lo que había de trágico en la belleza del templo se acrecentó todavía más.
Transcurría una de las últimas tardes del verano, la víspera de la apertura de las clases. El Prior, requerido para un servicio fúnebre, había salido acompañado del subintendente. Tsurukawa me propuso ir con él al cine. Pero al manifestar yo poco entusiasmo ante la idea, él perdió el suyo al instante. Así era Tsurukawa de influenciable.
Disponíamos de algunas horas de libertad. Abandonamos el edificio principal con nuestros pantalones caqui recogidos con bandas en las pantorrillas, en la cabeza la gorra de los alumnos de Rinzai. Era la hora más calurosa del día; no había ni un visitante.
—¿Adonde vamos?
Respondí que, dondequiera que fuésemos, yo quería antes llenar mis ojos con la imagen del Pabellón de Oro, «porque a partir de mañana ya no podremos verlo más a esta hora del día, y porque además, cuando estemos en la fábrica podría ocurrir que fuese reducido a cenizas por los aviones». Conseguí explicar esto bien que mal y tartamudeando mucho, mientras Tsurukawa me escuchaba con una expresión de estupor y de irritación.
Estas pocas palabras habían bastado para que el sudor empezara a resbalar sobre mi rostro, como si hubiese proferido alguna infamia. Tsurukawa era la única persona a la cual yo osaba hacer partícipe de mi pasión por el Pabellón de Oro. No obstante, mientras me escuchaba, en su cara podía leerse el enervamiento que yo encontraba siempre en cualquiera que se veía obligado a hacer heroicos esfuerzos para comprender alguna cosa en medio de mis balbuceos.
He aquí la clase de rostros que me contrarían. Que confíe un secreto importante, que tome un testigo de mi estremecimiento y mi trastorno frente a la Belleza, que exponga mis entrañas en pleno día, me tropiezo siempre con rostros semejantes. Y ésta no es la expresión que la gente exhibe de ordinario. Con una confusa fidelidad, imitan exactamente mi cómica excitación y se convierten para mí en terroríficos espejos. En estos momentos, el más hermoso rostro llega a ser tan feo como el mío; apenas me he dado cuenta de ello, la importante cosa que yo quería expresar pierde todo su sentido, quedándose con el simple valor de un accidente inopinado...
Entre Tsurukawa y yo caían rectos los rayos de un sol de plomo. Con su rostro joven, sudoroso, reluciente, las pestañas lanzando bajo el sol una diminuta llama de oro, las aletas de la nariz dilatadas por el calor húmedo, Tsurukawa aguardaba a que yo terminara de hablar.
Apenas terminé, me puse colérico. Desde que nos conocíamos, Tsurukawa no había intentado ni una sola vez bromear a costa de mi tartamudez. Yo le preguntaba a menudo el porqué. Frente a las pruebas de simpatía sin efecto —como ya en otras ocasiones he explicado— prefiero de lejos la burla y el insulto.
Una sonrisa de inefable gentileza cruzó por el rostro de Tsurukawa.
—Yo soy de los que no prestan atención a esta clase de cosas —dijo.
Me estaba volviendo estúpido. Educado en el rudo ambiente campesino, yo desconocía este estilo de cortesía. La de Tsurukawa me descubría que, suprimida mi tartamudez, yo no podía ya seguir siendo el mismo. Entonces saboreaba plenamente el placer de haber sido, en cierto modo, puesto al desnudo. Los ojos de Tsurukawa, con sus ribetes de largas pestañas, filtraban y expulsaban mi tartamudez para acoger solamente mi yo más puro. Hasta aquel momento, yo había creído de un modo extravagante que el desprecio que provocaba mi tartamudez llevaba en sí mismo el hundimiento de esta existencia llamada Yo.
...Me sentía sosegado y feliz. No tiene nada de extraordinario el que no haya podido jamás olvidar el Pabellón de Oro tal como lo vi entonces. Pasando frente al viejo conserje, que estaba descabezando un sueño, enfilamos rápidamente el desierto sendero que bordea a lo largo del muro y entonces descubrimos al Pabellón de frente.
Veo la escena otra vez como si estuviese en ella. Permanecimos allí sentados, los dos, al borde del estanque, espalda contra espalda, con nuestras camisas blancas y nuestras bandas ceñidas a las piernas; y enfrente, separado de nosotros por nada, se levantaba el Pabellón de Oro.
Ultimo verano... Ultimas vacaciones de verano... Ultimo día de vacaciones...
Nuestra juventud se tenía en pie al borde de algo vertiginoso. Y el Pabellón de Oro también, de pie sobre la misma arista, nos miraba, nos hablaba: de tal modo el temor de las bombas nos había unido a él, y él a nosotros. En el profundo silencio, el sol de aquel fin de verano se pegaba a las hojas doradas sobre las techumbres, mientras la luz, derramándose vertical, dejaba lleno de sombras nocturnas el interior del edificio principal. Hasta el presente, la idea de que el Pabellón era algo imperecedero me abrumaba, levantando un obstáculo entre él y yo; pero él estaba destinado también a ser incendiado por las bombas, y esto unía singularmente su suerte a la nuestra. Tal vez sería el primero en caer destruido... Por todo ello, me parecía que su vida era semejante a la nuestra.
A su alrededor, las colinas cubiertas de rojizos pinos dormitaban sumergidas en la voz de las cigarras —como si una multitud de invisibles bonzos recitara la fórmula para la Extinción de las Calamidades: «Gya Gya. Gyaki Gyaki. Un nun. Shtfura Shifura. Harashifum Harashifura...»
Así pues, no pasaría mucho tiempo sin que esta belleza quedara reducida a cenizas. A fuerza de pensarlo, como una imagen calcada que recubre exactamente la original, vine a dar con el verdadero Pabellón de Oro, recubierto en sus más pequeños detalles por aquel otro de mis sueños: mi techo sobre el verdadero techo, mi pabellón de pesca por encima del estanque, mi primer piso de curvada rampa y mi segundo piso de aberturas minuciosamente labradas, todo sobre lo real. El Pabellón de Oro dejó de ser una construcción inmóvil. Se metamorfoseó, por así decirlo, en símbolo de la desaparición del mundo fenomenal. Por este proceso, el Pabellón de Oro de la realidad se convertía en una obra cuya belleza no desmerecía en nada de la de aquel de mis sueños... Mañana, tal vez, el fuego se abatiría sobre él desde las alturas del cielo, reduciría a cenizas sus esbeltas columnas, sus elegantes techumbres curvadas, que nuestros ojos jamás volverían a ver. Pero de momento estaba allí, delante de nosotros, fina silueta, con una serenidad perfecta en medio de la luz llameante del verano.
Por encima de las aristas de las colinas se elevaban vertiginosamente solemnes nubes de verano, parecidas a las que yo había visto con el rabillo del ojo en el entierro de mi padre, mientras leíamos la oración de los muertos. Saturadas de luz, las nubes contemplaban desde su altura aquellas graciosas estructuras. El implacable sol borraba los detalles del conjunto; tal como se nos ofrecía, envolviendo su interior oscuridad fresca, el Pabellón de Oro parecía rechazar con la sola ayuda de sus contornos cargados de misterio el resplandeciente universo de su alrededor. Solamente el Fénix, como para evitar los efectos de una insolación, se aferraba a su pedestal con todas las fuerzas de sus afiladas garras.
Tsurukawa, que ya empezaba a estar harto de mi interminable contemplación, recogió un guijarro y, con la soltura soberana de un lanzador de pelota—base, la envió al estanque, justo en medio del reflejo. El círculo de ondas se propagó a través de las plantas de agua, y al instante, el delicado y bello conjunto se quebró y desapareció...
De aquel día hasta el fin de la guerra transcurrió un año, en el curso del cual, mi intimidad con el Pabellón de Oro se acentuó mucho más e hizo que viviese por su seguridad y totalmente abismado en su magnificencia. Este fue el período durante el cual, presumiendo haberlo colocado a mi nivel, tuve ocasión —al abrigo de este postulado— de amarlo entrañablemente y sin la menor sombra de temor. No sospechaba todavía su maligna influencia ni el efecto de su veneno. El hecho de que los dos estuviésemos en este mundo expuestos a los mismos peligros me daba ánimos. En ello había encontrado el eslabón intermediario entre su belleza y yo; tenía el sentimiento de que entre yo y el objeto que parecía rechazarme, dejarme de lado, acababa de ser tendido un puente.
La idea de que la llama que acabaría conmigo acabaría también con el Pabellón de Oro, me producía casi una embriaguez. Con los mismos desastres, las mismas llamas de infortunio suspendidas sobre nuestras cabezas, habitábamos universos con las mismas dimensiones. Como mi mezquina y frágil encarnadura, la del Pabellón de Oro, por muy recia que fuese, no era en definitiva más que carbón combustible. Esto me llevaba a veces a juzgar posible la huida lejos de allí, llevándomelo disimulado entre mi propia carne o mis tejidos, como un ladrón que escapa después de haberse tragado una joya de gran valor.
Nótese que aquel año ya no aprendí una sola oración ni leí un solo libro; que día tras día y desde la mañana hasta la noche fui absorbido por la educación moral, la formación del soldado, la preparación militar, el trabajo obligatorio en la fábrica, ejercicios de evacuación, etc. Esto no hizo sino favorecer mi natural delirio: la guerra aumenta ese extravío que me separa de la vida. La guerra, para nosotros, adolescentes, era una experiencia llena de confusión y vacía de realidad, un sueño, una especie de lazareto en el cual permanecíamos desconectados con la vida y el sentido que ésta podía tener.
Desde los primeros bombardeos sobre Tokyo efectuados por los B—29, en noviembre de 1944, en la ciudad se vivía constantemente bajo el temor de un nuevo ataque aéreo. Mi sueño secreto llegó a ser que la ciudad entera fuese presa de las llamas. La vieja capital se vanagloriaba demasiado de guardar intactas sus antiguas cosas; santuarios y templos habían perdido ya el recuerdo de aquellas cenizas incandescentes que les dieron vida. Cuando evocaba la extensión del desastre causado por las agitaciones de Ojin, me decía que Kyoto, olvidadiza durante demasiado tiempo de los incendios de la guerra y la alarma, había perdido de un solo golpe parte de su belleza.
Sí, lo más probable era que mañana el Pabellón de Oro ardería; que sus formas que llenaban el espacio se esfumarían... Entonces, el fénix de su techo reviviría y emprendería un nuevo vuelo, como el inmortal y legendario pájaro. Y la maravilla, no ha mucho prisionera de su forma, se convertiría en pura ligereza, rompería sus amarras y en todas partes manifestaría su presencia, sobre las aguas de los lagos, sobre el oleaje sombrío de los mares, arrojando dulces claridades al azar de sus derivas...
Yo esperaba, esperaba, y Kyoto no recibía la visita de los aviones. El 9 de marzo del año siguiente, se supo que el centro comercial de Kyoto estaba en llamas. Pero el desastre ocurría lejos, y sobre las alturas de Kyoto había el límpido cielo de una precoz primavera. Desesperado, yo probaba a convencerme de que aquel cielo de primavera, como un cristal cegado por el sol que no permite ver lo que hay detrás, disimulaba en su profundidad el fuego de la devastación. Ya he dicho antes hasta qué punto yo estaba falto de solicitud humana. Ni la muerte de mi padre, ni el dolor de mi madre habían afectado seriamente mi vida interior. Yo soñaba con una formidable prensa, una máquina portadora de desastres, de espantosos cataclismos, de tragedias por encima de la escala humana, y que desde las alturas del cielo nivelaría con un aplastamiento universal a criaturas y objetos, sin atención a su belleza o a su fealdad. A veces, el insólito esplendor del cielo primaveral me evocaba el frío reflejo del filo de un hacha gigantesca, capaz de cubrir la tierra. Y esperaba que el hacha se abatiese —como un relámpago, tan repentinamente que no diese siquiera tiempo a pensarlo.
Hay algo que todavía hoy me parece curioso. Nunca, hasta aquel momento, me había visto perseguido por ideas tenebrosas. Lo único que me interesaba, mi único problema, era la Belleza. Pero no creo que haya sido la guerra la que me ha inculcado tales ideas. Cuando se concentra el espíritu sobre la Belleza, uno cae sin darse cuenta sobre lo más negro que hay en el mundo en materia de ideas tenebrosas. Supongo que los hombres están hechos así.
Me acuerdo de un suceso que se produjo en Kyoto hacia el final de la guerra. Es algo increíble; sin embargo, yo no fui el único testigo: Tsurukawa se encontraba conmigo.
Un día que nos habíamos quedado sin electricidad, fuimos juntos al templo Nanzenji; era la primera vez que lo visitábamos. Atravesando el paseo para vehículos, enfilamos la pasarela de madera que une a la rampa del tobogán.
Era un día muy claro del mes de mayo. El tobogán no funcionaba y el óxido cubría los raíles por los cuales las barcas remontaban la pendiente y que ahora desaparecían casi bajo la hierba. Flores blancas en forma de pequeñas cruces se removían bajo la brisa. Hasta el pie de la pendiente llegaba un agua sucia y estancada, donde hundía su sombra una hilera de cerezos.
Desde la pasarela, dejamos vagar distraídas miradas sobre las aguas. Entre todos mis recuerdos del tiempo de la guerra, estos breves minutos de abandono son los que me han dejado una impresión más viva. Los vuelvo a encontrar ahora desparramados, estos instantes de breve distracción, como pedazos de cielo azul entre las nubes... Y me sorprende revivir este momento sobre la pasarela con tanta nitidez, como un recuerdo de punzante voluptuosidad.
«Está bien, ¿eh?», dije sonriendo, sin pensar en nada concreto. Tsurukawa asintió con un gruñido me miró, sonriendo a su vez. Los dos experimentábamos el vivo sentimiento de que aquellas horas nos pertenecían por completo.
Al borde del largo paseo de grava se deslizaba una zanja de agua viva, donde unas magníficas algas se doblaban al capricho de la corriente. Muy pronto la famosa «Puerta Monumental» nos cerró el camino y la vista del paisaje.
Ni un alma habitaba el interior del templo. Sobre el nuevo verdor de la fronda resaltaba el esplendor de las tejas de la pagoda, semejantes a gigantescos libros inclinados que mostraran solamente sus lomos color de plata vieja. Realmente, ¿qué sentido podía tener la guerra en un momento como aquél? En ciertos lugares, en ciertos momentos, la guerra se me antojaba un extraño fenómeno físico que sólo existía dentro de la conciencia humana. Fue tal vez desde lo alto de esta puerta que, tiempo atrás, con un pie sobre el petril, el ladrón Ishikawa Goémon había contemplado las flores de los cerezos extendiéndose bajo él hasta perderse de vista. Nos sentíamos llenos de un espíritu infantil, y aunque en aquella época los cerezos no tenían sino hojas, quisimos contemplar el paisaje del mismo modo que lo había hecho Goémon. Abonamos el derecho a entrar —un precio módico— y subimos por la empinada escalera de madera ennegrecida. En la última plataforma, Tsurukawa se dio un golpe en la cabeza con el techo, que era muy bajo. Yo me eché a reír, pero muy pronto me golpeé yo también. Dimos todavía otra vuelta, luego seguimos subiendo y por fin desembocamos en lo alto.
El sentirnos de repente al aire libre, frente a aquel inmenso panorama, saliendo de una escalera angosta como una madriguera, nos comunicó una fuerte y agradable tensión. Permanecimos un momento contemplando el follaje de los cerezos y de los pinos, el parque del templo Heian tortuosamente extendido a lo lejos, detrás de la hilera de casas, y, más allá de la aglomeración urbana, el círculo de colinas bañadas por la bruma, Arashiyama, y más al norte Kibune, Minoura, Kompira... Después de haber llenado nuestros ojos con aquel paisaje, nos despojamos de los zapatos para entrar, llenos de respeto, como verdaderos novicios, en el templo. Era una sala oscura, con el suelo cubierto por veinticuatro esteras de paja. En el centro, una estatua de Shakya-Muni; las pupilas de oro de los dieciséis discípulos del Maestro brillaban en la sombra. Estábamos en la «Torre de los Cinco Fénix».
El Nanzenji pertenecía a la misma secta Rinzai que el Pabellón de Oro; sin embargo,
este último estaba afiliado a la escuela Sokokuji, mientras que el otro lo estaba a la casamadre de la escuela Nanzenji. En otros términos: estábamos en un templo de la misma secta que el nuestro, pero de una escuela diferente. Mientras tanto, como dos simples colegiales, con nuestro vademécum en la mano, paseábamos la mirada por las pinturas del techo, cuyos sorprendentes colores son atribuidos al pincel de Tanyu Morinobu de la escuela de Kano, y a Hogen Tokuetsu de la escuela de Tosa. Se veía a un lado un vuelo de ángeles tocando la flauta y el viwa. Además, presentando en su pico una peonía, batía sus alas un Kalavinka: el melodioso pájaro que según se dice vive en la India, en la «Montaña de las Nieves», y que tiene busto de mujer. Y luego, justo en medio del techo, un fénix, hermano del augusto pájaro de oro posado en la cima de nuestro templo y sin embargo muy diferente de él, por su semejanza con un suntuoso arco iris.
Nos arrodillamos frente a la estatua de Shakya-Muni y juntamos devotamente las manos. Nos costó un esfuerzo abandonar el mirador. Nos apoyamos en la rampa de la escalera por la cual habíamos subido, en la parte sur. Yo tenía la impresión de vislumbrar en alguna parte una espléndida y delicada espiral de colores, prolongación sin duda de las deslumbrantes tonalidades que acababa de ver en las pinturas del techo. Aquella acumulación de ricos colores era algo así como si el pájaro Kalavinka estuviese escondido por allí, entre las ramas de los pinos o las hojas nuevas, y dejase entrever fugazmente una parte de sus suntuosas alas.
Pero no se trataba de eso. Debajo de nosotros, al otro lado del camino, se hallaba la ermita de Tenju. Un sendero de losas cuadradas cuyos ángulos se tocaban corría sinuoso a través de un jardín con plantas muy simples, árboles bajos y apacibles, y conducía a una amplia pieza cuyas grandes puertas corredizas estaban abiertas. Se podía ver todo el interior, la alcoba, el aparador, los estantes. Allí debían ofrecer a menudo el té a huéspedes de categoría, o alquilar la casa para la ceremonia del té; una hermosa alfombra roja cubría el suelo. Había una mujer joven sentada. Y aquella confusión de brillantes colores que mis ojos habían captado, era ella.
Durante la guerra era casi imposible encontrarse con una mujer en kimono de largas mangas, una mujer espléndida como aquélla. Aparecer vestida así significaba correr el riesgo de sufrir durísima censura y de verse obligada a retirarse. ¡Tan suntuoso era su vestido! Yo no llegaba a percibir los detalles, pero sobre un fondo azul pálido había una variedad de flores pintadas y bordadas, y centelleaban los hilos de oro de la cintura: habría podido decirse, forzando un poco la imagen, que aquel vestido desprendía una luz en torno a ella. Viéndola así, impecablemente sentada, su blanco perfil esculpido en relieve, se tenía la duda de si aquella joven mujer estaba realmente viva. Tartamudeando abominablemente, dije:
—¿Está viva o no?
—Yo también me lo pregunto. Parece una muñeca —respondió Tsurukawa, el cual, pegado a la balaustrada, no le quitaba el ojo.
En aquel momento, en el fondo de la pieza, apareció un joven oficial vestido de uniforme. Después de los saludos conforme a la más estricta etiqueta, se sentó frente a ella, a cierta distancia. Los dos permanecieron un momento sentados frente a frente, muy quietos.
La mujer se levantó y desapareció silenciosamente en la sombra del corredor. Regresó unos instantes más tarde, ofreciendo ceremoniosamente una taza de té. Una suave brisa movía sus amplias y largas mangas. Se arrodilló frente al hombre y le presentó el té. Una vez cumplidas estas normas de cortesía, regresó a su sitio y se sentó. El hombre dijo alguna cosa, pero no tocó todavía el té. Estos minutos me parecieron extrañamente largos, tensos. La mujer inclinó con toda deferencia una frente llena de sumisión.
Fue entonces cuando se produjo lo increíble. Sin cambiar lo más mínimo su postura perfectamente protocolaria, la mujer, de pronto, abrió el escote de su kimono. Mi oído casi percibió el crujido de la seda frotando el rígido revés del cinturón. Dos pechos de nieve aparecieron. Yo retuve mi aliento. Ella tomó en sus manos uno de los blancos y opulentos senos y me pareció ver que empezaba a oprimirlo. Arrodillado frente a la mujer, el oficial alargó la taza, de un profundo color negro.
Sin que pretenda, en rigor, haberlo visto, sí tuve por lo menos la sensación inmediata —como si todo ocurriese allí mismo, delante de mis ojos— de una leche blanca y tibia que caía sobre el té, donde una espuma verdosa llenaba la taza, fundiéndose en seguida y no dejando más que unas pequeñas manchas en la superficie tranquila del brebaje. El hombre levantó la taza y bebió hasta la última gota de aquel extraño té. La mujer reintegró sus senos dentro del kimono.
Nosotros, inmóviles, fascinados, no podíamos dejar de mirarles. Más tarde, al pensar en ello con más sosiego, supusimos que debió tratarse de la ceremonia del adiós entre un oficial que partía al frente y una. mujer que le había dado un hijo. Sin embargo, por el momento nos hallábamos demasiado impresionados para encontrar una explicación cualquiera. Tan tensas estaban nuestras miradas, que pasó un rato antes de que nos diésemos cuenta de que la pareja había desaparecido del apartamento, donde no quedaba más que la alfombra roja.
Aquel perfil blanco y nítido... Aquellos senos, incomparables Esfumada ya la mujer, una idea me obsesionó durante el resto del día, y durante todo el día siguiente, y el otro: la idea de que aquella mujer no podía ser otra que Uiko resucitada.


CAPÍTULO III
Llegó el aniversario de la muerte de mi padre. Mi madre tuvo una extraña ocurrencia: puesto que el trabajo obligatorio me impedía volver a mi país, ella decidió subir hasta Kyoto y pedirle al padre Dósen que rezara siquiera unas pocas oraciones frente a la tablilla funeraria de su viejo amigo. Como no tenía dinero, naturalmente, había escrito al sacerdote acogiéndose a su espíritu caritativo. El padre Dósen accedió a su petición y luego me informó de ello.
La noticia me fastidió. Si 70, hasta este momento, he evitado hablar de mi madre, es que había una razón: no me gusta mucho hablar de ella.
Había una cosa respecto a la cual jamás le había dirigido a ella una sola palabra de reproche, jamás le hice la menor alusión. Incluso es probable que ella nunca se apercibiera de que yo estaba al corriente. Sin embargo, desde el fondo de mi corazón, yo no la perdoné.
Ocurrió durante las primeras vacaciones de verano que siguieron a mi entrada en el colegio de Maizuru y el traslado a casa de mi tío. Era la primera vez que volvía a mi casa. Un pariente de mi madre, llamado Kurai, con negocios en Osaka que habían quebrado, había regresado a Nariu: su mujer, una rica heredera, ya no quería saber nada de él en su casa, lo cual le había a él obligado a pedir asilo a mi padre en espera de que las cosas se arreglaran.
Nosotros, en el templo, disponíamos de pocos mosquiteros. Fue un milagro que mi padre no nos contagiara su enfermedad a mí y a mi madre, puesto que dormíamos los tres bajo el mismo mosquitero. Ahora, con Kurai, éramos cuatro. Un atardecer —avanzada ya la noche de verano—, recuerdo que una cigarra lanzó varias veces su nota estridente mientras volaba por entre los árboles del jardín. Tal vez fue ella la que me despertó. Se oía la poderosa voz de la marea. Cerca de las esteras, la brisa agitaba los bordes verde pálido del mosquitero. Pero había algo de insólito en aquella especie de balanceo que animaba al mosquitero.
Hinchado primero por el viento, dejaba que se filtrara a través de las mallas y luego se agitaba con una especie de repugnancia; de tal suerte que, lejos de aceptar los soplos, los rechazaba reduciendo su fuerza a la nada. Se percibía, semejante a un rumor de cañas de bambú enanas, un frotamiento sobre la faja de las esteras: los cierres del mosquitero; pero también un movimiento que, sin provenir del viento, se le comunicaba; un movimiento más sutil que el de la brisa; un movimiento que se propagaba en pequeñas oleadas por toda la tela y que sacudía espasmódicamente el tosco tejido, haciendo aparecer el interior del mosquitero como la superficie de un lago encolerizado. ¿Era tal vez la cresta, llegada hasta nosotros, de una ola levantada a lo lejos, en el lago, por un navío? ¿O un último reflejo en el horizonte, en la estela de un navío ya desaparecido?
Con aprensión, volví los ojos hacia el lugar donde nacía este movimiento. Y entonces fue como si dos alfileres traspasaran mis pupilas abiertas de par en par.
Bajo el mosquitero demasiado pequeño para cuatro, yo estaba acostado al lado de mi padre; pero, sin darme cuenta, al ladearme sobre un costado, debía haberle apartado hacia un ángulo. De modo que entre yo y la cosa que estaba viendo había un gran espacio labrado de blancos pliegues; y el aliento de mi padre, hecho un ovillo detrás de mí, me golpeaba de lleno la nuca.
Lo que me hizo pensar que también él estaba desvelado, fue el ritmo a sacudidas, irregular, que los esfuerzos que hacía para no toser imprimían a su respiración. De repente, frente a mis ojos de trece años, cayó un extenso y tibio velo que me cegó; lo comprendí en seguida: eran las manos de mi padre; desde atrás, había extendido los brazos para taparme la vista.
Todavía hoy siento el contacto de aquellas manos. Manos indeciblemente anchas. Manos que, llegando desde atrás, habían rodeado mis hombros y cubierto en un segundo la visión infernal que yo tenía ante mis ojos. Manos de otro mundo. Manos que, ya fuese por ternura, por compasión o por vergüenza —no lo sé exactamente—, en un instante me habían separado de aquel mundo de pesadilla frente al cual me encontraba y lo habían sepultado en las sombras de la noche.
Meneé ligeramente la cabeza. Al instante, mi padre adivinó que yo le había comprendido, que estaba de acuerdo: retiró sus manos. Y yo, obedeciendo a su mandato, incluso después que las hubo retirado, sin poder dormir hasta que la claridad del alba forzó mis párpados, mantuve obstinadamente los ojos cerrados.
Que no se olvide, por favor, que años más tarde, cuando la muerte de mi padre, en su entierro, no derramé ni una sola lágrima; tan ávido estaba de contemplar los rasgos del cadáver. No se olvide tampoco que por el hecho de que, al hacer caer esta muerte las trabas que las manos de mi padre me habían puesto, yo pasaba automáticamente, gracias a una ardiente contemplación de aquel rostro muerto, a ser dueño de mi propia existencia. Así, no me olvidé de tomar justas represalias respecto a aquellas manos que para mí representaban eso que la gente llama ternura; pero, en relación con mi madre —aunque no le perdonaba aquella escena cuyo recuerdo me perseguía—, nunca estuvo en mi ánimo tomar venganza.
...Se había convenido que ella llegaría al templo la víspera de la ceremonia fúnebre y que pasaría la noche allí. El Prior, por su parte, había escrito al colegio para que me permitieran ausentarme aquel día.
El trabajo obligatorio nos permitía acudir a la fábrica por la mañana y no regresar hasta la noche. La víspera de la ceremonia del aniversario, la idea de regresar al templo me pareció abrumadora.
Tsurukawa, que tenía un alma límpida y cándida, se alegró por mí ante el hecho de que, después de tanto tiempo, yo pudiese volver a ver a mi madre; los demás camaradas estaban llenos de curiosidad. Yo estaba resentido por tener una madre tan pobre y maltrecha. ¿Cómo hacerle comprender al bueno de Tsurukawa que yo no tenía ningunas ganas de verla? Mi impotencia era un suplicio. Para colmo, no bien hubo terminado el trabajo en la fábrica, Tsurukawa me cogió del brazo y me dijo: «¡De prisa! ¡Vámonos al templo en seguida!».
Sería excesivo pretender, sin embargo, que no hubiese en mí traza alguna de deseo de ver a mi madre. No es que yo estuviese para con ella desprovisto de todo sentimiento. Sencillamente, creo que lo que no me gustaba era encontrarme brutalmente en presencia de una maternal ternura expuesta sin discreción ninguna, y que yo intentaba lo mejor posible justificar de diversas maneras este sentimiento de desagrado. Aquí aparecía lo que hay de malo en mi carácter. Puesto que si no hay nada tan legítimo como el justificar diversamente un sentimiento honesto, ocurre también que las mil razones elaboradas por mi mente me obligan a experimentar sentimientos que me sorprenden a mí más que a nadie; sentimientos que originariamente no son míos. Sólo en mi aversión hay alguna autenticidad. Porque aversión es lo que ya de por sí inspira mi persona.
—No vale la pena correr —dije yo—, es reventador. Vayamos despacio.
—¡Ya veo! Tú quieres hacerte el niño mimado y enternecer a tu madre con tu aire aperreado.
He aquí cómo Tsurukawa interpretaba siempre mi pensamiento: concluyendo con un enorme contrasentido. Pero me irritaba tan poco que llegó a hacérseme indispensable. Era un intérprete realmente movido de las mejores intenciones, un amigo irremplazable que me rendía el gran servicio de traducir mi propio lenguaje al lenguaje a nivel de este bajo mundo.
Sí, Tsurukawa me hacía pensar a veces en un alquimista capaz de transformar el plomo en oro. ¡Cuántas veces pude constatar con sorpresa hasta qué punto mis pensamientos más enfangados, una vez pasados por el filtro de su alma, aparecían transparentes y llenos de fulgor! Consciente de mi tartamudez, yo estaba ahí, dudando; y Tsurukawa se apoderaba de mis pensamientos, de mis impresiones, las transformaba y las transmitía al mundo exterior. Por grande que fuese mi sorpresa, por lo menos aquello me enseñaba que en materia de sentimientos nada hay aquí abajo que separe a los mejores de los peores; que los efectos son idénticos, que no existe ninguna diferencia visible entre una intención criminal y un movimiento de compasión. Habría sido inútil que yo hubiese podido emplear todo mi vocabulario, Tsurukawa tampoco hubiese llegado jamás a comprenderme. Lo cual no impide que para mí continuara siendo un terrible descubrimiento. Y si había llegado hasta el punto de tener que hacer el hipócrita con Tsurukawa, era porque para mí la hipocresía no implicaba ya más que una relativa culpabilidad.
En Kyoto yo no había sufrido ningún bombardeo, pero un día que me habían mandado a la fábrica central de Osaka a encargar unas piezas para aviones, fui testigo de un ataque aéreo y vi transportar en una camilla a un obrero con las entrañas al aire.
¿Qué es lo que resulta tan repugnante en las entrañas de un hombre expuestas al aire? ¿Por qué la visión del interior de un ser humano hace retroceder de horror y taparse los ojos? ¿Por qué el espectáculo de la sangre derramada produce un trastorno? ¿Por qué han de ser tan feas las vísceras...? ¿Es que no hay una relación de naturaleza entre ello y una piel joven, hermosa, rosada? ¡Qué cara habría puesto Tsurukawa si le hubiese dicho que era a él a quien debía aquella manera de pensar, una manera de pensar que me parecía reducir mi propia fealdad a cero! ¿Qué hay de inhumano en considerar al hombre con su corteza y su médula, sin hacer distinción entre lo de fuera y lo de dentro —como se hace con las rosas? ¡Ah, si solamente se pudiera mostrar el anverso del espíritu y de la carne, darle la vuelta delicadamente como hacen los pétalos de la rosa y exponerlos al sol y a la brisa de la primavera...!
...Mi madre ya estaba allí, conversando con el Prior en el despacho del Venerable Deán. Tsurukawa y yo, de rodillas en un extremo de la galería bañada por la luz del poniente, anunciamos nuestra llegada.
Sólo yo fui invitado a entrar, y cuando estuve ante mi madre el Prior dijo: —He aquí un muchacho que cumple con su deber—. Sin mirar, o mirando apenas, en dirección a mi madre, yo permanecí con la frente inclinada. Veía sus dedos sucios colgando juntos sobre las rodillas de sus pantalones bombachos, de un azul deslucido por múltiples coladas.
El prior nos invitó a retirarnos a nuestras habitaciones. Salimos del despacho después de numerosas muestras de cortesía según el uso. Mi dormitorio, sobre el ángulo sur de la pequeña biblioteca, era una reducida pieza con cinco esteras que daba a un patio.
Apenas hubimos entrado, mi madre se echó a llorar. Me lo esperaba y por eso sus lágrimas me dejaron en la más absoluta indiferencia.
—Es el Rokuonji el que me ha tomado ahora a su cargo —le dije—. Por eso yo quiero que no vuelvas a verme antes de que termine mi noviciado.
—Comprendo, comprendo —murmuró ella.
Estaba contento por haber hallado palabras tan duras para recibir a mi madre. Pero mi ausencia absoluta de reacción, de resistencia, de todo cuanto la hizo la mujer que fue, me sacaba de quicio. Al mismo tiempo, la simple posibilidad de que ella pudiese forzar la puerta de mi vida interior y penetrar mi pensamiento me asustaba.
Tenía un rostro quemado por el sol, con pequeños ojos hundidos y llenos de astucia; labios de un rojo bermejo que parecían vivir por sí solos una vida propia; la doble hilera de sus dientes era dura y sólida como en las gentes del campo. Estaba en esa edad que, de ser una mujer de la ciudad, habría podido, sin temor al ridículo, ponerse una espesa capa de afeites; pero resultaba imposible afearse más de lo que ella se había afeado. Y en medio de todo ello, yo percibía en alguna parte la presencia de un tufillo carnal, como un poso de sedimentos. Lo cual me horrorizaba.
Ya no estábamos frente al Prior, mi madre había dado fin a su pequeña crisis de llanto, se sentía aliviada. Ahora se desnudaba el torso moreno y empezó a secarse el sudor con una toalla de racionamiento. El tejido, compuesto de pequeñas fibras, relucía como un pelaje y al impregnarse de sudor aún relucía más.
Luego extrajo arroz de su talega:
—Es para el Venerable Deán— dijo. Yo no respondí nada.
Luego sacó la tablilla funeraria de mi padre, envuelta cuidadosamente con un viejo trozo de filadiz gris, y la dejó en el estante de mis libros.
—Y bien, estoy muy contenta —dijo—; y tu padre también será muy feliz al ver que el Prior celebra un funeral por su alma.
—Después de la ceremonia, ¿volverás a Nariu?
Me respondió que había ya cedido nuestros derechos sobre el templo, vendido el pequeño terreno, liquidado todas las deudas del médico y farmacéutico, y que, como ahora había quedado sola, acababa de tomar las disposiciones para venir a vivir a Kasagun en casa de un tío, en las afueras de Kyoto. Yo no salía de mi asombro. ¡De modo que todo había terminado! ¡Terminado mi temor de volver un día al templo! ¡Por fin! ¡Adiós a la aldea de la colina desierta!
¿Cómo interpretó mi madre la expresión de alivio que sin duda apareció en mi rostro? Lo ignoro. Sea como fuere, inclinándose a mi oído, me dijo:
—¡Ya ves! ¡Se acabó el templo! Ya no te queda más que una cosa que hacer: llegar a Prior del Pabellón de Oro. Hazte querer por el padre, de modo que más tarde puedas sucederle, ¿eh? ¡A partir de ahora, ya sólo viviré con la alegría de ver cómo lo consigues!
Aturdido, volví el rostro hacia mi madre; pero el terror era tan inmenso que no pude mirarla de frente.
Las sombras de la noche invadían ya la habitación. Como para hablarme al oído se había inclinado, el olor a sudor de mi «tierna madre» había quedado flotando en el aire. Recuerdo que entonces la vi reírse.
Lejanas reminiscencias de los tiempos en que yo mamaba, visiones remotas de pezones morenos..., toda clase de imágenes —¡y cuan desagradables!— daban vueltas en mi cabeza. La abyecta sugestión de mi madre como la fea y mezquina llama de un fuego de hierbajos, contenía una especie de violencia física que me parecía ser la causa de mi espanto... Mientras sus greñas rozaban mi mejilla, percibí en la penumbra del patio una libélula posada sobre el borde musgoso de la alberca. El cielo nocturno caía sobre el pequeño pilón redondo. El silencio lo invadía todo: el Rokuonji, a aquella hora, parecía un templo abandonado.
Finalmente, fijé los ojos en mi madre. En las comisuras de sus labios suaves y lisos había una sonrisa que descubría sus dientes de oro. Tartamudeando espantosamente, le respondí:
—Seguro; pero lo único que sé es que me van a movilizar y que es muy probable que no vuelva.
—Pero bueno —dijo ella—, si aceptan tartamudos como tú, entonces es que al Japón le queda muy poca vida.
Yo permanecí inmóvil, con la nuca crispada, aborreciendo a mi madre. Las palabras que se salvaron en medio del tartamudeo fueron un mero soslayar la cuestión:
—Un ataque aéreo y el Pabellón de Oro puede quedar destruido.
—Ya veremos. No hay la menor posibilidad de que Kyoto sea bombardeada. A juzgar por como van las cosas, es muy poco probable que los americanos la toquen.
Nada respondí. El patio, inundado de sombras, adquiría un color de profundidades marinas, donde los bloques de piedra parecían sumergirse en una furiosa lucha cuerpo a cuerpo.
Sin tener en cuenta mi silencio para nada, mi madre se levantó, clavó descaradamente los ojos en la puerta de la pequeña habitación y dijo:
—¿Todavía no es la hora de cenar?
Cuando, más adelante, volví a pensar en este encuentro, pude constatar que había influido considerablemente en mí. Puesto que si aquel fue el día en que me di cuenta de que mi madre vivía en un universo que nada tenía que ver con el mío, fue también a partir de ahí que su modo de ver las cosas ha ejercido una poderosa acción sobre mí.
Mi madre pertenecía a estas personas para las cuales la belleza del Pabellón de Oro no tenía ningún sentido: poseía, en cambio, algo que yo nunca había tenido: el sentido de la realidad. Para ella, un ataque aéreo sobre Kyoto era algo poco probable; y el caso es que, pese a todo cuanto mi imaginación llegó a bordar sobre este tema, ella era probablemente quien tenía razón. Pero, entonces, si no existía riesgo de que el Pabellón de Oro fuese bombardeado, resultaba que yo perdía por lo mismo mi razón de vivir, se derrumbaba el universo en el cual vivía.
Por otra parte, la idea maquiavélica de mi madre —que yo estaba lejos de prever—, por repugnante que me pareciese, me tenía cogido en sus redes. Mi padre nunca me había dicho una palabra sobre el asunto, pero, ¿y si su ambición también hubiese sido esta, la de mandarme al templo? El Prior Tayama Dósen era soltero. Si él había heredado el Rokuonji de un predecesor que había puesto su confianza en él, ¿no podía yo esperar lo mismo? ¡Entonces, el Pabellón de Oro sería mío!
En mis ideas reinaba una gran confusión: cuando mi nueva ambición me resultaba poco llevadera, volvía al primitivo sueño de siempre: el bombardeo del Pabellón de Oro; y cuando este sueño quedaba reducido a pedazos por el realismo implacable de mi madre, me remitía de nuevo al ambicioso intento. El resaltado de estas agotadoras oscilaciones fue un enorme y rojo grano que me salió en el cuello.
Lo dejé que madurara solo. Bien agarrado, empezó a tirar de mi nuca enfebrecida, pesadamente, rabiosamente. Cuando lograba pegar el ojo, soñaba que un nimbo de oro me surgía del cuello y que, despacio pero firmemente, se dilataba tanto que terminaba por envolver mi cabeza con una aureola de luz. Una vez despierto, no quedaba sino el dolor de aquella maligna hinchazón.
Finalmente, me dio tanta fiebre que me obligó a guardar cama. El Prior me mandó a un cirujano. Éste, que llevaba el uniforme civil nacional y bandas en las piernas, diagnosticó simplemente «forúnculo» y le dio un corte de bisturí, un bisturí pasado por la llama a fin de economizar alcohol. Yo lancé un gemido. Me pareció que este mundo abrasador, angustioso, reventaba detrás de mi cabeza y se perdía, pulverizado, en un abismo.
Llegó el fin de la guerra. Mientras en la fábrica se leía en voz alta la declaración imperial, yo no hacía más que pensar en una cosa, excluyendo todas las ideas: el Pabellón de Oro.
Nadie podrá extrañarse, pues, al saber que apenas tuve ocasión de regresar al templo me precipitase a verlo. Estábamos en pleno verano; a lo largo de los senderos que recorrían los visitantes, la grava, que ardía a causa del sol, se me quedaba clavada en las suelas de caucho de mis zapatillas de deporte.
Supongo que en Tokyo, mucha gente, después de haber escuchado la proclama imperial anunciando el fin de la guerra, se agrupó en la explanada que se extiende frente al palacio. En Kyoto, una gran muchedumbre fue a derramar lágrimas delante del palacio, que sin embargo estaba vacío. Kyoto está lleno de templos, budistas y sintoístas, donde se puede ir a llorar en estas circunstancias. El clero se hizo de oro por aquellos días. Por el contrario, y a pesar de su fama, al Pabellón de Oro no acudió nadie.
De modo que mi sombra se paseaba sola a lo largo de los senderos inundados de sol. Debo precisar que el Templo de Oro y yo nos hallábamos frente por frente, él allá abajo, yo aquí; y que aquel día, apenas puse en él mis ojos, tuve el presentimiento de que nuestras relaciones, desde ahora, habían cambiado. El Pabellón de Oro estaba por encima de la amargura de la derrota y de la desesperación del pueblo; tal era, al menos, la impresión que producía. Ayer mismo, sin embargo, todavía no era así. Ahora parecía como si el hecho de haber sido perdonado por las bombas y de encontrarse desde este momento al abrigo de cualquier amenaza le hubiesen devuelto aquel viejo aire que en otro tiempo tuvo y que parecía decir: «Aquí estoy desde siempre y aquí permaneceré».
Y allí permanecía, sumido en una asombrosa calma; con sus interiores, tapizados de un oro viejo que el sol del verano, que por fuera se extendía bañando sus muros, protegía como una laca, tenía el aire de un mueble magnífico e inútil. Sus inmensas y vacías estanterías para «bibelots» puestas allí, delante del verdor inflamado de los bosques... Para estar a su altura, habría sido necesario algún incensario de fabulosas dimensiones o bien un vacío colosal... El Pabellón de Oro había perdido todo eso, había barrido de un solo golpe su sustancia, y ya no exhibía más que una forma extrañamente hueca. Más aún: este Pabellón de Oro que tantas veces me había deslumbrado con su belleza, me pareció aquel día más deslumbrante que nunca. Jamás había desplegado con tanta fuerza su belleza, remontándose a mil leguas por encima de la imagen que yo me hacía de él, por encima del mundo de las realidades y sin vínculo ninguno con lo que pasa. Jamás su belleza había sido tan fulgurante ni había rechazado tanto cualquier clase de significado.
Lo digo pensando mis palabras: mientras lo contemplaba, me temblaban las piernas y un sudor frío resbalaba por mi frente. Poco tiempo antes, al regresar a mi país después de haber visto el Pabellón de Oro, cada uno de sus elementos y el conjunto de su estructura, gracias al juego de una especie de correspondencia musical, despertaba toda clase de resonancias; pero hoy, lo que yo percibía era un absoluto silencio, una ausencia absoluta de eco. Nada pasaba, aquí; aquí nada cambiaba. El Templo de Oro existía frente a mí, se proyectaba hacia las nubes como un silencio pesado y lleno de resonancias, como, en una sinfonía, una pavorosa pausa.
«El lazo que me unía al Pabellón de Oro se ha roto», pensaba yo. Creía que él y yo vivíamos en el mismo universo: un hermoso sueño acababa de morir. Iba a encontrarme en la misma situación que antes, más desesperado todavía; la Belleza de un lado, yo del otro. Y así hasta el fin del mundo. La derrota del Japón no fue para mí más que una oportunidad de experimentar esta desesperación; sólo eso. Veo todavía las llamas de ese gran incendio que fue el 15 de agosto. Cada cual iba repitiendo que todos los valores estaban por tierra; sin embargo, para mí era justamente el despertar de la eternidad, su resurrección, la ocasión para reafirmar sus derechos. La derrota me decía que el Templo de Oro permanecería siempre allí, a través de los siglos. La derrota nos llovía del cielo, se pegaba a nuestros rostros, a nuestras manos, a nuestros vientres, y al cabo, nos sepultaba...
¡Una maldición!, sí, y yo la oía cernerse sobre mi cabeza en este día del fin de la guerra: una eternidad maléfica mezclada con la voz de las cigarras de las colinas cercanas; un sentimiento que me hacía desaparecer, que me cubría todo como un baño dorado.
Antes de la oración de la noche, se hicieron muchas y especiales plegarias dedicadas a la paz de Su Majestad Imperial, y en consuelo de las almas de los que habían muerto en la guerra. Desde el principio de ésta, en cada secta se adquirió la costumbre de utilizar sólo los ropajes sacerdotales más indispensables. Pero esta noche, el Prior volvió a revestir el hábito escarlata que durante tanto tiempo había permanecido guardado en su cofre. Su faz gordezuela, tan limpia que las arrugas parecían haber sido baldeadas, y su color saludable desbordaban como siempre de satisfacción. En medio de la cálida noche se oía el ruido fresco y claro que hacían los pliegues de su vestidura.
Después del rezo, todas las personas del Templo fueron convocadas por el Prior para escuchar una homilía. El Prior había escogido como tema de meditación el XIV caso del «Mumonkan»: NANSEN MATA UN GATO. (También se halla en el «Hek Iganroku», en el 63 caso, bajo el título «Nansen mata un gatito». Y también en el caso 64 con el título: «Choshu se pone las sandalias a la cabeza».) Este caso ha sido siempre considerado como
uno de los más difíciles de la doctrina Zen.
En la época Tang vivía en el monte Nan Chuan un famoso sacerdote: Pu Yuan, llamado también Nan Chuan (Nansen en japonés) por el nombre de la montaña. Un día que todos los monjes habían ido a segar al monte, un pequeño gato hizo su aparición en el desierto y tranquilo templo. Fue un acontecimiento. Todo el mundo corría detrás del gato. Lo atraparon. Pero luego hubo una disputa entre los monjes de los edificios Este y Oeste: se trataba de saber quién se quedaría con el gatito para cuidarlo. Visto lo cual, el padre Nansen cogió al gato por la piel del cuello, apoyó la hoz en su garganta y dijo: «Si alguno de vosotros puede pronunciar la palabra, el gato está salvado; si no, morirá». Nadie pudo responder y el padre Nansen mató al animal en el acto.
A la noche llegó Choshu, el primero de los discípulos. El Prior le contó lo ocurrido y le preguntó qué pensaba de ello. Choshu, sin pensárselo un segundo, se quitó las sandalias, se las puso sobre la cabeza y se fue.
El padre Nansen se deshizo en lamentaciones: «¡Ah, sólo con que hoy hubieses estado tú aquí! ¡El gatito se habría salvado...!».
Esta era la historia, a grandes trazos. El lugar donde Choshu se puso las sandalias en la cabeza se tenía por un lugar particularmente delicado. Pero a juzgar por lo que dijo el Prior, el problema no era realmente difícil. Matando al gato, el padre Nansen había tronchado las ilusiones del Yo, había cortado de raíz todos los pensamientos malignos y las peligrosas quimeras. Por la práctica de la impasibilidad, había segado la cabeza del gato y al mismo tiempo suprimido toda contradicción, toda oposición, todo desacuerdo entre el Yo y el Otro. Si este acto era llamado la «Cuchilla-que-mata», el acto de Choshu, por el contrario, recibía el nombre de la «Espada-que-da-vida»; puesto que aceptando poner sobre su cabeza, con una infinita generosidad, una cosa tan mancillada como unas sandalias, había puesto en práctica la santidad budista.
Después de esta explicación, el Prior terminó su charla sin hacer la menor alusión a la derrota del Japón. Nosotros quedamos como hechizados por los sortilegios del zorro . ¿Por qué escogió precisamente este tema el día de nuestra derrota? No teníamos la menor idea. A lo largo de los pasillos, camino de nuestras habitaciones, hice partícipe a Tsurukawa de mis inquietudes. Él movió la cabeza con un aire perplejo.
—No lo comprendo. A menos de haber sido bonzo toda la vida, es imposible entenderlo. Pero yo creo que, justo en el día de nuestra derrota militar, el secreto significado de esta charla era precisamente no hacer alusión a ello hablando de un gato degollado.
Personalmente, el haber perdido la guerra no me afectaba en absoluto; sin embargo, el aire de felicidad que envolvía la expresión del Prior me molestaba. En un monasterio, lo que de ordinario determina el buen orden es el respeto que se le tiene al Superior. Con todo, después de un año que el templo cuidaba de mí, yo no había experimentado ningún sentimiento profundo de respeto o de afecto hacia el Prior. Esto, en sí, era igual; pero desde el momento que mi madre hizo prender en mí la llama de la ambición, me puse a considerar al Prior con todo el sentido crítico de un muchacho de diecisiete años.
El Prior era un hombre de una equidad perfecta y desinteresada. Pero yo, si un día llegaba a ocupar su puesto, me imaginaba comportándome sin dificultad del mismo modo que él. Carecía totalmente del sentido del humor que caracteriza al sacerdote Zen; no obstante, en las personas de su especie, un poco llenas, es frecuente notar ese sentido del humor.
Me habían dicho que el Prior consiguió de las mujeres todo el placer que éstas pueden ofrecer. Me sonreía cada vez que me imaginaba al Prior abandonándose a este género de distracciones, y, al mismo tiempo, experimentaba un desaliento. ¿Qué podía sentir una mujer en los brazos de aquel almohadoncito color de rosa? Sin duda, una impresión parecida a la de ser enterrado en una tumba de carne cuyas blandas extremidades rosadas se distendiesen hasta el infinito...
Y el hecho de que un sacerdote Zen estuviese hecho de carne no dejaba de asombrarme. Si tanto había corrido en pos de las mujeres, seguramente era por desprecio a su propia carne, para liberarse de su mandato. A pesar de todo, me parecía extraño que esta carne tan despreciada supiese alimentarse tan bien y hubiese llegado a tejer en torno al alma del Prior un envoltorio tan lustroso y terso... ¡Ah, esta carne! Humilde, dócil como un animal domesticado... La verdadera concubina del alma del Prior...
Debo explicar lo que la derrota militar representó para mí. No fue una liberación; no, decididamente no lo fue. No hicimos más que reemprender la inmutable, la eterna rutina de una vida cotidiana penetrada por las reglas budistas. A partir del armisticio empezó a ser como antes, con sus labores y sus horas fijas: «apertura de la regla», «trabajos matinales», «sesión del grano de arroz», «cumplimiento del deber», «sesión de abstinencia», «medicación» (o cena), «apertura de las abluciones», «apertura de la almohada»... Además, el Prior había prohibido formalmente comprar arroz de estraperlo. De modo que al fondo de nuestras escudillas no llegaba sino un poco de grano mal molido, debido a la generosidad de los feligreses o comprado —en cantidades ínfimas— de estraperlo por el ayudante del Prior, que lo hacía inscribir en la relación de dádivas al Templo. Hacía esto, según decía él, «porque nosotros estábamos en pleno crecimiento». Mañana, mediodía y noche no había otra cosa que gachas y patatas dulces; así estábamos siempre de hambrientos.
Tsurukawa lanzaba llamadas de socorro a su familia y de II vez en cuando recibía de Tokio algunas golosinas. Entrada ya la noche las traía a mi habitación y nos las zampábamos juntos A veces un relámpago atravesaba la negra profundidad del cielo.
Yo le preguntaba pOr qué no regresaba con su familia, a la comodidad del h0gar y al afecto de sus padres.
Yo estoy aquí para iniciarme en las prácticas de la austeridad. Porque algún, día heredaré el templo de mi padre.
Nada del mundo parecía costarle caro; todo encajaba en su vida como los palillos de comer arroz dentro de su estuche. Intentando ir más lejos le dije que tal vez se inauguraba una nueva era, imposible de imaginar todavía. Le recordé la historia que estaba en boca de todo el mundo y que yo había oído contar tres días después de la capitulación, camino del colegio: un oficial, encargado de la dirección de una fábrica, se había llevado a casa un camión lleno de víveres, declarando abiertamente que «a partir de ahora iba a dedicarse al estraperlo».
Me parecía verle, a este oficial temerario, cruel, de mirada penetrante, precipitarse por el camino del mal; este camino abierto que él, con las botas hasta media pierna; se disponía a recorrer, era la imagen misma de la muerte en los campos de batalla: flotaba sobre toda una confusión de rojas auroras. Doblada la espalda bajo el peso de la mercancía robada, emprendía el camino, Su camisa de seda blanca golpeándole el estómago, las mejillas a merced del áspero viento del alba; hasta que se borraba a lo lejos; tragado por su propia prisa... Lejanos ecos de campaña tocando a rebato, ecos más veloces que el hombre ya desaparecido llegaban con resonancias de confusión y desorden...
Yo estaba muy lejos de todas estas cosas; yo no tenía ni dinero, ni libertad, ni esperanza de emancipación. Pero de una cosa estaba seguro a mis diecisiete años: cuando yo hablaba de la «nueva era» significaba la firme determinación de hacer alguna cosa, aunque nada todavía hubiese adquirido forma concreta.
«Si esta gente que me rodea , me decía yo, tienta el mal siguiendo su camino y a través de sus actos; yo llegaré mucho más lejos que ellos, iré hasta lo más profundo; hasta el corazón mismo del mal»
Sin embargo, por el momento, todo el mal que me proponía hacer no iba más allá de captarme con astucia el favor del Prior y de convertirme poco a poco en dueño del Pabellón de Oro; a lo más que llegaba era a imaginar que envenenaba al padre Dósen y me aseguraba la sucesión. ¡Simplezas! De todos modos, este plan tuvo al menos la virtud —una vez me hube asegurado que Tsurukawa no abrigaba la misma ambición— de tranquilizarme la conciencia.
—¿Tú no tienes proyectos ni deseos con respecto al porvenir5 —le pregunté a Tsurukawa.
—No. Ninguno. ¿Para qué iban a servirme?
No había trazas de reticencia en sus palabras; y tampoco me había contestado porque sí. Justo en ese momento, un nuevo relámpago iluminó sus cejas, delgadas o suavemente arqueadas, únicos rasgos de su rostro que tenían cierta finura. Al parecer, había dejado que el barbero se las afeitara de aquel modo. Ya de por sí delgadas, las cejas aparecían ahora con una delgadez artificial, y, en los bordes, el paso de la navaja había dejado una leve sombra azulada.
La sola vista de esta sombra azulada me llenó de intranquilidad. Este adolescente, a diferencia de mí, ardía en la punta extrema más pura de la vida. ¿Por cuánto tiempo? El secreto pertenecía al futuro. La llama de su vida ardía en un vaso de aceite límpido y fresco. ¿De qué iba a servir conocer de antemano el lado inocente y puro de esta vida? A saber incluso si el porvenir nos reserva una parte de inocencia y de pureza.
...Aquella misma noche, después que Tsurukawa se hubo marchado, no conseguía pegar un ojo a causa del calor. Pero había también otra razón que me impedía dormir, y era mi voluntad de resistir a la costumbre de masturbarme. A veces me ocurría que, soñando, ensuciaba el lecho; pero esto no estaba forzosamente relacionado con imágenes sexuales. Podía ser, por ejemplo, un perro negro que corría a lo largo de una calle oscura; le veía resollar y su aliento estaba inflamado; en su cuello tintineaba un cascabel obstinadamente; cuanto más aumentaba este tintineo, más aumentaba mi excitación: y al llegar aquél a un agudo paroxismo, la eyaculación se producía.
Cuando el hecho era voluntario, mi cabeza se llenaba de visiones demoníacas. Los senos de Uiko se me aparecían, y sus muslos. Y yo me convertía en un minúsculo y asqueroso pigmeo.
...Salté de la cama y me escabullí por la puerta trasera de la pequeña biblioteca.
Detrás del Rokuonji y al este de Sekikatei se yergue la colina llamada Fudosan; se halla cubierta de pinos rojos; entre los troncos crece una intrincada red de cañas de bambú enanas, de sembrados de dentzies, de azaleas y otros arbustos. Conocía yo tanto esta colina que incluso podía escalarla de noche sin tropezar ni una sola vez. Desde la cima se divisaba la ciudad alta, el centro de Kyoto, y se adivinaban a lo lejos los montes Eizan y Daimonjiyama.
Yo iba subiendo. Iba subiendo en medio de un aleteo de pájaros asustados, la vista clavada al frente, evitando los troncos, la cabeza vacía de pensamientos. Muy pronto me noté sosegado. En lo alto me recibió un viento fresco que envolvió mi cuerpo bañado en sudor.
Por un momento, el panorama que se extendía a mis pies me hizo dudar de su realidad. El «black-out», que había durado tanto tiempo, había sido ya suprimido y Kyoto desplegaba bajo la noche el fulgor de su luminaria. Desde que terminó la guerra, yo no había subido a la colina ninguna noche, y lo que ahora veía me hacía casi el efecto de un milagro.
Las luces formaban una especie de masa lechosa. Desparramada sobre una vasta área, resultaba difícil determinar si se hallaba cerca o lejos: parecía una gigantesca construcción transparente, instalada en medio de la noche, hecha sólo con puntos luminosos, una especie de torre con aletas de las que salían complicadas cornamentas penetrando hacia lo oscuro. Ciertamente, era lo que se llama una gran ciudad. Solamente el parque del palacio imperial era una mancha sin luz, semejante a una inmensa y tenebrosa cueva. A lo lejos, del lado del monte Eizan, los relámpagos surcaban de vez en cuando las sombras de la noche.
«He aquí el mundo de los hombres —me decía yo—. La guerra ha terminado y, en torno a estas luces, las gentes se abandonan a la perversidad de siempre. Parejas sin nombre, bajo estas lámparas, están devorándose con los ojos y respirando el olor del ACTO-SEMEJANTE-A-LA-MUERTE al cual se ven espoleados. La idea de que todas estas luces, sin excepción, están consagradas al vicio es un bálsamo para mi corazón. ¡Ah, que la perversidad que late en mí prolifere, que se multiplique hasta el infinito! ¡Que teja mil hilos en dirección a estos millares de luces que parpadean frente a mí! ¡Que las tinieblas donde está preso mi corazón igualen en profundidad las de la noche, esta noche donde están presas las luces sin nombre...»
Las visitas al Pabellón de Oro empezaron a aumentar. Para compensar la inflación, el Prior pidió a la municipalidad —y le fue concedido— el permiso para aumentar la tarifa de las entradas. Hasta aquel momento, los raros visitantes que yo había visto eran gentes de lo más modesto hombres de uniforme, o con ropas de trabajo, con viejos y deslustrados pantalones del tiempo de la guerra. Pero pronto se vio llegar a los soldados de ocupación, y las indecentes prácticas y costumbres del mundo de los hombres empezaron a proliferar alrededor del Pabellón de Oro. De un lado, se instauró de nuevo la costumbre de ofrecer «parties de té», y las mujeres, para subir al templo, se vestían con aquellas telas de vivos y alegres colores que durante tanto tiempo habían guardado escondidas. Junto a ellas, nuestras sotanas hacían un escandaloso contraste: debíamos de parecer bonzos de opereta.
Éramos como esa gente que se esfuerza en conservar antiguas y curiosas tradiciones locales con el único objeto de ofrecer un espectáculo a los turistas llegados especialmente para verlo... Los soldados americanos se hacían notar muy particularmente por su descaro al tirar de nuestras mangas y sus risotadas en nuestras propias narices. A veces nos proponían un precio para que les prestásemos nuestros hábitos de monje con el fin de ponérselos y sacarse fotos como recuerdo. Como los guías habituales no conocían una palabra de inglés, su trabajo fue encargado a otros: así fue cómo Tsurukawa y yo fuimos requeridos para ello, puesto que podíamos chapurrear este idioma.
Llegó el primer invierno de la posguerra. Un viernes por la noche, empezó a nevar y estuvo nevando sin interrupción durante todo el sábado. Desde antes de que acabaran las clases de la mañana, yo no hacía más que soñar con el regreso para ver el Pabellón de Oro bajo la nieve.
Por la tarde seguía nevando. Tal como iba, con mis botas de caucho y mi cartera escolar en la espalda, abandoné el Paseo de los turistas y fui hasta el borde del estanque. La nieve caía uniforme y rápida. Yo hice una cosa que me gustaba hacer de niño: abrir la boca bajo el cielo. El choque imperceptible de los copos de nieve en mis dientes producía el mismo leve ruido que habrían hecho unas hojas de estaño extremadamente delgadas. Notaba la nieve entrando en mi boca, a un lado y a otro, en todas partes, y fundirse al contacto de la rosada epidermis hasta que yo la engullía. Pensaba en el fénix del techo, imaginaba el pico abierto del misterioso pájaro de oro, un pico liso y cálido...
La nieve trae a todo el mundo una alegría juvenil. Y puesto que yo iba a por mis dieciocho años, ¿por qué sería inexacto afirmar que experimenté una excepcional y juvenil exaltación?
Bajo su manto de nieve, el Pabellón de Oro resultaba de una incomparable belleza. Con sus grandes ventanales abiertos por donde penetraba la borrasca, con sus columnas alineadas a un lado y a otro, incluso en su misma desnudez, resultaba una imagen purificadera y tonificante.
«¿Por qué la nieve no tartamudea?», me preguntaba yo. Cuando las hojas de algún árbol se interponían a su paso, la nieve caía al suelo con una caída que era, en cierto modo, un tartamudeo. Pero cuando nada la interceptaba, cuando ella me sumergía con su oleaje interminable, entonces yo olvidaba los recodos de mi alma y, como inundado de música, mi espíritu encontraba una dulce cadencia.
En realidad, gracias a la nieve, el Pabellón de Oro había dejado de existir bajo sus tres dimensiones; ya. no lanzaba ningún desafío al mundo; ya. no era más que un plano, una imagen central. A los lados del estanque, sobre las rojizas colinas, las secas ramas de los arces apenas podían sostener un poco de nieve, el bosque parecía dormir bajo un aire de desnudez. Aquí y allí, los pinos tenían un formidable aspecto bajo su manto de nieve. Una espesa capa cubría también la superficie helada del estanque; pero había igualmente, ante mí, espacios de nieve, que semejaban un conjunto de nubes en un dibujo decorativo. Sin embargo, la «Roca de los Nueve-Montes y Ocho-Mares» y la isla Awaji aparecían cubiertas de nieve sin solución de continuidad: los pinos enanos, vivaces, parecían haber brotado por azar en medio de la inmensa sabana blanca.
En el deshabitado Pabellón de Oro, sólo tres elementos llamaban la atención por su blancura: los dos techos, el del Kukyochó y el del Choondó, y el que se unía a ellos, más pequeño, el Soesi; el resto de la compleja construcción quedaba sombrío y el contraste con la nieve le daba como un lustre al negro de las maderas. Igual que cuando nos hallamos frente a una pintura de la Escuela meridional en la cual vemos a ese torreón que emerge de las colinas, y acercamos instintivamente nuestro rostro a la tela para comprobar si hay señales de vida tras los muros, del mismo modo la admirable pátina de aquellas viejas maderas provocaba en mí el deseo de examinar si tras ellas habitaba realmente alguna persona. Pero si hubiese intentado aproximarme demasiado, mi rostro habría tropezado con la nieve y no habría podido ir más allá.
Incluso hoy, en el segundo piso, las puertas del Kukyochó estaban abiertas de par en par al cielo y a la nieve. Con el rostro levantado, yo imaginaba con todo detalle a los copos de nieve penetrando por ellas, arremolinándose en la estrecha sala vacía, pasándose blandamente sobre los muros adornados con viejas hojas de oro empañado, donde se fundían al instante no dejando más que el rastro de las minúsculas gotas de un rocío dorado.
...A la mañana siguiente, domingo, el viejo guía me vino a llamar. Un soldado extranjero deseaba hacer una visita, a pesar de que todavía no era la hora señalada. El viejo guía, por signos, le rogó que esperara y vino a buscarme, «puesto que yo sabía el inglés». Cosa extraña, yo lo hablaba mejor que ísurukawa, y sin tartamudear.
Había un jeep aparcado junto a la entrada. Un soldado americano, borracho, se apoyaba en uno de los montantes del porche. Cuando me vio soltó una risa insultante.
Había parado de nevar y el jardín estaba deslumbrante. La cara rubicunda y abotargada del soldado se destacaba sobre el maravilloso fondo del paisaje. Me echó sobre el rostro un aliento cargado de vapores de whisky. Como siempre, al imaginar cuál podía ser la existencia de un ser mucho más alto que yo, noté cierto malestar.
Decidido a evitar cualquier conflicto, le dije que, excepcionalmente, puesto que el horario de las visitas no era aquél, consentía en acompañarle por el templo. Le pedí que me abonara el precio de entrada con derecho a guía. Ante mi gran sorpresa, el coloso se avino a pagar con la mayor gentileza del mundo. Luego, echando una ojeada al interior del jeep, exclamó algo así como: «¡Vente para acá!».
Hasta aquel momento el fulgor de la nieve no me había permitido fijar mis ojos en el interior del jeep. A través del plástico de la capota vi una forma blanca que se movía, parecida a un conejo. Un pie calzado con un fino zapato de tacón alto se apoyó en el estribo. Me extrañó que la pierna, a pesar del frío, estuviese desnuda. Me bastó una mirada para comprobar que se trataba de una de esas prostitutas que se ganan la vida con la soldadesca extranjera: abrigo color rojo vivo, y uñas rojo vivo, tanto en las manos como en los pies. Al abrírsele un poco el abrigo vi un dudoso vestido de noche de vulgar cotonada. La muchacha también iba con una espantosa borrachera. Tenía la mirada fija. Su
acompañante se mantenía correcto dentro del uniforme, mientras que ella, según toda apariencia, acababa de saltar del lecho y no había hecho más que ponerse el abrigo y un echarpe.
En medio del cegador reflejo de la nieve, la muchacha estaba lívida, y sobre su faz exangüe destacaba la pintura roja de sus labios. Apenas hubo bajado del coche estornudó. Unas diminutas arrugas convergían hacia la fina arista de su nariz: su mirada ebria y fatigada se clavó un instante a lo lejos, y después se sumió de nuevo en un profundo y vago sopor. Entonces, llamando al soldado por su nombre, gimió (transcribo tal como pronunció): «Djaack! Djaack! Tsü cól(u)do! Tsü cól(u)do!» (Too cold!).
Había algo patético en aquella voz que se deslizaba sobre la nieve. Pero el hombre no le respondió nada.
Era la primera «profesional» que me parecía realmente hermosa. No es que se pareciese a Uiko. Por el contrario, se hubiese dicho que aquel rostro había sido formado poniendo gran cuidado en evitar, incluso en el menor detalle, cualquier parecido con el de Uiko. La belleza original, agresiva, de aquella muchacha era, por así decirlo, la contraimagen de Uiko y del recuerdo que de ella yo guardaba. Había en ella una especie de provocación a la resistencia que yo decidí oponer a mis ansias de sensualidad a partir de mi primera experiencia de la Belleza.
La muchacha sólo se parecía a Uiko en una cosa: no dirigió ni una sola mirada a este pequeño personaje con botas de caucho y mugriento jersey que se había despojado del hábito clerical.
En el Templo, desde por la mañana temprano, todo el mundo estaba ocupado en limpiar de nieve los senderos y en barrer; pero el paseo para los visitantes seguía casi intransitable. La llegada de un grupo de numerosos visitantes habría creado dificultades, y sólo unos cuantos en fila india habrían conseguido pasar. Yo emprendí la marcha, precedido por el americano y la muchacha. Llegamos cerca del estanque y ante lo que se ofrecía a su vista, el soldado aulló su admiración en términos que yo no pude comprender y luego empezó a sacudir a la muchacha furiosamente. Ella cerraba los ojos con aire de fatiga y no hacía más que repetir: «¡Oh, Djaack! Tsü col(u)do!».
El me hizo una pregunta acerca del fruto rojo y brillante de la «aucuba», que se veía bajo las hojas sobrecargadas de nieve, una simple pregunta a la cual yo no supe contestar más que: «Aucuba».
Tal vez en aquel cuerpo de gigante se escondía un poeta, pero era crueldad lo que yo adivinaba en sus claros ojos azules. Los occidentales, en su canción de cuna «Mother Goose», dicen que los ojos negros esconden malicia y crueldad: en realidad el vulgar reflejo que resulta de un confrontamiento con las particularidades extranjeras, ¿no se debe de hecho a un descubrimiento de la crueldad?
La visita al Pabellón de Oro se efectuó de acuerdo con el acostumbrado recorrido turístico. Borracho y tambaleándose, el americano se descalzó e hizo volar sus zapatos en el aire. Con los dedos entumecidos, yo busqué en mi bolsillo la nota informativa en inglés, que solía leer en casos semejantes. Pero él me la arrancó de las manos y empezó a leer en tono burlón: mis funciones de guía habían terminado. Me apoyé en la balaustrada del Hosuiin y contemplé la deslumbrante superficie del estanque: era un hechizo. Nunca el interior del Pabellón de Oro había gozado de una luz tan viva. Uno se sentía casi violento.
Cuando volví a prestar atención a la pareja les vi dirigirse hacia el Sosei. Se estaban disputando. El tono de la disputa fue aumentando poco a poco, pero no pude captar ni una sola palabra. La muchacha replicaba violentamente, no sé si en inglés o en japonés. Imposible comprender aquello. Olvidados de mi presencia por completo y sin dejar de disputarse ni un solo instante, regresaron de nuevo al Hosuiin. El americano se volcaba sobre la muchacha y la insultaba; ella, de pronto, le lanzó una formidable bofetada. Luego, dando media vuelta, se marchó sobre sus altos tacones en dirección a la puerta de entrada.
Sin darme perfecta cuenta de lo que pasaba, yo descendí y me puse a correr a lo largo del estanque. Pero cuando llegué junto a ella, el americano, gracias a sus largas piernas, la había ya atrapado y la tenía cogida por las solapas de su abrigo rojo. Lanzó una ojeada hacia donde yo estaba. Sus manos, que atenazaban las solapas del abrigo, se relajaron. ¡Cuánta fuerza debían tener aquellos puños! Puesto que, una vez dejaron de hacer toda presión, la muchacha cayó como un saco sobre la nieve, de espaldas. Su abrigo quedó abierto, descubriendo la blanca desnudez de sus muslos.
Ni siquiera probó a levantarse. Sólo clavó sus ojos feroces en los del gigante que la
mantenía a sus pies con su mirada. No pude resistir el arrodillarme para ayudarla a ponerse de pie.
—¡Eh! —dijo el americano. Yo me volví. Tenía frente a mis ojos el formidable desplante de sus largas piernas abiertas. Me hizo una señal con el dedo. Con una voz totalmente nueva, cálida y un poco velada, me dijo en ingles—: ¡Písala! ¡Vamos! ¡Písala!
Yo no sabía qué hacer. Pero en sus ojos azules que me dominaban desde tan alto, había una orden. Detrás de sus anchas espaldas, el Pabellón de Oro resplandecía bajo la nieve; el cielo de invierno, como si acabaran de lavarlo, era de un azul ligeramente velado. En los ojos azules del hombre ya no había ninguna traza de crueldad: ¿Por qué, en este instante, me parecieron cargados de lirismo?
El enorme puño se abatió sobre mí, cogiéndome por el cuello y poniéndome de pie. Sin embargo, la imperiosa voz seguía siendo cálida y afectuosa:
—¡Sube encima de ella —decía—. ¡Písala!
¿Cómo resistir? Levanté mi bota de caucho. Él me dio una palmada en la espalda; mi pie chocó con un cuerpo blando como el barro de primavera: era el vientre de la muchacha. Ella cerró los ojos mientras gemía.
—¡Otra vez! ¡Sigue, otra vez!
Mi pie se abatió de nuevo sobre ella. El escalofrío que me produjo el primer golpe dejó paso, en el segundo, a una alegría desbordada. «¡Es un vientre de mujer! —me decía—. ¡Y he aquí sus senos!» Jamás habría imaginado que una carne que me era extraña pudiera responderme tan fielmente, con la perfecta elasticidad de una pelota.
—¡Ya es bastante! —dijo el americano con una voz clara. Levantó a la muchacha con la mayor cortesía, la limpió de barro y de nieve, y luego, sin dirigirme una mirada, la condujo hacia la salida. Tampoco ella, ni una sola vez, volvió los ojos hacia mí. El la hizo subir al jeep y, con una expresión grave de donde había desaparecido toda huella de borrachera: «Thank you», me dijo. Rechacé el dinero que quería darme. Entonces cogió del asiento dos paquetes de cigarrillos americanos y me los puso en las manos a la fuerza.
Con las mejillas ardiendo, permanecía de pie delante de la puerta, en medio de la luz cegadora de la nieve. El jeep se alejó dando bandazos, tras la nube de nieve que levantaba, y luego desapareció. Todo mi ser se hallaba en un estado de gran excitación.
...Mi excitación calmada, planeé una hipócrita maniobra de la cual yo esperaba mucho. Al Prior le gustaba fumar. ¡Estaría muy contento si yo le regalaba los cigarrillos...! ¡Dejándole ignorante del resto!
Nada me obligaba a contarlo todo, me habían hecho obrar a la fuerza. Si me hubiera resistido a los deseos del americano, ¡quién sabe lo que podía haberme ocurrido!
Me dirigí hacia la gran biblioteca. El Prior se hallaba en su despacho, donde su ayudante, que destacaba en este tipo de cosas, estaba ocupado en afeitarle la cabeza. Yo esperé en la galería bañada por el sol matinal. En el jardín, la nieve acumulada sobre el pino en forma de navío se iluminaba con mil fuegos; se habría dicho que desplegaba una vela nueva y llameante.
El Prior, bajo la navaja, tenía los ojos cerrados y recogía en un papel los cabellos que caían. A cada pasada de la navaja, los contornos crudos, con un aire animal, de su cráneo, se iban dibujando más y más limpiamente. Cuando la operación terminó su cabeza fue envuelta con una toalla caliente, que se le retiró minutos más tarde: apareció una nueva cabeza, carmesí, como si acabara de salir de una estufa.
Finalmente, pude dirigirle unas palabras y tenderle, con una reverencia, los dos paquetes de Chesterfield.
—¡Oh! ¡Oh!, muchas gracias —dijo, gratificándome con una vaga sonrisa a flor de labios. Y eso fue todo. Con un gesto de cervecero profesional, tiró con indiferencia los dos paquetes de cigarrillos sobre su mesa de trabajo llena de cartas y papelotes.
El masaje de hombros había empezado: el Prior cerró de nuevo los ojos. A mí sólo me restaba retirarme. Estaba tan disgustado que me sentía febril. La incomprensible, la mezquina acción que yo acababa de cometer, este tabaco que me había sido ofrecido como agradecimiento a tal servicio..., la aceptación del Prior ignorando lo ocurrido... ¡Magnífica historia, en verdad! Pero en medio de todo ello había algo todavía más triste, más amargo:
que un hombre como el Prior hubiese aceptado el hecho sin sospechar nada fue para mí una razón —¡y de qué peso!— para despreciarle.
Iba a marcharme cuando me llamó; precisamente quería hacerme un favor.
—Oye —me dijo—, cuando termines en el colegio pienso enviarte a la Universidad Otani. Pero es preciso trabajar duro y conseguir buenas notas; a tu difunto padre le preocupaba mucho este asunto.
El ayudante del Prior hizo correr rápidamente la noticia por todo el templo. Cuando un Prior hablaba de hacer entrar un novicio a la Universidad, era prueba de que fundaba grandes esperanzas sobre él. A menudo, tiempo atrás, muchos novicios habían ido durante noches seguidas a hacer masajes a la espalda del Prior con la esperanza de ser enviados a la Universidad; y algunas veces les había dado buen resultado.
Tsurukawa, al cual su familia tenía que ingresarle también en la Universidad Otani, me manifestó su alegría con palmadas en la espalda. Pero otro camarada, a quien el Prior le había negado el mismo favor que ahora me concedía a mí, a partir de aquel día no volvió a dirigirme la palabra.
CAPITULO IV
En la primavera de 1947 empezó mi año preparatorio para el ingreso en la Universidad de
Otani. A pesar del constante afecto del Prior y de los celos de mis condiscípulos, el acontecimiento no me hizo perder la cabeza en ningún momento. Ellos juzgaban, probablemente, que aquél sería para mí un gran día. En realidad, sobre él se abatió la sombra de ciertas circunstancias cuyo solo recuerdo me es odioso.
Una semana después de aquel famoso día con nieve en que el Prior me había autorizado a continuar mis estudios en la Universidad, encontré, de regreso del colegio, aquel camarada que no había tenido la misma suerte que yo y que desde entonces no me dirigía la palabra. Con todo, noté que me consideraba con una expresión de extraordinaria complacencia. El mismo cambio de actitud pude constatar en el sacristán y en el ayudante del Prior, pese a sus evidentes esfuerzos para seguir considerándome con la misma indiferencia de siempre.
Por la noche fui a ver a Tsurukawa a su habitación y le pregunté qué pensaba acerca de aquella extraña actitud de los demás hacia mí. Primero fingió ignorarlo; luego, incapaz de disimular sus sentimientos por más tiempo, me miró a los ojos con aire confuso.
—Lo sé por el otro —y nombró al tercer novicio—, pero él se hallaba también en la escuela; así que no estaba muy seguro... En todo caso, durante tu ausencia, ha ocurrido una cosa extraña...
Lo acosé a preguntas, lleno de aprensión. Después de hacerme prometer que guardaría el secreto, empezó a hablar, sin atreverse a mirarme a la cara.
Durante el mediodía llegó al templo una prostituta con abrigo rojo, que pidió ser recibida por el Prior. El ayudante, que fue a recibirla al vestíbulo, se vio cubierto de insultos. «Era el Prior en persona a quien ella quería ver y a nadie más.» Desgraciadamente, el Prior, que había salido al pasillo en aquel momento, la vio y se dirigió hacia ella. Y la muchacha le contó que hacía una semana, a la mañana siguiente de la nevada, mientras se encontraba visitando el Pabellón de Oro en compañía de un soldado extranjero, un novicio le había pisoteado el vientre para complacer los deseos del extranjero, que la había arrojado al suelo. Aquella misma noche, ella había tenido un aborto. Por todo lo cual quería ser indemnizada, o de lo contrario denunciaría públicamente aquel escándalo que había tenido lugar en el Rokuonji y exigiría daños y perjuicios.
Sin pronunciar una palabra, el Prior le hizo entrega de una cantidad de dinero y se despidió de ella. Todo el mundo sabía que fui yo quien hizo aquel día las funciones de guía; pero ya que mi mala acción no podía ser confirmada por ningún testigo, el Prior decidió que no se me pedirían explicaciones: dejó caer un piadoso velo. Pero a ojos de todo el mundo, en el templo, yo era culpable y no hubo nadie que dudara de ello.
Tsurukawa, a punto de llorar, me cogió la mano. Recibí el impacto de sus límpidas pupilas, de su voz joven y directa:
—Dime la verdad, ¿tú has hecho una cosa semejante?
Era preciso enfrentarse con mis tinieblas interiores, la pregunta de Tsurukawa me acorralaba y me obligaba a ello. Pero ¿por qué me hacía esta pregunta? ¿Se daba cuenta de que formulándola se apartaba de su verdadero papel? ¿Comprendía que esta pregunta me hería, como una traición, en lo más profundo de mí mismo?
Lo he dicho y repetido: Tsurukawa era siempre, para mí, la prueba definitiva... Si él se hubiese atenido fielmente a su papel, lejos de acosarme a preguntas, lejos de exigirme la verdad de lo ocurrido, no habría tenido más que aceptar las tinieblas de mi alma tal como eran y extraer de ellas la luz; la calumnia sería entonces la verdad y la verdad calumnia. Si él se hubiese atenido a su secreto de transformar siempre la sombra en luz, la noche en día, el claro de luna en luminoso mediodía, la humedad nocturna del musgo en rumor de hojas verdes bajo el sol, entonces acaso le habría farfullado mi confesión. Pero eso fue justamente lo que no hizo. Y todo lo que había de tenebroso en mi alma aumentó su fuerza... Solté una risa ambigua
—Yo no he hecho nada de eso —dije.
—¿De verdad? ¡Entonces, ha estado contando embustes! ¡La asquerosa! Y todo el mundo la ha creído, incluso el ayudante del Prior...
Y herido su concepto de la justicia, se fue excitando poco a poco hasta estallar de indignación, y me declaró que al día siguiente iría a ver al Prior para contárselo todo. Entonces, de pronto, yo vi aparecer ante mis ojos la imagen del Prior recién esquilado y semejante a una legumbre hervida con sus mejillas blandas y rosadas. Y esta imagen, no sé por qué, despertó en mí un repentino sentimiento de intolerable repulsión.
Había que aplacar en seguida la justa indignación de Tsurukawa, antes que se manifestara públicamente.
—Pero, vamos a ver, dime: en tu opinión, ¿el Prior me cree culpable?
—Esto... —murmuró Tsurukawa, perplejo.
—Los otros pueden decir a mis espaldas todo lo que les dé la gana. Me basta con que el silencio del Prior aplaque sus sospechas; el resto no me importa. Así es como yo veo las cosas.
Conseguí convencer a Tsurukawa de que sus esfuerzos en mi favor no harían sino aumentar las sospechas de todos. —Es precisamente porque está convencido de mi inocencia —le dije—, que el Prior ha archivado el asunto.— A medida que iba hablando sentía brotar y crecer en mi corazón una alegría que muy pronto arraigó profundamente; esta alegría me decía: «No hay testigos, nadie ha visto nada...»
Yo estaba muy lejos de creer que el Prior —él y nadie más— admitiese mi inocencia. Era más bien lo contrario. Que él hubiese preferido cerrar los ojos ante el hecho confirmaba esta creencia. Tal vez lo había adivinado todo en el mismo instante de recibir de mis manos los paquetes de Chesterfield.
Tal vez lo sabía todo y esperaba tranquilamente, de lejos, a que yo fuese por mis propios pasos a rendirle confesión. O mejor aún: la promesa de enviarme a la Universidad acaso no fue más que un cebo para hacerme caer en esa confesión: si no había tal, tampoco habría Universidad, como castigo a mi depravación; en el caso contrario, y en presencia de indiscutibles señales de arrepentimiento, se podría, como favor especial, mantener la promesa de enviarme a la Universidad.
La primera trampa residía en la orden dada al ayudante del Prior para que no me hiciese ninguna alusión acerca del asunto. Si yo era realmente inocente, podría seguir haciendo la vida de todos los días como si nada hubiese ocurrido. Si por el contrario era culpable, me sería preciso dar muestras de un poco de astucia, ser capaz de imitar a la perfección el ritmo cotidiano, la vida serena y pura de la inocencia; en otras palabras, la vida de cualquiera que no tiene nada que declarar. Sí, habría que hacer como si todo siguiera igual: era el mejor medio, el único que podría hacer creer en mi inocencia. Tales eran las segundas intenciones del Prior. He aquí la trampa que me tendía. Sólo de pensar en ello me ponía rabioso.
Por lo demás, yo tenía mi excusa: negarme a pisotear a la muchacha habría significado exponerme a que el americano sacase su revólver y me amenazara con matarme ¿quién podía enfrentarse con las fuerzas de la ocupación? Todo lo que yo había hecho, lo había hecho bajo amenaza.
Sin embargo, la sensación de aquel vientre de mujer bajo mi pie, aquella elasticidad cómplice, aquel gemido, aquella impresión de ver abrirse una flor de carne aplastada, aquella confusión de los senos y el misterioso rayo brotando del pecho de la mujer para atravesarme, todo esto, ¿estaba yo obligado a gozarlo? Fueron unos segundos deliciosos, que todavía no he olvidado...
Y el Prior sabía lo que yo experimentaba, mi complacencia en todo eso: el Prior había penetrado hasta el centro de mis pensamientos.
Durante todo el año que siguió, yo fui como un pájaro en una jaula. Tenía constantemente los barrotes frente a mis ojos. Resuelto a no hacer ninguna declaración, en mi vida cotidiana ya no volví a gozar del menor reposo. Y cosa extraña: aquel acto que, en su día, no despertó en mí el menor sentimiento de culpabilidad, aquel acto de pisotear una mujer, de repente se puso a brillar en mi recuerdo con un fulgor cada día más intenso. No era porque supiese que a la muchacha le había costado un aborto, sino mejor dicho porque mi acto había dejado como un poso de polvillo de oro en el fondo de mi memoria, y ahora, constantemente, lanzaba unos dardos de fuego que me cegaban... El esplendor del Mal, en efecto. Aunque se tratara de una bagatela, ya estaba hecho; yo tenía clara conciencia de haber cometido el mal, lo sentía colgado en mi pecho como una condecoración.
Mientras esperaba el examen de ingreso en la Universidad, no hice otra cosa, prácticamente, que perderme en conjeturas acerca de las verdaderas intenciones del Prior. Ni una sola vez hizo referencia a una posible anulación de su promesa. Ni una sola vez, tampoco, me dijo que activara mis preparativos para el examen. ¡Dios sabe cuánto esperaba yo una palabra suya, la que fuese! Pero no, él permanecía amurallado en su ruin silencio y me sometía a una larga, interminable tortura. Personalmente, por miedo, por temor a provocarle, no me atrevía a pedirle que precisara de nuevo sus intenciones. Antes, cuando yo le profesaba un cierto respeto, como todos los demás, le consideraba a través de un sentido crítico; pero ahora, insensiblemente, había empezado a adquirir proporciones monstruosas, hasta el punto que parecía que ya ninguna cosa humana pudiese existir en el. Y era inútil cuanto yo hiciese para alejar esta imagen estaba allí, plantada frente a mis ojos, como un fantástico y sólido castillo.
Ocurrió hacia finales del otoño. Solicitado para celebrar los funerales de un viejo feligrés, a dos horas de tren desde allí, el Prior nos anunció una noche que partiría del Templo a la mañana siguiente, a las cinco y media. El ayudante debía acompañarle. Si nosotros queríamos estar preparados para verle partir, debíamos levantarnos a las cuatro de la madrugada, hacer la limpieza y preparar el desayuno.
Apenas levantados, mientras el ayudante asistía al Prior en los preparativos, empezamos los «trabajos matinales» rezando sutras. En el corredor oscuro y frío rechinaba sin cesar la cuerda del pozo. Nos lavarnos a toda prisa. El gallo del corral, con su canto penetrante, desgarró la aurora del otoño. Ajustándonos las mangas del hábito, corrimos hacia el Salón de las visitas a reunimos frente al altar. En la fría madrugada, la paja de las esteras de la gran sala —en las cuales nadie, jamás, se tendía para dormir—, se resistía al tacto con una especie de repulsa. La llama de los cirios temblaba. Hicimos la «triple reverencia»: primero de pie, luego sentados, y por último a golpe de gong.
Los rezos matinales me impresionaban por la franca energía de aquel coro de voces viriles. Estas voces eran lo más fuerte que el oído percibía en el transcurso de toda la jornada: se expandían como una nube de malos pensamientos nocturnos, como si nuestras cuerdas vocales hubiesen vaporizado algún líquido negro. ¿Y yo, en medio de todo eso? No sé, pero sólo pensar que mi voz, con la de los otros, exhalaba nuestras mismas imperfecciones de hombres, me llenaba el corazón de un extraño coraje.
El momento de la partida llegó antes de finalizar la «sesión del grano de arroz». Tal como ordenaban las reglas, nosotros nos alineamos delante de la entrada para despedir al Prior. Todavía era de noche. El cielo estaba cubierto de estrellas. El camino enlosado que conduce al Gran Portal se percibía sólo vagamente bajo la débil claridad de las estrellas, invadido por completo por las sombras gigantescas y constantes de los robles, los ciruelos y los pinos. Mi pulóver tenía agujeros, y el frío del alba me mordía los codos y me penetraba.
Todo se hizo sin ruido. Saludamos en silencio al Prior, que apenas respondió, y sus chanclos de madera cesaron poco a poco de resonar sobre las losas. La cortesía de la secta Zen exige que se espere a que las personas que uno acompaña hayan desaparecido completamente.
A medida que se alejaban, las dos siluetas se iban haciendo menos visibles. Ya sólo se percibía la blanca orla de sus vestiduras y de sus calcetines blancos. En cierto momento creímos que habían desaparecido por completo; pero sólo se habían fundido con la sombra de los árboles. Pronto reapareció el blanco de los vestidos y de los calcetines; el eco de los pasos pareció incluso que resonara más fuerte. Nuestras miradas seguían incansablemente a las dos sombras. Pareció que transcurrían siglos, hasta que, finalmente, más allá del recinto, se esfumaron.
Entonces fue cuando alguna cosa muy singular se operó en mí. Fue como si notase una quemadura en el fondo de la garganta, exactamente como cuando intentaba hacer brotar palabras importantes y se me quedaban paralizadas con el tartamudeo. Era un violento deseo de liberación. Y entonces no quedaba nada de mis ambiciones: ni proseguir los estudios en la Universidad, ni la razón más fuerte de suceder al Prior, como mi madre había sugerido. Lo que quería era escapar a la influencia de aquella fuerza que pesaba sobre mí y me controlaba.
No se puede decir que me faltase el valor. ¿Qué valor podía sacársele a una confesión? ¿Qué precio podía tener una confesión para mí, que, después de veinte años de vivir en este mundo aún no había, por así decirlo, abierto la boca? ¿Se pensará que exagero? Sin embargo, hacer frente al Prior, negarse a declarar, ¿qué era sino sondear la pregunta: «El Mal es posible»? Si yo resistía bien hasta el final en mi negación de hacer confesión, era que el mal, siquiera un átomo del mal, era posible.
Pero viendo, en el crepúsculo de la madrugada, al Prior apareciendo a intervalos bajo la sombra de los árboles con su hábito ribeteado de blanco y sus calcetines blancos, sentí en el fondo de mi garganta esa intensa quemazón; entonces, no pudiendo aguantarme más, estuve a punto de correr a contárselo todo. Se apoderó de mí el deseo de echar a correr tras el Prior, de tirar de su manga y de contarle con todo detalle y en voz alta lo que pasó aquella mañana sobre la nieve. No era un sentimiento de respeto lo que me impulsaba. ¡De ningún modo! Era que aquel hombre influía poderosamente en mí, como una fuerza de la naturaleza.
Me retuvo el sentimiento de que la confesión pulverizaría la primera e ínfima manifestación del mal de mi vida; algo en mí me empujó hacia atrás imperiosamente. Allá arriba, el Prior franqueó el portal exterior y desapareció bajo el cielo todavía en sombras.
Los demás, una vez libres, se precipitaron hacia el vestíbulo a paso vivo. Como yo permanecía en mi sitio, ausente, Tsurukawa me dio una palmada en el hombro... Mi hombro despertó, mi flaco y miserable hombro recobró su altivez.
Debía haber dicho que todo esto, a fin de cuentas, no me privó de ingresar en la Universidad. No tuve necesidad de hacer ninguna confesión. Simplemente ocurrió que días más tarde el Prior nos mandó llamar a Tsurukawa y a mí y nos dijo en pocas palabras que había llegado el momento de prepararnos para el examen, y que estábamos disculpados de los «trabajos» a fin de poder dedicarnos plenamente al estudio.
De modo que entré en Otani, sin por ello haber puesto fin a mi incertidumbre. Nada vi, en la actitud del Prior, que pudiese esclarecerme ni lo que pensaba ni mucho menos la forma en que había decidido disponer su sucesión.
Otani marcó una etapa en mi vida. Fue allí donde empecé a familiarizarme con las ideas, sobre todo con aquellas que yo había especialmente elegido.
Los orígenes de esta Universidad son lejanos. Hay que retroceder casi trescientos años, a 1663, cuando los dormitorios comunes del templo Tsukushi Kanzeon fueron transferidos a la residencia Kikoku, en Kyoto. Desde entonces ya no dejó de ser el seminario de los jóvenes adeptos a la secta Otani del templo Hongan. En tiempos del decimoquinto patriarca del Honganji, gracias a la piadosa donación de un feligrés de Naniwa llamado Soken Takagi, se edificó la Universidad sobre su emplazamiento actual, en Karasumarugashira, al norte de la ciudad. El terreno apenas consistía en algo más de cuatro hectáreas, lo cual es bien poco para una universidad. Fue allí, sin embargo, donde un gran número de jóvenes, no solamente miembros de la secta Otani sino también de todas las demás sectas o escuelas, fueron iniciados en los conocimientos fundamentales de la filosofía budista.
Una vieja puerta de ladrillos separaba los terrenos de la Universidad de la calle y los tranvías; esta puerta estaba encarada al monte Hiei, cuya silueta se dibujaba bajo el cielo, hacia el oeste. Desde la entrada, un sendero para coches, cubierto de grava, conducía a la amplia puerta del edificio principal —una antigua y deprimente construcción de ladrillos rojos, de un solo piso—. Por encima del porche, en lo alto del techo, apuntaba al cielo una torre metálica que no sostenía ni campana ni cuadrante, no siendo ni campanario ni torre de reloj; al pie de un filiforme pararrayos, una anchurosa obertura encuadraba un pedazo de cielo azul.
Cerca del porche había un tilo cargado de años, cuya, densa y majestuosa frondosidad tenía rojos reflejos de cobre Los edificios formaban un descosido conjunto de construcciones agrupadas al azar a través de sucesivas ampliaciones. La mayor parte de estos edificios, antiguos y carcomidos, carecían de pisos, y estaba prohibido penetrar en ellos sin descalzarse. Se comunicaban entre sí por medio de interminables galenas de delgados listones de bambú a punto de romperse y reparadas sólo en parte, Así; de un pabellón a otro, uno se encontraba con todas las tonalidades de la madera, de la más fresca a la mas empacada: era como caminar sobre una especie de mosaico.
Como ocurre siempre cuando uno es nuevo en una escuela, yo me sentía todas las mañanas con el alma flamante, no sin experimentar a pesar de todo un cierto desarraigamiento. No conociendo más Clue a Tsurukawa, no tenía mucho para escoger: con él era con quien siempre charlaba. Pero me pareció que ya no tenían Cernido las penalidades que había pasado para conseguir entrar en este nuevo universo. Tsurukawa, por su parte, debió experimentar lo mismo puesto que al cabo de algunos días, en los recreos, los dos íbamos cada uno por nuestro lado intentando nacer nuevas amistades. Pero, desalentado a causa de mi tartamudez, vi cómo crecía el número de amigos de Tsurukawa al mismo tiempo que aumentaba mi propia soledad.
El programa del año preparatorio comportaba diez materias: moral, japonés, literatura china; chino moderno, inglés, historia, escrituras budistas, lógica matemáticas y cultura física.
Desde un principio, las clases de lógica me trastornaron. Un día, durante una de las pausas para comer que seguían a estas clases, decidí hacer dos o tres preguntas a un estudiante al cual ya había echado el ojo hacía algún tiempo. Acostumbraba despachar su comida fría en lugar apartado, junto a un macizo de flores; en el jardín de atrás como lo hacía con una especie de rito y su modo de comer estaba lleno de desagrado y de misantropía, nadie se acercaba a él. Por su parte, él tampoco dirigía la palabra a nadie y parecía rechazar toda posible amistad.
Yo sabía que su nombre era Kashiwagi. Tenía, como marca peculiar, unos pies increíblemente deformes que se movían con pasos muy bien estudiados. Tenía el aire de caminar constantemente sobre el fango: cuando una pierna conseguía, no sin esfuerzo, despegarse, la otra parecía, por el contrario, encharcarse más. Y al mismo tiempo todo su cuerpo era presa de una vehemente agitación; su andar era una especie de danza extraordinaria, desprovista por completo de trivialidad. Es fácil de comprender por qué reparé en Kashiwagi desde el primer día: su flaqueza era un alivio para mí. De buenas a primeras significaba la aceptación de unas condiciones en las cuales yo también me encontraba.
Estaba comiendo sentado en un parterre de tréboles del jardín. Un descalabrado edificio con todos los cristales rotos, utilizado como sala de karate y de ping-pong, daba sobre este jardín donde crecían cinco o seis escuálidos pinos; había unos miserables bastidores que no protegían de nada: la pintura azul estaba agrietada, corrida, arrugada, como cuando se estropean las flores artificiales. Al lado, algunas tablas superpuestas con macetas de árboles enanos, restos de un montón de tejas y grava, un macizo de primaveras y jacintos.
Era agradable sentarse sobre los tréboles. Las suaves hojas esmaltadas bebían la luz, había un movimiento inquieto de tenues sombras, el parterre entero parecía flotar por encima del suelo.
Kashiwagi sólo se distinguía de los demás cuando caminaba: sentado, no se diferenciaba en nada. Su pálido rostro mostraba una cierta belleza severa; una belleza intrépida, como la de ciertas mujeres bonitas, que para nada se veía menoscabada por su defecto físico. Los contrahechos, como las mujeres hermosas, se cansan de ser mirados; sienten la náusea de vivir continuamente bajo las miradas de los otros, y las miradas que devuelven van cargadas de su propia existencia: el vencedor es el que impone su mirada al otro.
Mientras comía, Kashiwagi mantenía los ojos bajos; pero se veía que no se le escapaba nada de lo que ocurría a su alrededor. Sentado bajo la luz del sol, respiraba su propia plenitud personal; me llamó vivamente la atención. Viendo su silueta, me di cuenta que la timidez y la secreta vergüenza que me producía la sola presencia de las flores y del sol primaveral era algo totalmente desconocido para él. Él era una sombra que se afirmaba a sí misma, o más bien la sombra que existía en sí —seguramente impenetrable bajo su dura corteza, en medio de la claridad del sol.
El almuerzo que estaba comiendo —tan absorto y, sin embargo, con un aire de repugnancia—, era sin duda insuficiente, apenas algo mejor que el mío, que preparaba yo mismo en la cocina, por la mañana. En 1947, a menos de comprar de estraperlo, era imposible alimentarse convenientemente. Me detuve junto a Kashiwagi, con mi bocadillo y mi cuaderno de notas en la mano. Mi sombra daba sobre su comida; él levantó la cabeza, me lanzó una ojeada, y luego, inclinándose de nuevo, reanudó su lenta y monótona tarea de masticar como un gusano de seda con su hoja de morera.
—¿Sería usted tan amable —empecé yo, tartamudeando como nunca— de explicarme dos o tres cosas que no he comprendido bien durante la lección...? —Me expresé en la lengua de Tokyo, ya que después de mi ingreso en la Universidad decidí no volver a utilizar el dialecto de Kyoto.
—No entiendo nada de ese trabalenguas —replicó Kashiwagi. Yo disimulé, en tanto que él, mientras lamía sus palillos, añadió—: Sé muy bien por qué vienes a hablarme, ¿sabes? Creo que tú te llamas Mizoguchi, ¿no es eso? Pues bien, Mizoguchi, si lo que quieres es que seamos amigos porque los dos estamos mal paridos, yo no tengo inconveniente. Pero compara nuestros dos infortunios y reconoce que el tuyo no es muy grave. Tú le das demasiada importancia a tu persona; por lo tanto, se la das también demasiada a tu tartamudez.
Cuando, por lo que siguió, supe que pertenecía a una familia Zen de la secta Rinzai, como yo, me di cuenta de que durante este diálogo había utilizado como cebo las maneras de un sacerdote Zen; pero ¿cómo negar la poderosa impresión que entonces me produjo?
—¡Tartamudea, venga! —dijo—. ¿Y luego qué? —Tenía todo el aire de estar divirtiéndose, y yo me quedé con la boca cerrada, sin pronunciar palabra—. Por lo que se ve, has terminado por dar con uno con el cual podrás tartajear sin sentir vergüenza, ¿eh? Todo el mundo hace lo mismo, y se busca un compañero de miserias. Y ahora, dime, ¿todavía eres virgen?
Sin ni siquiera la sombra de una sonrisa, yo asentí con la cabeza. Me había hecho la pregunta como esos médicos que inmediatamente nos hacen comprender que, para nuestro interés, es mejor no responder con mentiras.
—Lo suponía. Eres virgen. Pero no tienes nada de mancebo, ¡claro! No tienes ningún éxito con las mujeres ni el suficiente valor para entregarte a las prostitutas. ¡Esa es la cuestión! Y bien, amigo, si has creído encontrar a otro mancebo como tú, es que te has puesto la venda en los ojos. Y si quieres saber cómo perdí mi virginidad, te lo voy a contar... Y, sin esperar mi respuesta, empezó:
«Mi padre es un sacerdote Zen de las cercanías de Sannomiya, y yo nací con los pies deformes... Viéndome lanzado así, en semejante confesión, debes tomarme por un pobre diablo, por uno de esos enfermos siempre dispuestos a volcar su alma en el regazo del primero que llega. Pero no hay nada de eso, yo no tengo por costumbre el hacer confidencias a cualquiera. Me molesta tener que confesarlo, pero yo también te había escogido desde hace días para hacerte esta confidencia. ¿Sabes?, me pareció que sacarías provecho de ella más que cualquier otro, y que si hacías lo mismo que yo hice, sin duda sería para ti una cosa magnífica. Tú no ignoras que es así como el clero huele de lejos a las almas piadosas, que es así como los partidarios de la ley seca se atraen a los adeptos al antialcoholismo.
»Y bien. Yo sentía vergüenza por mis condiciones físicas. Creía que reconciliarme, vivir en buenas relaciones con ellas, habría sido un desastre. Motivos de rencor no me faltaban, ciertamente. El deber de mis padres, cuando yo era niño, era hacerme operar; ahora ya es demasiado tarde. No he experimentado para con ellos más que indiferencia: hoy ya me costaría demasiado guardarles rencor.
»Estaba convencido que las mujeres no podrían amarme nunca. Esto, que está muy por encima de lo que la gente imagina, es una certeza confortable y tranquilizadora; puede que tú mismo te hayas dado cuenta. Entre mi negativa absoluta de reconciliarme con mis condiciones de existencia y esta convicción, no hay necesariamente contradicción. Porque si yo hubiese creído poder ser amado, tal como soy, por las mujeres, esto me habría llevado a reconciliarme de igual modo con mis condiciones de existencia. El valor para juzgar implacablemente la realidad y el valor para combatir este juicio, según, me di cuenta, se compenetraban como dos ladrones en el acto de robar. Sin mover siquiera un dedo, yo podía pasar a tomar disposiciones combativas.
»En estas condiciones, debo confesar que no me seducía demasiado perder mi virginidad en brazos de una prostituta, como la mayoría de mis camaradas. Y se comprende muy bien, puesto que esas mujeres se acuestan con uno sin amor; todo les da lo mismo: viejos decrépitos, mendigos, tuertos, adonis, leprosos, ¡con tal que ellas no lo sepan! Esta igualdad de trato hace sentirse a sus anchas a la gente joven, compran a la primera mujer que encuentran; pero a mí todo esto no me decía nada. Yo no podía admitir ser tratado del mismo modo que un hombre normal: me habría sentido abominablemente degradado. Como ves, era presa de un miedo análogo al que tú sientes actualmente; el miedo a dejar de existir, en un sentido, por poco que dejen de reparar en mis pies deformes o por si hacen como si no existieran. Para que fuese plenamente reconocida y admitida mi condición particular, me era esencial organizar las cosas para mí de un modo cien veces más suntuosamente que para el común de los mortales. Es preciso que mi vida, a cualquier precio, me decía yo, ¡sea de este modo!
»El espantoso sentimiento de insuficiencia y abandono que nace de un antagonismo entre nosotros y el mundo, podría sin duda desaparecer, a condición de que cambiara uno de los dos: o el mundo o nosotros; quimeras de soñador que yo execraba. Sin embargo, habiendo llegado después de una larga investigación a este convencimiento de que si el mundo cambiase yo dejaría de existir, y viceversa, percibí aquí, de un modo bastante paradójico, una forma de reconciliación, de compromiso. En el sentido de que la coexistencia era posible entre el mundo, de una parte, y de otra parte la idea de que sólo se me debía amar tal como yo era. La trampa donde el contrahecho acaba siempre por caer no es la de resolver el antagonismo que le opone al mundo, sino la de asumir integralmente este antagonismo. Y es por ello que el contrahecho es incurable...
»Fue en esta época, en la flor de mi adolescencia —y hablo en el más riguroso sentido de la palabra—, cuando me ocurrió una cosa increíble. En nuestra parroquia había una rica familia cuya hija, diplomada en el colegio femenino de Kobe, era conocida por su belleza. Un día, inesperadamente, me declaró que me amaba. Yo me quedé un rato sin poder creerlo. Debido a mi desgracia, yo aventajaba a muchos en el secreto de penetrar el alma de las personas. No era hombre que me dejase ofuscar tanto como para colocar este amor por encima de la simple y pura simpatía. Jamás la simpatía, por sí sola, conduciría a una mujer a amarme, y yo lo sabía pertinentemente. No, aquel amor tenía su raíz en un excepcional orgullo. Porque la muchacha era perfectamente consciente de su belleza, perfectamente consciente de su alto precio en tanto que mujer, no podía tolerar los pretendientes demasiado seguros de sí mismos, no podía colocar en la balanza su propio orgullo frente a la suficiencia de un joven presuntuoso. Los «buenos partidos» no provocaban en ella más que odio, tanto más cuanto más aduladores. Al fin, cansada de esquivar, con una repugnancia casi maníaca, toda unión susceptible de establecer una paridad (en lo cual ella quería ser de una absoluta honestidad), la muchacha había puesto sus ojos en mí.
»Mi respuesta ya estaba preparada desde mucho antes. Tal vez te reirás; pero le contesté directamente, en su misma cara: ”Yo no te quiero” ¿Qué otra cosa podía responder? Fue una respuesta honesta, sin la menor traza de fanfarronada. Si, en lugar de eso, me hubiese dado por aprovecharme de la ganga y decirle: ”yo también te quiero”, entonces habría dejado de ser un personaje cómico para ser casi trágico. Los hombres cuyo aspecto se presta a la risa tienen la sabiduría de evitar el error de aparecer trágicos. Y me daba cuenta de que si yo caía en este error, la gente, en mi presencia dejaría de sentirse a sus anchas. Sobre todo, lo que no debía hacer ante los otros es inspirar lástima; lo esencial es no contrariar su espíritu. Por eso cortaba toda complicación de este género al responder resueltamente: ”Yo no te quiero”.
»La muchacha, por su parte, tampoco cedió; dijo que yo estaba mintiendo. Fue realmente un espectáculo curioso verla cómo se esforzaba para convencerme en medio de mil precauciones a fin de no herir mi orgullo. Que un hombre no pudiera estar prendado de ella, he aquí lo que no podía concebir; y si existía uno, es que se engañaba a sí mismo. Y se lanzó a un minucioso análisis de mí mismo, por el cual concluyó terminantemente que en realidad yo estaba, desde hace tiempo, enamorado de ella. A pesar de todo, se mostraba sagaz: partiendo de ese postulado por el cual ella me amaba con un amor verdadero, y del hecho de que yo era una conquista difícil, lo que me dijo no fue que me amara por mi belleza —lo cual me habría encolerizado—, ni por mis magníficas piernas —lo cual me habría encolerizado aún más—, ni por lo que había en mí y no por mi aspecto exterior —lo que me habría puesto a rabiar—. No, teniendo globalmente en cuenta todos estos datos, ella se contentó con repetirme: ”Te quiero”. Naturalmente, su análisis le hizo descubrir que había una ternura, también en mí, que respondía a la suya. Yo no podía admitir semejante sofisma.
»Aquí, el deseo me invadió en oleadas cada vez más poderosas. Pero no me pareció que pudiera conducirnos al abrazo. Pues si ella efectivamente me amaba a mí y no a otro, era, de toda evidencia, porque encontraba en mí alguna cosa particular, única, que me distinguía de los demás; y esta cosa no podía ser otra que mi debilidad física. Es decir, que este amor, para mí, era claramente imposible. Puesto que también habría podido producirse lo contrario en el caso de que mi originalidad hubiese sido otra cosa en lugar de mis pies torcidos. Pero para mí, reconocer esta originalidad, o más bien esta justificación de mi existencia, en cualquier otra parte que en mis pies deformes, significaba ser conducido a admitir al lado de lo esencial alguna cosa accesoria; por consiguiente, a admitir también de la misma manera la justificación de la existencia de los otros; lo cual me conducía a admitir la disolución de mi individualidad en el contexto del mundo. Así que, del amor, ni hablar. Lo que aquella muchacha creía amor no era más que una ilusión; por mi parte, amarla me era imposible. De modo que no hice más que repetirle: ”Yo no te quiero”.
»Cosa extraña, cuanto más le repetía yo que no la quería, más profundamente ella se hundía en la ilusión de que me amaba. De tal modo que una noche me abandonó su cuerpo. ¡Y qué cuerpo! ¡Espléndido! ¡De una increíble belleza!...
»Una malhadada flojedad me privó de hacer frente a la situación.
»Este fracaso catastrófico arregló el asunto de manera muy simple. La muchacha debió ver en ello una irrefutable prueba de que yo no la amaba, puesto que me abandonó.
»Estaba humillado; pero comparándola con la que me venía de mi cuerpo enfermo, ninguna humillación contaba para mí. Lo que me consternaba era otra cosa. Yo conocía perfectamente las razones de mi flojedad: era el pensamiento de mis pies deformes tocando los bonitos pies de ella. Y la paz que me daba la certitud de no ser jamás amado, este descubrimiento la atacaba por dentro y no dejaba de ella más que escombros.
»Yo había, en aquel momento, experimentado una falsa alegría al creer que mi deseo, que la satisfacción de mi deseo, me daría la prueba evidente de mi imposibilidad de vivir el amor. Pero la carne me había traicionado: lo que mi espíritu quería hacer, lo había hecho la carne poniéndose en su lugar. De modo que yo me encontraba ante una nueva contradicción. Expresándome de un modo un poco vulgar, diría que, seguro de no ser amado jamás, yo no había hecho más que soñar con el amor; y que, para terminar, había substituido este amor por el deseo, lo cual me había traído la paz. Pero al mismo tiempo descubrí que este deseo exigía de mí el olvido de mis condiciones de existencia, dejar de lado lo que constituía la sola y única barrera entre mí y el amor: la certeza de no ser amado nunca. Yo había creído que el deseo era una cosa muy clara, y nunca sospeché que estuviese sujeto a dejarse ver, por poco que fuese, a la luz del sueño.
»Desde entonces me interesó mi cuerpo más que mi espíritu. No es que me hubiese
convertido en la encarnación de deseo puro; me contentaba con soñarlo. Frente al deseo, me hice como el viento: invisible pero viéndolo todo, yendo hasta el fondo a través de delicados contactos, cubriéndolo todo con una caricia uniforme, insinuándose para acabar guardando su más íntimo secreto... Si te digo que mi carne adquirió conciencia de sí misma, imaginarás sin duda alguna cosa de aspecto parecido a un objeto macizo, opaco, sólido. No se trata de nada de eso. Para mí, realizarme en tanto que cuerpo singular, en tanto que deseo singular, significaba llegar a ser transparente, invisible —como el viento, en una palabra.
»Pero al instante surgía el obstáculo de mis pies deformes: ellos se negaban siempre a toda transparencia. Más que dos pies, lo que representaban era un par de espíritus obstinados; allí estaban, existiendo como objetos más sólidos, más perdurables que mi propia carne.
»La gente piensa que sin espejo no puede uno verse; pero los contrahechos tienen un espejo constantemente ante su nariz. En este espejo, durante las veinticuatro horas del día se reflejaba mi persona. ¡Imposible olvidarlo! Para mí, lo que la gente llama inquietud o malestar no son más que chiquilladas. Lo mío no era nada de eso; yo existía con este cuerpo hecho así, tan seguro y definitivo como la existencia de un sol, de una tierra, de bonitos pájaros y repugnantes cocodrilos. El mundo era como la piedra de una tumba: inmóvil.
»Sin inquietud, sin prisas, he aquí lo que determinaba la singularidad de mi estilo de vida. ”¿Para qué vivir?”, se pregunta la gente, y les ves angustiados, incluso se suicidan. Pero para mí no había problema. Yo tenía los pies deformes: era ésta la condición que me había formado, la justificación de mi existencia, mi objetivo, mi ideal, la vida en sí. El solo hecho de existir era suficiente para colmarme. Esa angustia de vivir, ¿acaso no se debe ante todo a lo que uno paga por el lujo de ser un insatisfecho, de encontrar que la vida no llega a colmar lo suficiente?
»Mi atención se centró en una vieja viuda de mi pueblo que vivía sola. Le hacíamos sesenta años o incluso más. En el aniversario de la muerte de su marido, yo reemplacé a mi padre y fui a casa de ella para rezar las oraciones según la costumbre. No vino ningún pariente; ante el altar de la familia no había nadie más que la vieja y yo. Concluida la plegaria, ella me sirvió el té en una habitación contigua, y como era en verano, yo le pregunté si me permitía tomar un baño. Me desnudé, y ella me echó el agua sobre la espalda. Fijó en mis pies una mirada llena de compasión, y entonces, de repente, se me ocurrió una idea.
»Al volver al cuarto donde había tomado el té, mientras me secaba, empecé a contarle con la mayor seriedad del mundo que en mi nacimiento Buda se había manifestado a mi madre mientras ella dormía y le anunció que la mujer que adorase con fervor los pies de su hijo cuando fuese adulto reviviría en el paraíso. La vieja, embotada por la religión, me escuchaba desgranando las cuentas de su rosario y devorándome con los ojos. Tendido de espaldas, como un cadáver, desnudo, las manos juntas sobre el pecho sosteniendo el rosario, yo musitaba oraciones de mi invención. Había cerrado los ojos. Mis labios, incansablemente, mascullaban jaculatorias.
»Puedes imaginarte mis ganas de reír. Me contenía, pero por dentro me estaba desternillando de risa. Te aseguro que estaba muy lejos de delirar acerca de mi persona. Tenía perfecta conciencia de que la vieja, mientras rezaba junto a mis pies, estaba abandonada a la más ardiente de las adoraciones. Yo no pensaba más que en esa adoración de mis pies, y lo ridículo de la situación me sofocaba. Sólo pensaba en mis pies deformes, no veía más que mis pies deformes, su aspecto monstruoso; esta condición que me había convertido en el non plus ultra de la fealdad. ¡La bárbara bufonada! Y para colmo de lo verdaderamente burlesco, las greñas de la vieja, que no paraba de prosternarse, me hacían cosquillas en la planta de los pies.
»Me di cuenta que desde el día que me mostré impotente al contacto de aquellos bonitos pies de la muchacha, había estado completamente engañado respecto a mi deseo. Puesto que en pleno desarrollo de la innoble ceremonia, descubrí que yo estaba excitado. Y sin la menor complacencia por parte de mi imaginación. Puesto que me encontraba en las más desalentadoras condiciones.
»Me incorporé, y, bruscamente, volqué a la vieja. No tuve ni siquiera el tiempo de asombrarme ante el hecho de que ella no manifestó la más leve sorpresa. Tal como la había volcado, los ojos fuertemente cerrados, ella seguía recitando sus oraciones sin la menor interrupción. Recuerdo con toda claridad, es extraordinario, que se trataba de un pasaje del sortilegio de la Gran Alma Compasiva: ”Iki, ikí. Shino shinó. Orasan. Furasharí. Haza haza jura shayá”.
»Según los comentarios del texto, como tú sabes, esto quiere decir: ”De Ti imploramos, de Ti imploramos la pura sustancia de integral pureza a fin de destruir los Tres Venenos del alma: la Concupiscencia, la Cólera y la Injuria”.
»Tenía ante mí, para acogerme, a una vieja con los ojos cerrados, de sesenta años por lo menos, de rostro curtido y sin afeites. Mi excitación, sin embargo, no sufrió esta vez ninguna caída: aquí es donde culmina la farsa, pero 70 me sentía, inconscientemente, SEDUCIDO... ”Inconscientemente” no es la palabra exacta, puesto que yo lo veía todo; lo característico del infierno es que allí todo se distingue, incluso la más leve cosa, con una nitidez definitiva a pesar de ser en medio de la noche más negra.
»En el rostro surcado de arrugas de la vieja no había ninguna traza de belleza ni de santidad. Sin embargo, su edad y su fealdad, ¿no me confirmaban una vez más que en mis estructuras mentales no había lugar para los sueños? Por bello que sea un rostro de mujer, ¿quién puede asegurar que, bajo una mirada desprovista de la más ínfima carga de sueños, no llegará a transformarse en esta cabeza de vieja? Era exactamente esto: había esta cabeza, y había mis pies deformes. En definitiva, ver las cosas en su verdad desnuda era lo que determinaba mi estado de excitación física. Por primera vez yo podía creer en mi propio deseo, con un matiz de amistad. Todo el problema —ahora lo veía claro— consistía no en reducir la distancia entre mí y el objeto, sino al contrario, en mantener esta distancia, de modo que el objeto, si lo había, permaneciese como tal.
»Nada mejor que contemplar las cosas a distancia. ¿Tú ves?, en aquellos momentos, a raíz de mi lógica de contrahecho según la cual el deseo alcanza su coronamiento en el instante mismo en que uno se inmoviliza —lo que excluye toda sospecha de malestar y de inquietud—, en aquellos momentos, digo, descubrí la lógica de mi erotismo. Y por lo mismo descubrí una ficción para mi uso, una especie de sucedáneo parecido a eso que la gente llama de ordinario la embriaguez del deseo. Puesto que para mí, el acuerdo fundado únicamente sobre el deseo —un deseo que se parece al viento, que se parece a una capa mágica que le hace a uno invisible— no sería más que un sueño ilusorio; al mismo tiempo que yo miro es preciso que yo sea, a mi vez, mirado, y en todos los aspectos. Así, por mis pies deformes, las amantes se ven expulsadas fuera de mi esfera; y se quedan guardando las distancias: en eso está la realidad desnuda, y mi deseo no es sino una especie de ”apariencia”. Fijando esta realidad, yo me lanzo al revés, en una caída sin fin, al seno de esta apariencia y es entonces cuando la eyaculación se produce en dirección a la realidad fijada. Mujeres, pies deformes, sin tocarse jamás, sin juntarse jamás, son expulsados al mismo tiempo de mi universo... y mi deseo se exacerba hasta el infinito. Porque nunca, decididamente nunca —¡y tanto mejor!— estas bonitas piernas y mis feos pies entrarán en contacto.
»¿Te cuesta entender lo que quiero decir? ¿Hace falta que me explique mejor? Comprenderás, por lo menos, por qué a partir de aquel día he podido sin dificultad hacerme a la idea de que para mí el amor es imposible. Liberado de toda inquietud. ¡Liberado del amor! El mundo se había inmovilizado para siempre, y al mismo tiempo había alcanzado el objetivo deseado. ¿Es necesario insistir, precisar, diciendo: ”el mundo de los hombres”? Entonces, con una sola frase, puedo definir la ilusión que este mundo es inseparable del amor: es el esfuerzo, condenado al fracaso, para aplicar a lo real eso que yo he llamado la ”apariencia”. Desde entonces, desde mi convicción de no ser jamás amado, fui conducido a darme cuenta de que ésta estaba fundamentalmente unida a la condición humana. He aquí todo lo que puedo decirte acerca de la pérdida de mi virginidad.»
Kashiwagi se calló. Yo le había escuchado conteniendo el aliento, y al fin dejé escapar un suspiro. Sus argumentos me habían trastornado; me costó mucho liberarme de la dolorosa sensación que me produjo aquel choque con un modo de ver las cosas que, hasta entonces, yo no había siquiera imaginado.
Apenas había Kashiwagi terminado de hablar que reapareció el sol primaveral, envolviéndome con sus rayos. Los tréboles resplandecían bajo la luz. De nuevo se podían oír los gritos que nos llegaban del campo de baloncesto, detrás del edificio. Era el mismo mediodía de la misma primavera de siempre, y sin embargo, parecía que todo hubiese cambiado completamente de significado.
Incapaz de permanecer en silencio, yo quería decir también algo, exponer mi parecer. Y tartamudeé torpemente:
—Te habrás sentido muy solo, después.
Con toda la mala intención, una vez más, Kashiwagi hizo como que no entendía mis
palabras y me obligó a repetirlas. Sin embargo, en su respuesta había ya un poco de amistad:
—¿Solo, has dicho? ¿Por qué iba yo a encontrarme solo? Lo que he llegado a ser después lo sabrás poco a poco, a medida que vayamos conociéndonos mejor.
La campana anunció la reanudación de las clases. Me estaba levantando cuando Kashiwagi, todavía sentado, tiró brutalmente de mi manga. Yo llevaba el uniforme que ya había usado en el colegio Zen; solamente lo habían remendado y cosido botones nuevos; la tela estaba deslucida y en pésimo estado. Y para colmo era demasiado estrecho para mi cuerpo ya de por sí flaco, haciéndome parecer todavía más pequeño.
—La clase de literatura china, ¿no? ¿No la encuentras un poco fastidiosa? Mejor será que vayamos a dar una vuelta.
Dicho lo cual se incorporó sobre sus piernas haciendo un extraordinario esfuerzo: primero pareció que se dislocara y luego como si volviera a colocar todos los pedazos en su sitio; me hacía pensar en los camellos que yo había visto en el cine.
Yo no había faltado nunca a ninguna clase, pero no quería dejar escapar aquella ocasión de aprender algo más con Kashiwagi. Nos dirigimos hacia la puerta principal. En la calle, la particularísima manera de caminar de Kashiwagi se impuso de repente a mi atención y me sentí molesto. ¡Yo, participando así de las reacciones de la muchedumbre! ¡Yo, avergonzado de ir en compañía de Kashiwagi! ¡Era algo inesperado!
Kashiwagi me permitía percibir con claridad dónde se alojaba mi vergüenza y al mismo tiempo me empujaba hacia la vida. Todas las vergüenzas de mi alma, todos los demonios de mi corazón, remodelados por sus palabras, se convertían en cosas llenas de frescura. ¿Fue por esta razón que, una vez franqueada la gran puerta de ladrillos rojos, mientras nuestros pasos oprimían la grava, se me apareció el monte Hiei, envuelto a lo lejos en una leve bruma, como si lo viera por primera vez? Igual que muchas cosas adormecidas en torno a mí, el monte Hiei parecía recuperar una vida y una significación nuevas. Su cima apuntaba al cielo, pero las colinas, a sus pies, se extendían hacia el infinito como un tema musical cuyas últimas vibraciones se prolongaran indefinidamente. Más allá de la hilera de bajas techumbres, mientras los declives sombreados con los tonos de la primavera permanecían sepultados en un profundo azul-negro, los pliegues del monte se destacaban solos y nítidos con un relieve que parecía muy próximo.
Poca gente y pocos coches pasaban frente a la Universidad. De vez en cuando se oía el retumbar de un tranvía de la línea Estación Depósito-Central de Karasumaru. Al otro lado de la calle, los montantes carcomidos de la puerta de acceso al campo de deportes quedaban frente a la puerta que nosotros acabábamos de cruzar, prolongándose hacia la izquierda con una hilera de gingkos de dos lóbulos y cubiertos de hojas nuevas.
—¡Demos una vuelta por el campo de deportes! —exclamó Kashiwagi.
Fue el primero en cruzar la calle. Con la impetuosidad de una rueda de molino, dando bandazos frente a mí, cruzó la calle casi desierta agitando furiosamente toda la masa de su cuerpo. En los vastos terrenos de juego se entrenaban estudiantes que no tenían clase o que estaban dispensados de ir; al fondo había varios grupos que practicaban el catch; más cerca, cinco o seis muchachos se entrenaban para el maratón. No hacía ni dos años que la guerra había terminado y la juventud ya buscaba el medio de derrochar su energía. Yo me acordé de las frugales comidas en el templo. Nos sentamos en un columpio medio podrido, mirando, sin verlos, a nuestros camaradas que la elipse de su maratón unas veces los traía muy cerca y otras los alejaba. El haber faltado a una clase era para mí como el contacto en la piel de una camisa que se estrena; el sol que nos envolvía, el roce imperceptible de la brisa me producían esta sensación. Un pelotón de corredores, jadeantes, se acercaba a nosotros poco a poco, y a medida que aumentaba su fatiga el ruido de sus pasos se hacía más desordenado; luego, dejando tras ellos una nube de polvo, se alejaron.
—¡Los imbéciles! —exclamó Kashiwagi. No había en sus palabras ninguna traza de envidia o resentimiento—. ¿Para qué sirve todo ese espectáculo? ¡Dirán que sirve para su salud? En todas partes se multiplican las manifestaciones deportivas, claro. ¡Verdaderamente, qué síntoma de decadencia! La clase de espectáculos que habría que ofrecer a la gente es el que nunca se le deja ver; lo que habría que mostrarles son las ejecuciones de la pena capital. ¿Por qué esas ejecuciones no son públicas?
Después de reflexionar un momento, Kashiwagi, añadió:
—¿Cómo crees que se mantiene el orden, durante la guerra, sino dando el espectáculo de muertes violentas? ¿Y por qué han decidido que las ejecuciones ya no deben tener lugar en público? Se dice: «Es para evitarle a la gente el gusto a la sangre». ¡Qué idiotez! Durante la guerra, los que se ocupaban de sacar cadáveres entre los escombros, ¿qué cara ponían? Pues todo lo apacible y sumisa que se pueda imaginar. Ver a los seres humanos cubiertos de sangre, retorcidos por el dolor de la agonía, oír los lamentos de los moribundos, he aquí lo que hace humildes a los hombres, lo que colma sus almas de delicadeza, de clarividencia, de paz. No es entonces, nunca, cuando nos convertimos en seres sanguinarios y crueles; es, por ejemplo, en un hermoso mediodía de primavera como éste, contemplando distraídamente un rayo de sol que juega al escondite con las hojas sobre el fresco césped recortado... Sí, es en estos momentos que uno se transforma...
»Todas las pesadillas del mundo, todas las pesadillas de la historia han nacido de este modo. Es bajo un sol luminoso que los agonizantes ensangrentados adquieren contornos de pesadilla, que la pesadilla se materializa; y entonces ya no es la imagen de nuestro sufrimiento, sino la de la espantosa tortura de los otros. Y ante el sufrimiento de los otros, uno puede permanecer perfectamente insensible. ¡Ah!, ¡qué liberado se queda uno!
Por fascinante que resultara el sanguinario dogmatismo de mi compañero —y lo era, ciertamente—, lo que yo deseaba saber de él en aquel momento, antes que nada, era el camino que había recorrido después de la pérdida de su virginidad. Porque, como ya he dicho, esperaba ardientemente que él me enseñara la «vida». Así que dije algunas palabras relacionadas con el problema que deseaba plantear:
—¿Quieres decir las mujeres? Pues bien, actualmente he llegado ya a distinguir, con toda exactitud, por INTUICIÓN, aquellas que se sienten atraídas por los hombres con pies deformes. Hay una clase de mujeres que son así. Este secreto puede que ellas lo guarden durante toda su vida, incluso puede que se lo lleven a la tumba. Tal vez es su única y exclusiva concesión al mal gusto, la única cosa acerca de la cual se permiten soñar... Sí, se las puede reconocer a la primera ojeada. ¿De qué modo? Son, en general, bellezas de primer orden, con una nariz afilada y deliciosa, y una boca, por el contrario, un poco débil, tibia...
Justo en aquel momento, apareció una muchacha que se dirigía hacia nosotros.
CAPÍTULO V
La muchacha no cruzó el campo de deportes, sino que siguió avanzando fuera de él, por una calle ligeramente más baja que bordeaba un barrio residencial. La habíamos visto salir de una suntuosa propiedad de estilo español. Con sus dos chimeneas, sus ventanas acristaladas de enrejado oblicuo y la vasta vidriera de su invernadero, aquella mansión ofrecía un aspecto de extrema fragilidad, y fue sin duda a petición de su propietario que se había instalado la alta red metálica que separaba el terreno de juego de la calle.
Kashiwagi y yo seguíamos sentados en el columpio, cerca de la red metálica. Observé el rostro de la muchacha que se acercaba y me quedé estupefacto: aquella noble fisonomía era la misma, trazo por trazo, que Kashiwagi me acababa de describir en las mujeres «que se sienten atraídas por los pies deformes». Cuando más adelante pude reflexionar acerca de mi repentino estupor del momento, me sentí un poco ridículo: Kashiwagi podía conocer ese rostro desde hacía tiempo y haber hecho de él el tema habitual de sus reflexiones...
Permanecimos a la espera. Bajo el sol primaveral, el monte Hiei levantaba frente a nosotros su cresta de un azul denso. La muchacha se acercaba lentamente. Los argumentos que Kashiwagi acababa de exponerme acerca de sus pies deformes y sus amantes —que él comparaba a dos puntos perdidos en medio del mundo de las realidades, como dos estrellas en el cielo que nunca han de encontrarse—, este deseo carnal que sólo se cumplía huyendo a un universo fantasmagórico, la conmoción que me habían dado estos extraños conceptos yo no la había aún superado. Justo en aquel momento, una nube cruzó delante del sol: Kashiwagi y yo nos encontramos inmersos en una ligera sombra, en un universo que de pronto adquirió un aspecto irreal. Todo se fundió en un gris de ceniza, se hizo vaporoso; incluso mi existencia se convirtió en algo vaporoso. Solamente parecían resplandecer, en el firmamento de las verdaderas realidades, y existir auténticamente, la cima violeta del monte Hiei a lo lejos y, cerca de nosotros, la noble silueta que se acercaba lentamente.
En efecto, ella estaba llegando. Pero el paso de los minutos era un verdadero sufrimiento que se iba haciendo más y más agudo, puesto que a medida que la muchacha se acercaba adquiría insensiblemente un rostro distinto, sin relación ninguna con su verdadero rostro.
Kashiwagi se levantó. Bajando la voz, en un tono grave, me murmuró al oído: —¡Haz lo que te diré! ¡Ven!—. Yo no podía hacer otra cosa que seguirle. Caminamos a lo largo del pequeño muro que daba a la calle, siguiendo la misma dirección que la muchacha y paralelamente a ella.
—¡Salta!
Sentí en mi espalda los dedos puntiagudos de Kashiwagi que me empujaban: pasé las piernas por encima del muro y salté a la calle. Un salto de menos de un metro no representaba nada para mí, pero cuando mi contrahecho amigo me hubo imitado, se encontró, en medio de un ruido horrendo, desplomado en el suelo; como era de esperar, había saltado mal y se había caído.
Lo que vi entonces a mis pies era el dorso de un uniforme negro con enormes pliegues, una forma boca abajo que no tenía nada de humano; por un instante creí ver una de esas grandes manchas negras que uno no sabe exactamente lo que son, una de esas charcas de agua enfangada que siembran los caminos después de la lluvia.
Kashiwagi se había desplomado justo a los pies de la muchacha. Ella se quedó petrificada. Al arrodillarme para ayudar a mi amigo a levantarse, vi aquella nariz de arista alta y fresca, aquella boca de comisuras un poco blandas, aquellos ojos velados, y entonces, como en un rayo, se me apareció el rostro de Uiko bajo el claro de luna.
Pero la imagen se esfumó en seguida: no vi más que una muchacha que no tenía más de veinte años y que clavaba en mí una mirada de desprecio, disponiéndose a seguir su camino. Kashiwagi, cuya sensibilidad era todavía más desatada que la mía, adivinó todo lo que pasaba sin necesidad de verlo. Se puso a dar alaridos. Sus terribles gritos llenaron la avenida que el mediodía había dejado desierta.
—¡Corazón de piedra! ¿Va usted a dejarme aquí? Es por culpa suya que me encuentro en este estado.
La muchacha se volvió. Temblaba. Con la punta de sus dedos delgados y finos se frotaba las mejillas, que se le habían quedado exangües. Finalmente, me preguntó:
—¿Qué puedo hacer...?
Kashiwagi ya había levantado la cabeza. Clavando fijamente los ojos en la muchacha y haciendo resaltar cada palabra, dijo:
—¿Quiere usted decir que en su casa no hay ni un simple botiquín?
Ella permaneció un instante sin responder; luego, dando media vuelta, se fue por donde había venido. Yo ayudé a Kashiwagi a levantarse. Hasta que no le tuve en pie, me pareció terriblemente pesado y con un doloroso jadeo. Pero cuando empezó a caminar apoyado en mi espalda, me sorprendió la soltura de movimientos de su gran cuerpo...
Corrí hasta la parada del tranvía, frente a la estación de Karasumaru, y salté al coche. Pero hasta el momento de partir en dirección al Pabellón de Oro me sentí oprimido. Mis manos estaban cubiertas de sudor.
Apenas hube ayudado a Kashiwagi, siguiendo los pasos de la muchacha, a franquear el umbral de la gran mansión española, me sobrevino el pánico y lo dejé allí plantado, huyendo sin mirar detrás de mí ni una sola vez. No sintiéndome ya con ánimo de volver a la Universidad, me precipité a lo largo de la avenida desierta, pasando como una tromba por delante de las tiendas, alineadas como una ristra de cebollas, la farmacia, la pastelería, el electricista. Percibí vagamente, con el rabillo del ojo, una mancha violeta y escarlata que se agitaba: debió de ser frente a la iglesia Terni, de Kotoku: probablemente farolillos de papel, grabados con la flor del ciruelo y colgados a lo largo del negro cercado, y las tapicerías violetas de la gran portalada adornadas con el mismo blasón. ¿Hacia dónde corría? Ni yo mismo podía saberlo. Sólo cuando el tranvía, arrastrándose penosamente, se acercó a Murasakino, me di cuenta de hasta qué punto mi corazón estaba impaciente por regresar de nuevo al Pabellón de Oro. En plena temporada turística y a pesar de ser un día laborable, una muchedumbre increíble circulaba por los jardines del Templo. El viejo guía, viéndome cómo me abría paso violentamente en medio de la muchedumbre para llegar cuanto antes al Pabellón de Oro, me clavó una mirada de asombro.
De nuevo me encontraba frente a este Pabellón de Oro que la primavera envolvía con un polvillo danzante y los horrendos grupos de turistas. Mientras resonaba la potente voz del guía, el Templo de Oro parecía disimular su belleza con un gesto de despego, de indiferencia fingida. Toda su pureza estaba contenida en el simple reflejo de su imagen en las aguas del estanque. Sin embargo, mirándolo desde cierto ángulo, la nube de polvo se parecía a la nube dorada que en el conocido cuadro envuelve a los budistas que escoltan a Buda en su descenso a la tierra; del mismo modo, detrás de su velo de polvo, el Pabellón de Oro hacía pensar en viejos colores desvaídos por el tiempo, en un dibujo casi borrado. Y no tenía nada de extraño que la confusión y la algazara que reinaban en torno penetrasen las delicadas columnas para ir a perderse, como aspiradas, en el blanco cielo donde el frágil Kukyochó se remontaba con su fénix de cemento, empequeñeciéndose hasta tocarle.
Con su sola presencia, el edificio ejercía no sé qué extraño poder de control y disciplina. Cuanto más aumentaba en torno a él el alboroto, más el Pabellón de Oro —con su Sosei al oeste, su segundo piso cuyo techo se afila bruscamente, su arquitectura simétrica y delicada— , operaba como un filtro que convierte el agua turbia en agua limpia. Lejos de ser rechazados por el Templo de Oro, los alegres y locuaces visitantes se colaban al interior por entre las graciosas columnas, y lo admiraban, a fin de cuentas, para convertirse en parte integral del aire diáfano y del silencio exacta y casi indiscernible réplica, sobre el suelo firme, de la imagen que se reflejaba en las aguas inmóviles del estanque.
La calma volvió a mí, disipando poco a poco mi terror. Así debía ser para mí la Belleza: capaz de defenderme contra la vida, de protegerme de ella. Pensaba, y era casi una oración dirigida al Templo: «Si mi vida ha de ser como la de Kashiwagi, protégeme. ¡Porque creo que no lo podría soportar!».
La única enseñanza que podía sacar de los argumentos de Kashiwagi y de la improvisación que había desplegado ante mis ojos, era que vivir y destruir son sinónimos. A semejante existencia le faltaba toda espontaneidad, y le faltaba también la belleza de un edificio como el Pabellón de Oro: en cierto modo, no era más que una serie de piadosas convulsiones. Confieso que aquella vida me atraía, la verdad, que en ella adivinaba mi propia pendiente. Pero si había que empezar por hacerse sangre en los dedos con las espinas y astillas de la existencia, resultaba pavoroso. Kashiwagi despreciaba el instinto lo mismo que el intelecto. Como una pelota de forma extravagante, su existencia avanzaba sola, caprichosamente, rodando, tropezando, intentando abatir el muro de la realidad. Pero, en medio de todo eso, no había un solo acto auténtico. En una palabra: la vida, tal como él la sugería, no era más que una peligrosa farsa destinada a abatir esta realidad disfrazada, irreconocible, ante la cual nosotros obrábamos como incautos, y a despejar el universo de todo lo desconocido que inspira recelo.
Todo eso pude comprobarlo más tarde contemplando un cartel en su habitación. Era una bonita litografía de una agencia turística y representaba un paisaje de los Alpes japoneses. A través de las blancas cimas, destacándose sobre un cielo azul, habían impreso: «Invitación para un mundo desconocido...». La venenosa pluma de Kashiwagi había tachado estas palabras y las montañas con una cruz en tinta roja, y debajo había garabateado, con aquella escritura a sacudidas que recordaba los andares de sus pies deformes: «Toda vida desconocida me es intolerable».
Al día siguiente reanudé las clases, muy preocupado a causa de todo esto. No es que lamentase haberme escapado, la víspera, dejando que se las apañase él solo: más bien tenía la impresión de haberme comportado como un verdadero amigo dispuesto a todo; pero, aunque no me sintiese exactamente culpable, el solo temor de no ver aparecer su silueta en la clase me desalentaba. Vana inquietud, puesto que, justo cuando la clase iba a empezar, vi entrar al Kashiwagi de siempre, absolutamente inmutable, enderezando la espalda con gesto de desafío, en una actitud forzada.
Durante el recreo, fui rápidamente en su busca y le tomé del brazo: este súbito impulso de alegría, saliendo de mí, es rarísimo. Kashiwagi, con una sonrisa en las comisuras de los labios, me siguió hacia la galería.
—¿Qué tal tu herida? —le pregunté.
—¿Qué herida? —Me lanzó una mirada llena de piedad—. ¿Cuándo he sido yo herido? ¿Eh? ¿De dónde diablos has sacado eso?...
Me quedé estupefacto. Después de burlarse de mi aturdimiento, Kashiwagi me reveló la clave del enigma:
—¡Todo era comedia! Había ensayado cien veces aquella caída a la calle; tenía preparado un truco para lograr una caída sensacional que hiciese pensar en alguna fractura. Confieso que en mi plan no había previsto que la muchacha pondría cara de disponerse a seguir su camino afectando falsa indiferencia. ¡Pero tenías que haberlo visto! ¡Porque ya está, ahí la tienes con el flechazo! No, no creas que me equivoco ¡está con el flechazo por mis pies deformes! Con sus propias manos, ¿me oyes?, con sus propias manos aplicó la tintura de yodo a mis piernas.
Se remangó el pantalón y me hizo ver sus pantorrillas teñidas de amarillo claro. Entonces tuve el presentimiento de que tocaba el fondo de aquel engaño: que Kashiwagi se hubiese desplomado expresamente sobre la calle para llamar la atención de la muchacha, me parecía muy plausible; pero, con el pretexto de haberse herido, ¿no había tal vez intentado disimular su impotencia física? Esta sospecha, sin embargo, lejos de provocar mi desprecio por Kashiwagi, fue el punto de partida de una creciente intimidad. Sin contar —y aquí se trataba de una reacción claramente juvenil— que cuantos más trucajes descubría su filosofía, mejor demostraba a mis ojos su sinceridad respecto a la vida.
Tsurukawa no vio con buenos ojos mis relaciones con Kashiwagi. Me hizo algunas afectuosas observaciones al respecto, llenas de buena intención. Las recibí un tanto irritado; discutí tontamente con él, llegando incluso a decirle que un chico como él podía hacer amistades de buena ley sin dificultad, pero que a las personas como yo, lo que nos iba de maravilla eran los tipos como Kashiwagi. Lo que entonces vi pasar por los ojos de Tsurukawa, aquella nube de indecible tristeza ¡cuánto remordimiento y pesadumbre habría de traerme con el tiempo!
Era el mes de mayo y Kashiwagi tenía listo un proyecto de excursión a Arashiyama. Para evitar la muchedumbre de los domingos, decidió que nos dispensaríamos de ir a clase un día entre semana, añadiendo —y ahí se manifestaba su verdadero estilo— que la salida no tendría lugar si hacia un hermoso día; solamente saldríamos si el cielo estaba cubierto, sombrío y triste. Se las había arreglado para llevar con nosotros aquella muchacha de la mansión española y una chica de su pensión de familia, para que fuese mi pareja. Teníamos que encontrarnos en la estación Kitano, de la red ferroviaria Keifuku, y vulgarmente conocida por Randen.
Por suerte —ya que en mayo no es frecuente—, aquel día el cielo se cubrió de sombrías y deprimentes nubes.
Tsurukawa, reclamado a Tokyo por cuestiones de familia, pidió algunos días de permiso para subir a la capital. Sin duda, Tsurukawa era incapaz de chivatear a un amigo, pero su ausencia me ahorró la molestia, aquella mañana, camino de la Universidad, de tener que esconderle mis intenciones.
Esta excursión no me ha dejado más que amargos recuerdos. Sí. Los cuatro éramos muy jóvenes, y sin embargo, todo lo que la juventud lleva consigo a menudo, melancolía, vehemencia, inquietud, nihilismo, todo, al parecer, coloreó cada instante de esta jornada. Es muy probable que Kashiwagi lo hubiese presentido; pero lo que es seguro es que escogió expresamente un día semejante, con semejante cielo sombrío y lúgubre.
El viento silbaba del sudoeste y se esperaba que su violencia aumentase cuando, por el contrario, decayó, quedándose en un simple rumor de una dulzura inquietante. El cielo se ensombreció más. El sol no era totalmente invisible: un blanco desfiladero se abría al sesgo entre espesas nubes superpuestas, y al fondo surgía a veces un resplandor; en las profundidades imprecisas de aquella luz blanca se adivinaba la presencia del sol, que pronto se diluía en la gris monotonía que cubría el cielo.
Kashiwagi no me había mentido: le vi cruzar la puerta de la estación acompañado de las dos chicas. Una de ellas era la del otro día, en efecto; nariz recta y deliciosa, boca de comisuras débiles, vestido de tejido de importación; era realmente una hermosa muchacha. Llevaba una cantimplora colgada a su espalda. Junto a ella, la otra muchacha, regordeta, no le llegaba a la suela del zapato ni en altura ni en distinción; no tenía de femenino más que su pequeño mentón y sus labios estrechamente cerrados.
Desde el principio, la atmósfera del viaje, que debía ser alegre, se estropeó. Sin que pudiese saberse exactamente por qué motivo, Kashiwagi y su amiga no cesaron de disputarse y ella se mordía los labios de vez en cuando para contener el llanto. Mi pareja mantenía una inalterable indiferencia y tarareaba una melodía de moda. De repente se volvió hacia mí:
—En mi barrio —dijo—, hay una profesora de decoración floral, una mujer muy bonita. El otro día me contó su historia, una historia realmente triste. Durante la guerra tuvo un amigo, un oficial. El tuvo que marcharse al frente y sólo disponían de unos instantes para decirse adiós en el templo Nanzen. Los padres de él no aprobaban aquella unión; inútil actitud, puesto que poco antes de la separación —¡qué lástima!— ella había dado a luz un niño que murió al nacer. Muy afectado por ello, el oficial, en el momento del adiós le dijo que, puesto que la criatura había muerto, él quisiera al menos beber un poco de leche de sus pechos. Como disponían de poco tiempo, allí mismo hizo ella salir un poco de leche de su seno recogiéndola en una taza de té que había preparado para él. Un mes más tarde, el oficial fue muerto, y ella, desde entonces, vive sola, guardando absoluta fidelidad a la memoria del muerto. Es una mujer todavía joven y muy bonita...
Yo apenas podía creer lo que oía. La increíble escena de la que fui testigo en los últimos días de la guerra en compañía de Tsurukawa, desde lo alto de la Puerta Monumental, en Nanzenji, revivía delante de mí. Sin embargo, me guardé de decírselo a la chica; presentía que si hablaba, la emoción que acaba de experimentar con su relato traicionaría el misterio donde se bañaba mi emoción de la otra vez; con mi silencio, el relato que acababa de escuchar, lejos de volcar más luz sobre el misterio, le daría todavía una mayor profundidad y grandeza.
El tren corría junto al gran bosque de bambúes de los alrededores de Narutaki. En mayo, como siempre, las hojas se ponen amarillas. El viento zumbaba entre las ramas y las hojas secas caían, amontonándose en el suelo, junto a los tallos. Pero como si nada de todo eso les concerniese, los tallos permanecían en su placidez, prolongando hasta las más lejanas profundidades del bosque la confusión de sus poderosas nudosidades. Cuando el tren las rozaba a toda velocidad, entonces las cañas se doblegaban, como si entraran en trance. Una de ellas me llamó la atención: una joven caña de bambú, de un verde lustroso y bello; se dobló dolorosamente, con un movimiento extraño, como si fuese víctima de un hechizo... Se alejó, desapareciendo...
Cuando llegamos a Arashiyama nos dirigimos hacia el puente Togetsu para ver la tumba —que ninguno de nosotros conocía— de la dama Kogo. Antiguamente, la dama Kogo, por temor a no ser del agrado de Taira-no-Kiyomori, se escondió en Sagano. Habiendo partido en su busca por orden del Emperador, Minomoto—no—Nakakuni descubrió su escondite guiado por los lejanos acentos de un arpa, una noche de otoño iluminada por una luna clara. ¿Cuál era la melodía que ella cantaba? «En mi esposo sueño con amor.» En el No que lleva su nombre se lee: «Sedienta de luna —pensó él—, ha debido salir a la noche...». Y dirigió sus pasos hacia el templo de Horin. Entonces escuchó los acentos del arpa, semejante a la borrasca sobre las cimas o al viento entre los pinos. «¿Qué es esto? —dijo—. La canción de la dama que sueña en su esposo con amor.» Y él se sintió regocijado. La dama Kogo vivió el resto de sus días retirada en Sagano y rezando por el emperador Takakura.
Su tumba se hallaba al borde de un estrecho sendero, un simple monolito entre un gigantesco arce y un viejo y ruinoso ciruelo. Kashiwagi y yo, compungidos, rezamos una corta oración. Había en la dicción exageradamente solemne de Kashiwagi como un tono de profanación que me llegó a infectar, y me puse a decir la plegaria con la cantinela gangosa de los escolares: irreverencia gracias a la cual me sentí maravillosamente liberado y lleno de entusiasmo.
—¿A vosotros no os parece que causan lástima esas nobles tumbas? —dijo Kashiwagi—. El que fue poderoso por la política, o por el dinero, deja esculturas suntuosas, verdaderamente impresionantes. Esta gente, que no tuvo una onza de imaginación mientras vivió, ha levantado sepulcros, como era de esperar, donde nada, absolutamente nada puede servir de trampolín para la imaginación. Pero la gente de bien, la que sólo vive de imaginación, la suya y la de los otros, dejan tumbas como ésta, que decididamente dan impulso a la fantasía; lo más triste, para mí, es que, incluso muertos, les es preciso continuar pidiendo a la gente, como los mendigos, que tengan a bien querer seguir sirviéndose de su imaginación.
—¿Quieres decir con eso que sólo existe nobleza en la imaginación? —dije yo a mi vez, divertido—. ¿Tú, que tienes siempre la palabra «realidad» en los labios? La realidad de la nobleza, ¿qué es?
—¡Esto! —Y Kashiwagi golpeó con la palma de la mano la extremidad musgosa del monolito—. Piedra, huesos..., en resumen: la reliquia inerte de lo que fue el hombre.
—¡Condenado budista! ¡Venga ya!
—¿Qué insinúas con tu budismo? La nobleza, la cultura, todo eso que la gente considera como estético, en realidad no es más que desierto y caos inorgánico. Esto es como el templo de Ryuan : nada más que piedras. La filosofía es piedras, el arte es piedras. Una piedra, una señal, eso es todo. La única cosa de la cual se ocupan los hombres de un modo, en cierto sentido, orgánico —¿no es lamentable?—, es la política. En casi todo lo demás, el hombre es una criatura que reniega de sí misma.
—¿Y el deseo? ¿Qué haces con él?
—¿El deseo? Y bien, está justo en medio, a mitad de camino entre el hombre y la piedra, que se persiguen en torno a él, mientras él gira en redondo en medio, como en el juego de las cuatro esquinas el que se queda.
Yo quería proseguir, discutirle resueltamente su concepto de lo Bello, pero las dos muchachas, cansadas de esta discusión, emprendían el camino de regreso; nos pusimos de nuevo en marcha, por el sendero, y las alcanzamos. Desde allí se dominaba el río Hozu. Nos encontrábamos al nivel del puente Togetsu, hacia la vertiente norte. Enfrente, las laderas, cubiertas de un verde sombrío, eran tristes, pero a sus pies transcurría una línea de aguas vivas y blancas cuyo sordo rumor resonaba por todo el contorno.
En el río había gran número de barcas. Lo bordeamos hasta el parque de Kameyama, que estaba adornado con viejos papelitos de colores y se hallaba casi vacío de visitantes. Al franquear la puerta nos volvimos para dirigir una última mirada al río Hozu y a las hojas nuevas de los árboles de Arashiyama. En la otra ribera se precipitaba una pequeña cascada.
—Bonito rincón, ¿eh? Como el infierno —dijo Kashiwagi.
Cuando decía estas cosas, yo adivinaba que hablaba porque sí; sin embargo, probaba a ver las cosas a través de sus ojos y poder así reconocer un rincón de infierno. Lo conseguí admirablemente: vi en efecto el infierno reflejado en aquel apacible paisaje adornado de hojas nuevas y que parecía tan inocente. De modo que era posible, a instancia de la voluntad o del simple deseo, hacer surgir el infierno en pleno día, en plena noche, donde fuese. Al parecer bastaba con una simple disposición a la fantasía, una simple llamada, y, al instante, el infierno aparecía.
Los cerezos, que se dice fueron trasplantados en el siglo XIII desde el monte Yoshino hasta Arashiyama, estaban ya sin flor y empezaban a cubrirse de hojas. Pasado ya el tiempo de su florecimiento, ¿cómo no darles a las corolas apagadas el nombre que se les da a las jóvenes beldades muertas?
En el parque de Kameyama abundaban sobre todo los pinos. De modo que el color no variaba con el cambio de estación. Era un parque inmenso y accidentado. Los pinos se erguían gigantescos y desprovistos de ramas hasta una considerable altura, así que la profundidad del parque no ofrecía a los ojos más que un hacinamiento desordenado y numeroso de troncos que producía una impresión de malestar. Alrededor corría un largo y sinuoso sendero en el que, cuando uno esperaba trepar por una pendiente, invariablemente volvía a descender. Aquí y allá se veía un tronco, un arbusto, un pino joven. Donde asomaban enormes peñascos blancos, cuyas tres cuartas partes permanecían enterradas, se esparcía una profusión de azaleas púrpura y su color parecía, bajo el cielo gris, cargado de maleficio. Trepamos por un collado y nos sentamos bajo un kiosco en forma de parasol; un poco más abajo, en un columpio, instalado en medio de los árboles, una joven pareja se balanceaba. Hacia el este se divisaba la casi totalidad del parque; hacia el oeste, nuestras miradas iban a través de los árboles hasta el río Hozu. El rechinar del columpio subía hasta nosotros semejando un continuo rechinar de dientes...
Kashiwagi no había mentido al decirme que no tendríamos necesidad de traer comida; en efecto, su amiga desenvolvía un paquete conteniendo bocadillos para cuatro, varios bizcochos de importación, muy difíciles de encontrar, y para terminar una botella de whisky Suntory, que sólo podía conseguirse de estraperlo y estaba reservado a las fuerzas de ocupación. Kyoto pasaba por aquel entonces, en el sector Kyoto Osaka-Kobe, por el centro más importante del estraperlo.
Yo soportaba mal el alcohol; sin embargo acepté amablemente el vaso que me tendieron, como antes habían hecho con Kashiwagi. Las chicas bebieron té negro que llevaban en la cantimplora.
¿Cómo pudo nacer aquella gran intimidad entre Kashiwagi y su amiga? Me hacía esta pregunta sin poder hallarle respuesta. ¿Cómo había podido una muchacha como aquélla, nada fácil al parecer, encapricharse de un Kashiwagi, de un estudiante sin un céntimo y para colmo contrahecho? Yo no podía comprenderlo. Como respondiendo a mis preguntas, Kashiwagi —ayudado por el whisky— me dijo: —¿Te acuerdas de nuestra disputa en el tren, hace un momento? Era porque su familia la hostiga para que se case con un hombre que ella no quiere. ¡Y ella parecía a punto de dejarse atrapar! ¡De querer dejar hacer! Así que yo, ora consolándola, ora amenazándola, le he dicho que no lo consentiría de ningún modo.
Aquello no era lo más apropiado para decir delante de la interesada, pero Kashiwagi hablaba con la mayor flema del mundo, como si ella no estuviese allí; con todo, en la expresión de la muchacha no se operó ningún cambio. Un collar de bolas de porcelana azul rodeaba su gracioso cuello. El fondo gris del cielo acusaba el relieve de sus rasgos, suavizados a su vez por el dibujo de su espesa cabellera. Sus ojos, como velados por una húmeda bruma, daban por sí solos una impresión de voluptuosa desnudez. Como siempre, entreabría su boca de comisuras blandas, dejando ver por entre los labios una fina hilera de dientes blancos y cortantes, de un esmalte seco y resplandeciente —dientes de joven roedor.
—¡Oh, cómo me duelen! —empezó a gemir de repente Kashiwagi, roto en dos y apretándose furiosamente las piernas con las manos. Turbado, yo me precipité a atenderle, pero él, con la mano, me rechazó al mismo tiempo que me guiñaba el ojo con un aire extraño y burlón. Yo me aparté.
—¡Oh, cómo me duelen! ¡Cómo me duelen! —Sus gemidos se reanudaban, decididamente patéticos. La casualidad quiso que en aquel momento mi mirada tropezase con la muchacha, que se hallaba de pie junto a mí: estaba transformada. De sus ojos había desaparecido toda señal de sangre fría. Su boca temblaba de escalofríos. Sólo la nariz de línea alta y fresca no parecía afectada por el acontecimiento, contrastando violentamente con el resto del rostro cuya armonía y equilibrio estaban ahora devastados.
—¡Perdón! ¡Oh, perdón! ¡Yo le calmaré! ¡En seguida, sí, en seguida!
Así gritaba la muchacha, sin ninguna vergüenza, con una voz más que aguda que yo escuchaba por primera vez. Luego, estirando su largo y delgado cuello, lanzó una mirada en torno a ella, se arrodilló sobre una piedra y abrazó las pantorrillas de Kashiwagi. Las acarició largamente con sus mejillas antes de cubrirlas finalmente de besos.
Por segunda vez, el horror me paralizó. Me volví hacia la otra muchacha: desviaba la vista y tarareaba una canción... En aquel momento creí ver al sol filtrándose entre las nubes; simple ilusión mía, tal vez; lo cierto fue que el orden y la tranquilidad del gran parque se vieron trastornados. Tuve la súbita impresión de que crujía toda la superficie, todo el barniz de aquel cuadro dentro del cual nosotros nos hallábamos integrados lo mismo que el bosque de pinos y el resplandor del río, las lejanas colinas y el dorso blanco de los peñascos y las flores de azalea...
En todo caso, el milagro esperado pareció que iba a realizarse, puesto que Kashiwagi dejó de gemir poco a poco. Levantó la cabeza, guiñándome el ojo una vez más con aire burlón.
—¡Ah! ¡Eso ya está mejor!... Es curioso. Cuando empieza a dolerme, basta que tú me hagas esto para que el dolor desaparezca al instante...
Cogió con sus, manos los cabellos de la muchacha; dócil, ella levantó hacia él sus ojos de perro fiel y sonrió. Un pálido rayo de luz, en aquel instante, hizo que el bello rostro se pareciese al de la sexagenaria que Kashiwagi me había descrito tiempo atrás. Orgulloso de su milagro, él resplandecía, deliraba casi. Riendo en voz alta, sentó a la muchacha en sus rodillas y empezó a besarla. Su risa, saltando de rama en rama, repercutía al fondo de la pendiente.
Como yo no decía nada, Kashiwagi dijo: —¿Por qué no te ocupas de ella?— Y señalaba a la otra chica. —La he traído para ti. ¿Temes que se burle de ti, porque eres tartamudo? ¡Tartamudea, santo Dios, tartamudea! Tal vez a ella le encantan los tartamudos.
—¿Ah, es usted tartamudo? —preguntó ella, como si acabara de darse cuenta—. ¡Entonces sólo falta el Ciego para completar el Trío de los Tullidos!
Herido en lo más vivo, yo me sentía incapaz de permanecer allí por más tiempo. Odiaba a aquella muchacha. Pero mi odio, en medio de una especie de vértigo, se transformó extrañamente en un repentino deseo.
—¡Separémonos y que cada pareja vaya por su lado! Nos reuniremos aquí dentro de dos horas —dijo Kashiwagi, mirando a nuestros pies la pareja que aún no se había hartado de columpio.
Dejándoles a ellos, mi compañera y yo descendimos al pie de la pequeña cima por el lado norte. Luego, torciendo hacia el este, trepamos por una suave pendiente.
—Ha conseguido hacerle creer que ella es una santa. ¡Es su gran jugada de siempre! —dijo la muchacha.
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunté, tartamudeando espantosamente.
—¡Toma! Kashiwagi y yo hemos salido juntos...
—¡Y ahora aquello ha terminado! Y todo eso que hace él la deja a usted fría, ¿no?
—Completamente fría... ¡Con esas patazas no hay nada que hacer...!
Sus palabras, esta ve¿, me llenaron de coraje y la pregunta asomó a mis labios sin dificultad:
—Tú también estabas enamorada de sus piernas, ¿verdad?
—¡Basta! Olvidemos ya sus patas de rana... Lo que tiene es unos hermosos ojos...
Ante esta observación, mi seguridad se desvaneció por completo. Pese a lo que Kashiwagi pudiese pensar de sí mismo, había al menos en él una cualidad que se le escapaba y que le valía ser amado. Yo, por el contrario, a fuerza de considerar que no había ni un rasgo de mi personalidad del cual yo no tuviese conciencia, estaba tan lleno de orgullo que sólo yo me negaba a mí mismo la posesión de semejantes cualidades...
En lo alto de la pendiente había un pequeño llano donde reinaba una profunda paz. A través de los pinos y los «cryptomeres» se adivinaba, en medio de otras colinas, el vago perfil de Daimonjiyama y de Nyoi-ga-take. Las cañas de bambú tapizaban la pendiente, que descendía desde donde nos hallábamos nosotros hasta la ciudad. Junto al bambú, un cerezo tardío guardaba todavía sus flores. ¿Por qué tan tarde, estas flores?, me preguntaba yo. ¿Tanto habían balbuceado, tanto habían tartamudeado su eclosión...?
Yo me sentía como oprimido y tenía un peso en el estómago. No era a causa del whisky. A medida que se acercaba el instante crucial, mi deseo se hacía más pesado, guardaba sus distancias en relación con mi cuerpo, se abstraía de algún modo para caer con todo su peso sobre mis espaldas, tan negro y pesado como una biela de acero.
Ya he dicho cuánto apreciaba —benevolencia o maliciados esfuerzos de Kashiwagi para lanzarme resueltamente a la vida. Pero yo era aquel que en el colegio había rayado la funda de la daga de nuestro predecesor, y nada me ayudaba a abordar la vida por su lado más claro; hacía tiempo que lo había percibido con toda nitidez. Kashiwagi me había enseñado el retorcido y tenebroso camino que podía conducirme a la vida entrando al revés. A primera vista, esto parecía conducir directamente a la destrucción; en realidad, lo que hacía era aumentar las estratagemas insospechadas metamorfoseando la cobardía en valor: era una especie de alquimia destinada a conseguir que esto que nosotros llamamos vicio vuelva a quedarse en lo que originariamente fue, es decir, que vuelva a pasar de la energía al estado puro. No bastaba vivir según cierto sistema —vida de marcha forzada, de conquista, vida de mutación y que podía perderse, que difícilmente podía ser llevada como típica con todo y tener la función y el carácter de la vida. En el supuesto de encontrarnos en un lugar que escapa a nuestras miradas frente a esta premisa según la cual toda vida carece de sentido, forzoso nos será concederle al tipo de vida de que hablo el mismo valor que a la existencia banal. Mientras tanto, yo me decía que en el caso de Kashiwagi debía haber una especie de intoxicación. Muy pronto me di cuenta de ello: cualquier aspecto que revistan nuestras relaciones, por deprimentes que sean, en el fondo se agazapa siempre la borrachera del conocimiento. Después de todo, no siempre es alcohol lo que la gente utiliza siempre para embriagarse...
...Estábamos sentados cerca de los matorrales de azalea, sobre cuyo mustio color ya se había posado el verde. ¿Qué idea fantasiosa había empujado a aquella muchacha a hacerme compañía? Lo ignoraba. ¿A qué movimiento había obedecido —empleo a conciencia la expresión brutal— para quererse ensuciar de aquel modo. También lo ignoraba. Debe existir aquí abajo, sin duda, una forma de pasividad llena de timidez y de gentileza: no fue nada; ella me dejó solamente posar mis manos sobre las suyas, pequeñas y regordetas, como un enjambre de moscas buscando hacer la siesta. Un interminable beso, la dulce piel de su mentón fustigando mi deseo... ¿De modo que era eso lo que tanto tiempo había yo soñado? La sensación que experimenté me pareció corta, bien poca cosa... Mi deseo mientras tanto galopaba aparte... El cielo nublado y blanquecino, el rumor de las cañas de bambú removiéndose, los patéticos esfuerzos de un insecto escalando una hoja de azalea, todas estas cosas continuaban existiendo como antes, aquí y allí, sin orden ni armonía.
Para salir del atolladero, intenté no pensar más en la muchacha que estaba allí, frente a mí, como un objeto de deseo; es mejor pensar que ella es la vida, me decía yo, que es la barrera que hay que franquear para seguir adelante y continuar la conquista; no debo dejar pasar esta ocasión, pues la vida no vendrá eternamente a ofrecérseme... Estas ideas pasaban veloces por mi cabeza, al mismo tiempo que las innumerables humillaciones que mi tartamudez me había valido cada vez que, incapaces de brotar de mis labios, las palabras quedaban bloqueadas en mi boca. Yo debía, en aquellos momentos, haber abierto la boca resueltamente y gritar alguna cosa para ampararme a la vida, incluso tartamudeando. La brutal exhortación de Kashiwagi: «¡Tartamudea, santo Dios, tartamudea!», aquel clamor del pecho resonaba en mis oídos para estimularme... Mi mano se deslizó hacia el borde de la falda...
Entonces se me apareció el Pabellón de Oro.
Con toda su majestad. Con su gracia melancólica. Caparazón de fastuosas estructuras donde subsisten los dorados agrietados. Siempre nítido, en aquel incomprensible punto del espacio que de repente lo alejaba de quien lo creía próximo, amistoso y distante a la vez... Así se me apareció.
Ahora obstruía el paso entre mí y la vida hacia la cual yo tendía. Primero como una miniatura, se agrandó bajo mis ojos hasta cubrir enteramente el mundo que me rodeaba sin omitir el más mínimo detalle, igual como le vi otra vez, en la fina maqueta del Pabellón de Oro: un Pabellón de Oro gigantesco englobando casi todo el universo. Llenaba el mundo de una poderosa música que acabó por encerrar dentro de ella la significación del universo entero. El Templo de Oro, cuyo impulso hacia las nubes me había a veces ignorado tanto, he aquí que se abría a mí, me ofrecía un sitio en el seno de su estructura...
De repente, mi compañera se alejó deslizándose con tanta ligereza que pronto se hizo tan imperceptible corno una mota de polvo: el Pabellón de Oro la rechazaba; pero al mismo tiempo, también rechazaba la vida que yo intentaba apresar. Y así, rodeado de Belleza por todas partes, ¿cómo tender los brazos hacia la vida? ¿No tenía también derecho la Belleza a exigir que se la tuviese en cuenta, que se renunciara al resto? Tocar con una mano la eternidad y con la otra la vida es un imposible. Si lo que le da un sentido a nuestro comportamiento en relación con la vida es la fidelidad a cierto instante y nuestro esfuerzo por eternizar este instante, tal vez el Pabellón de Oro lo sabía y quería, siquiera por breves segundos, desistir de su indiferencia para conmigo. Era como si hubiese tomado el rostro de ese instante y hubiese venido hacia mí para mostrarme la nulidad de mi sed de vivir. En la vida, el instante que adquiere color de eternidad nos embriaga; pero el Pabellón de Oro sabía muy bien que esto no tiene ningún valor comparado con la eternidad que asume el aspecto de un instante, como él mismo hacía precisamente en aquel minuto. Y era verdaderamente en momentos como aquel que la inalterable Belleza era capaz de paralizar nuestras vidas, de destilar su veneno en nuestra existencia. La belleza momentánea que la vida nos deja entrever es impotente contra semejantes venenos; ellos la dejan reducida a piezas, la eliminan y acaban por instalar la vida en medio de la sucia luz de la nada...
El tiempo que la visión me había tenido completamente bajo su poder había sido muy corto. Cuando volví en mí, el Templo de Oro había desaparecido: ya no era más que una construcción invisible para mí, muy lejos, hacia el nordeste, sobre Kinugasa. El instante de ilusión durante el cual yo me había sentido aceptado, abrazado por él, había pasado; me encontraba tendido en lo alto de una colina del parque de Kameyama, sin otra cosa en torno que hierba, flores, el vuelo monótono de los insectos y una muchacha revolcada en una postura lasciva.
Ante mi repentina timidez, ella se sentó lanzándome una mirada vacía. Observé el gesto de torcimiento de sus nalgas mientras me daba la espalda. Sacó un espejo del bolso; no dijo una palabra, pero su desprecio me traspasó toda la piel y se quedó dentro como la polilla se queda en los vestidos, en otoño.
El cielo colgaba bajo. Sobre la hierba y las hojas de azalea cayeron finas gotas de lluvia con un leve ruido seco. Levantándonos rápidamente, regresamos corriendo por el sendero.
Si aquella salida al campo me ha dejado un sabor a ceniza tan fuerte no se debe solamente a que acabase de modo tan lamentable. Aquella misma noche, antes de acostarnos, el Prior recibió un telegrama de Tokyo cuyo texto reveló inmediatamente a todo el personal del templo.
Tsurukawa había muerto. El texto sólo hablaba de un accidente. Más tarde supimos los detalles: la víspera por la noche, Tsurukawa había hecho una visita a su tío de Asakusa y bebió un poco de sake, licor al cual no estaba habituado. Al regresar a su casa, a dos pasos de la estación, había sido volteado y atropellado por un camión surgido de una calle transversal. Fractura de cráneo: murió en el acto. Su familia, desesperada, no se acordó de dar la noticia al Rokuonji hasta mucho después, la tarde del día siguiente.
Yo no había llorado la muerte de mi padre, y lloré la de Tsurukawa. Poco más incluso que la muerte de mi padre, ésta significaba para mí una estrecha unión con los problemas que me obsesionaban. Después de conocer a Kashiwagi, yo había desatendido un poco a Tsurukawa; y ahora que él estaba muerto se había roto para siempre el único hilo que me ataba al mundo de la luz y del día. Lo que yo lloraba era el mediodía perdido, la claridad perdida, el verano perdido...
Habría querido volar hacia Tokyo para presentar mis condolencias a su familia; pero no tenía dinero. El Prior sólo me daba quinientos yens cada mes para gastos personales. En cuanto a mi madre, como se sabe, estaba sin recursos, y todo lo que podía hacer era mandarme dos o trescientos yens alguna que otra vez cada año; si fue a vivir a casa de mi tío en el distrito de Kasa después de haber arreglado sus asuntos era que no podía vivir con los quinientos yens —apenas— de las ofrendas de los feligreses, ni con el ínfimo subsidio concedido por la prefectura.
Me resultaba difícil convencerme de la muerte de Tsurukawa sin haber visto su cuerpo ni asistido a sus exequias. Veía otra vez aquel día en que el sol se filtraba a través de las hojas y su camisa blanca formaba pliegues sobre su vientre... ¿Es posible que aquel cuerpo no sea ya más que ceniza? ¿Cómo imaginarlo en la tumba, aquel cuerpo, y aquella alma, que sólo parecían hechos para la luz, que sólo la luz se acordaba a ellos? Nada en él, absolutamente nada podía hacer prever su fin prematuro. No había en él traza ninguna de nada que se pareciese ni de lejos ni de cerca a la muerte, de tal modo parecía naturalmente al abrigo de la angustia y el dolor...
Pero yo me preguntaba si no estaba ahí precisamente la explicación a su fin brutal. Tal vez no había ningún medio de preservarle. Porque todo en él era de un metal puro y tenía la fragilidad de un animal de raza. En cuanto a mí, que fui en todo su contrario, ¿no era una existencia interminable y maldita lo que me había sido prometido?
Él habitaba un universo de transparentes estructuras que para mí siempre había sido un impenetrable abismo; pero su muerte hacía aún más terrorífico el abismo. Aquel universo transparente, un camión surgido de repente lo había triturado, como habría hecho con una hoja de cristal invisible por su misma transparencia. Que Tsurukawa no hubiese muerto de una enfermedad, ¡ah, qué bien cuadraba con esta imagen! De un lado, una vida de un tejido incomparablemente puro; del otro, la muerte en su más pura forma, el accidente: ¡maravillosa conveniencia! ¡Una colisión de un segundo, y su vida se había combinado con la muerte! ¡Como en una fulminante reacción química! Era necesario aquel medio brutal para que el adolescente extraño y sin sombra pudiese alcanzar su sombra y su muerte...
El universo habitado por Tsurukawa era rico en sentimientos claros e intenciones generosas; pero esto, y lo afirmo categóricamente, no reposaba ni sobre un permanente desprecio ni sobre un exceso de indulgencia en su manera de juzgar. Aquella alma llena de luz, que no era de este mundo, se sostenía por un vigor físico, por una poderosa flexibilidad que servía de regulador a sus actos. Había una extraña e incomparable precisión en su modo de traducir mis tinieblas interiores en sentimientos claros. Incluso a veces, ante esa minuciosa exactitud de las correspondencias, ante esa perfección del contraste, una sospecha surgía en mí: ¿no habría Tsurukawa hecho consigo mismo, en su propio corazón, experiencias semejantes a las mías...? No había pasado nada. Su universo, donde la luz pura iluminaba sólo un lado de las cosas, componía un sistema de una fina textura y una precisión en el detalle que parecía muy próxima a la del mal. Sin la joven, infatigable fuerza de su cuerpo, sin el incesante juego de sus músculos para retenerlo, aquel bello y transparente universo fue —¿quién sabe?— derrumbado en el acto... Tsurukawa había corrido y corrido; y el camión le derribó.
Aquel aire de satisfacción, aquel cuerpo perfectamente flexible que le valió a Tsurukawa la simpatía de todos, ahora que había desaparecido me empujó a insondables reflexiones acerca de todo eso que nosotros vemos en las criaturas humanas. Me parecía extraño que un ser, por su sola existencia, por su sola presencia ante nuestros ojos, pudiese ejercer tan deslumbrante poder sobre nosotros. Pensaba en todo eso que el espíritu debe saber del cuerpo para obtener un tan espontáneo sentimiento de su existencia. Se puede decir que el Zen hace la realidad absoluta al borrar las apariencias; y que el poder de la auténtica visión reside, en suma, en la conciencia de que nuestro corazón no tiene forma ni apariencia. Pero para estar en condiciones de alcanzar esta ausencia de apariencias, ¿no se precisa dirigir a la fascinación de las formas una mirada particularmente aguda? Y quien no sería capaz de percibir objetivamente formas y apariencias, ¿cómo podría distinguir, reconocer su ausencia? Así era como la clara y distinta forma de Tsurukawa —ser que, por el solo hecho de existir, producía claridad, y al cual se podía llegar por la vista o por el tacto, ser que era en cierto modo la vida misma—, ahora que había desaparecido parecía haber sido la más clara representación de la oscura ausencia, el modelo más real de la nada sin forma: pasando, en suma, como si él se hubiese convertido simplemente en una equivalencia y un símbolo del no—ser. Si se podía por ejemplo asociar, con una perfecta correspondencia, a Tsurukawa y las flores de mayo, era precisamente porque esas flores convenían a maravilla con su repentina muerte en mayo, y armonizaban con las que fueron depositadas en su féretro.
Mi vida, para mí, a diferencia de la de Tsurukawa, no ofrecía ninguna seria posibilidad de símbolo; y era por eso que me resultaba tan indispensable. Lo que le envidiaba por encima de todo era que hubiese conducido su vida a término sin tener la más leve conciencia de llevar sobre sus espaldas, como yo, una individualidad y una misión particular. Porque era eso precisamente, ese sentimiento de ser una individualidad particular lo que despojaba a mi vida de toda carga simbólica; en una palabra: la despojaba de toda posibilidad de llegar a ser, como la de Tsurukawa, una base de cornparación con otra cosa; que me descarnaba, en consecuencia, del sentido de la expansión y de la solidaridad de todo lo vivo; y que se hallaba en el origen de esta soledad que me perseguía por todas partes sin cesar. Sí, era extraño: ni siquiera me sentía solidario con la nada.
Y de nuevo me encontré solo.
No volví a ver a la muchacha de Kameyama. Mis relaciones con Kashiwagi se hicieron mucho más distantes. Ciertamente, su manera de vivir continuó ejerciendo sobre mí un fuerte poder de fascinación. Pero era a la memoria de Tsurukawa que yo me sentía atraído a rendir homenaje, aunque me resistiese a ello e incluso probara, a regañadientes, a olvidarlo.
Escribí a mi madre para decirle sin ambages que no viniera a verme más hasta el día de mi ordenación. Se lo había dicho ya verbalmente pero me era necesario repetírselo, en el tono más enérgico, para mi propia tranquilidad de espíritu. En su respuesta me describía torpemente el duro trabajo que llevaba a cabo en la hacienda del tío. Seguía un rosario de recomendaciones bastante simples y, para terminar, esta frase: «No quiero morir sin antes haberte visto a la cabeza del Rokuonji». Estas palabras me llenaron de asco y de malestar durante muchos días.
Ni siquiera durante el verano iba a ver a mi madre. Fue un verano en que la deficiencia de la alimentación se me hizo muy penosa. Hacia la mitad de septiembre se anunció el probable paso de un violento tifón. Se necesitaba a alguien que velara toda la noche en el Pabellón de Oro. Yo me ofrecí y fui designado para ello.
Creo que fue por aquel tiempo que un sutil cambio empezó a perfilarse en mis sentimientos con respecto al Pabellón de Oro. No es que pudiera hablarse de aversión, pero presentía que iba a llegar inevitablemente un día en que eso que germinaba poco a poco en mí se revelaría absolutamente incompatible con su existencia. Esto empezó a estar claro a partir de la historia del parque de Kameyama; pero yo temía darle un nombre a lo que experimentaba. Con todo, me sentía feliz porque el Pabellón de Oro me había sido confiado para toda una noche y no disimulaba mi alegría.
Me fue dada la llave del Kukyochó, objeto de una veneración muy particular porque, a unos quince metros del suelo, había colgada dignamente una placa de madera con un texto autógrafo del emperador Gokomatsu.
La radio había anunciado que el tifón estaría sobre nosotros de un momento a otro, pero todavía no se notaba ningún síntoma. Si al mediodía hubo chaparrones, ahora la luna subía resplandeciente en medio del cielo nocturno. La gente del templo salió al jardín y escrutaba el cielo haciendo comentarios. «Es la calma que precede a la tempestad», dijo alguien.
Luego, la quietud del sueño cubrió el templo. Yo estaba solo en el interior del Pabellón de Oro. En los sitios no bañados por la luz del claro de luna, yo me sentía envuelto por las pesadas, suntuosas tinieblas del Templo de Oro, y me extasiaba. Esta sensación tan real me fue penetrando lentamente, profundamente, hasta convertirse en una especie de alucinación. Me di cuenta de ello y comprendí que en aquel momento me encontraba DENTRO de la visión que, en el parque de Kameyama, me había separado de la vida. Estaba solo, envuelto en el absoluto del Pabellón de Oro. ¿Era yo el que lo poseía? ¿O yo era poseído por él? O mejor, ¿alcanzaríamos un extraño punto de equilibrio por el cual yo sería el Pabellón de Oro en la misma medida que el Pabellón de Oro sería yo?
Hacia las once y media, el viento empezó a arreciar. Encendí mi linterna de bolsillo, subí a los pisos y metí la llave en la cerradura del Kukyochó.
Me apoyé en la balaustrada. El viento venía del sudoeste. Sin embargo, el cielo seguía como antes. Entre las algas del estanque, las aguas reflejaban la imagen de la luna. La noche no era más que un rumor de insectos y croar de ranas.
Cuando recibí la primera bofetada del viento, un estremecimiento casi voluptuoso me corrió por toda la piel. ¿Y si el viento, soplando cada vez más fuerte, adquiriese la potencia de una tempestad y lo devastara todo borrándonos juntos, al Pabellón de Oro y a mí, de la faz de la tierra? Mi alma estaba en dos sitios a la vez: en el seno del Pabellón de Oro y sobre las alas del viento. El templo, sobre el cual se modelaban dócilmente las estructuras de mi universo, sin ninguna clase de colgaduras abandonadas al viento, mantenía su flema bajo el luminoso aguacero de rayos de luna. Pero el viento, acelerando mis deseos, acabaría sin duda por sacudirle, y, en el instante del hundimiento, robarle el sentido de su arrogante existencia.
Sí, yo estaba preso en los pliegues de la Belleza; indiscutiblemente, me hallaba en el seno de lo Bello, pero ¿habría podido experimentar esta sensación con tanta plenitud si no
hubiese atizado al viento cuya voluntad salvaje se hacía cada vez más imperiosa? Del mismo modo que Kashiwagi me había gritado: «¡Tartamudea, santo Dios, tartamudea!», yo intentaba también espolear al viento gritándole como cuando se enardece a un caballo lanzado al galope: «¡Más fuerte! ¡Más rápido! ¡Vamos! ¡Un esfuerzo más!»
El bosque empezó a zumbar. En los bordes del estanque, las ramas se agitaban golpeándose. El bello y apacible añil del cielo nocturno había dado paso a un espeso y turbio gris rojo. Más allá del rumor inútilmente atenuado de los insectos, llegaba, todavía débil, desde el fondo del horizonte, y como aterciopelando el paisaje, el silbido misterioso.
Miraba las nubes pasando en tropel delante de la luna. Surgían una tras otra, como batallones, detrás de las colinas de enfrente y remontándose desde el sur para ir al asalto del norte. Algunas de ellas eran compactas, otras eran como una gasa. Las había inmensas, y las había, innumerables, que no eran más que abortos. Todas se deslizaban frente a la luna, sobrevolando el techo del Pabellón de Oro, y luego, galopando siempre, desaparecían hacia el norte como si allí las llamaran para algún importante asunto. Por encima de mi cabeza me pareció oír el grito del fénix de oro.
De pronto, el viento amainó; luego volvió a adquirir su fuerza. A estas sacudidas, el bosque reaccionaba con una extrema sensibilidad, ora silencioso, ora alborotado. También el reflejo de la luna en el estanque fluctuaba, apagándose y encendiéndose a intervalos; a veces se parecía a esas luces que se esparcen de golpe barriendo la superficie de las aguas.
Los paquetes de nubes en espiral sobre las colinas se desenrollaban por todo el cielo como una gigantesca mano. Era algo fantástico verlas torcerse y trastornarse mientras se acercaban. Si se formaba alguna brecha, al instante era cubierta. Pero cuando pasaba una nube ligera, yo podía a través de ella adivinar la luna rodeada de una indecisa aureola.
Durante toda la noche el cielo se mantuvo con igual agitación, pero sin mostrar violencia alguna que pudiese inquietar. Yo dormí al pie de la balaustrada. A la mañana siguiente el cielo estaba despejado. El viejo sacristán vino a despertarme:
—¡Ha sido una suerte que el tifón se desviara de la ruta de Kyoto! —me dijo.
CAPÍTULO VI
La muerte de Tsurukawa me llenó el alma de duelo durante casi un año. De nuevo me hice a la soledad sin dificultad. Me di cuenta una vez más de que para mí la forma menos penosa de vivir era no dirigiendo la palabra a nadie. Incluso mi impaciencia de vivir me abandonó. Cada día que moría tenía su encanto.
Mi única distracción era la biblioteca de la Universidad. ¿Qué leía en ella? No eran libros sobre el Zen, sino, según iban cayendo en mis manos, traducciones de novelas y de obras filosóficas. No me atrevo a dar aquí el nombre de estos escritores y filósofos. Ciertamente, sufrí su influencia y ellos fueron más o menos responsables del acto que cometí más tarde; sin embargo, quiero creer que este acto me pertenece por completo y me irritaría particularmente que fuese atribuido a la influencia directa de cualquier filósofo existente.
Ya lo he dicho: mi único orgullo, desde mi infancia, nacía de no poder hacerme comprender, y no me sentía inclinado bajo ningún concepto a querer expresarme de modo que fuese comprendido. ¿Me esforzaba por esclarecer mi pensamiento? Era sin preocupación de ninguna clase. ¿Hacía lo mismo para comprenderme a mí mismo? Sigo estando en la duda; porque semejante exigencia sube desde el fondo del ser y acaba siempre por tender un puente entre uno y los demás. Cuando la venenosa belleza del Pabellón de Oro influía sobre mí, todo un pedazo de mí mismo se hacía opaco; y como esta forma de intoxicación excluía todas las demás, yo sólo podía ofrecerle resistencia con una especial tensión de mi voluntad a fin de preservar aquello que en mí permanecía claro. Ignoro lo que esto representa para los demás; pero para mí es justamente esta claridad lo que hace mi yo, sin que pueda, sin embargo, pretender, en definitiva, ser poseedor de un yo perfectamente claro...
Entré en el segundo curso de Universidad, era en 1948. Una noche, durante las vacaciones de primavera, el Prior se ausentó. Solo, sin amigos, yo no tenía más que un medio de aprovechar esta libertad que me caía del cielo: un paseo solitario. De modo que salí y crucé el portal del recinto exterior. Cerca del foso que lo rodeaba había plantado un cartel. Lo había visto más de cien veces, aquel viejo cartel, pero he aquí que hoy me volví hacia él y me puse a descifrar sin ninguna prisa sus caracteres iluminados por la luna.
AVISO
Terminantemente prohibido:
Primero: Tocar lo que sea sin autorización.
Segundo: Causar perjuicio, bajo la forma que sea, a la protección de esta finca.
Toda infracción será castigada conforme a la ley.
Decreto ministerial del 31 de marzo 1928 El ministro del Interior
Evidentemente, el aviso concernía al Pabellón de Oro. Sin embargo, ¿quién podría deducirlo por esos términos abstractos? ¿Qué conclusión había derecho a sacar sino que el lugar que mostraba semejante cartel y el lugar donde se levantaba el inalterable, el indestructible Templo de Oro no tenían ciertamente nada en común? El mismo letrero anunciaba por anticipado, en cierto modo, un acto propiamente inimaginable, imposible. El autor del decreto se equivocó de medio a medio al designar en términos tan generales un acto que sólo un loco podía concebir. ¿Y cómo atemorizar a un loco con la amenaza del castigo? Habría sido necesaria sin duda una escritura especial, inteligible sólo para locos.
Mientras me abandonaba a estas frivolidades, percibí una silueta que venía hacia mí a lo largo del camino real. A esta hora, la ola de visitantes hacía ya rato que había pasado. La noche pertenecía a los efectos del claro de luna sobre los pinos y a los haces de luz de los faros, allá abajo, en la avenida donde pasaban los coches.
De pronto le reconocí; fue por su modo de caminar: era Kashiwagi. Entonces, borrando la distancia que yo había mantenido entre nosotros expresamente durante todo un año, ya sólo me acordé de lo que él había hecho por mí y del agradecimiento que por ello le debía.
Porque él me había curado a conciencia y bien. Desde el día que le conocí, sus extraños pies deformes, su lenguaje abrupto, hiriente, y sus cínicas confidencias habían aliviado mi alma paralítica. Entonces había de gustar por vez primera la felicidad de conversar con cualquiera sobre un pie de igualdad. Debía gustar la alegría —tan viva como la del pecado de zambullirme hasta lo más profundo de mi propia conciencia: allí me reconocía sacerdote y tartamudo a la vez, y aquel conocimiento me cuadraba; mientras que la influencia de Tsurukawa lo barría todo.
Acogí a Kashiwagi con una sonrisa. Llevaba su uniforme de estudiante, y, en la mano, un paquete largo y delgado.
—¿Salías? —me preguntó.
—No.
—Me alegro de verte. Porque... —añadió sentándose en una grada. Deshizo su paquete: dos flautas negras y relucientes aparecieron— ...uno de mis tíos acaba de morir, en la provincia, y me ha dejado esta flauta como recuerdo. La otra parece más bonita, pero yo prefiero la mía, me he acostumbrado a ella. Y como sería estúpido quedarme con las dos, he venido con la idea de regalarte una.
Nadie me había hecho nunca un regalo; significaba para mí una gran alegría el recibir uno, el que fuese. Cogí la flauta y la examiné. Tenía cinco agujeros, cuatro encima y uno debajo.
Kashiwagi continuó:
—Yo he aprendido a tocar en el estilo Kinko... Como la luna, esta noche, es excepcionalmente bella, he venido con la esperanza de poder tocar en el Pabellón de Oro; y de darte también una lección, tal vez...
—No podías caer en mejor momento, el Prior ha salido; y el viejo factótum no es de cuidado.
Todavía no ha terminado de barrer, y hasta después no se cierra.
Esta repentina llegada y su intención de tocar la flauta en el Pabellón de Oro bajo pretexto de que la luna estaba hermosa, contradecía la imagen que yo me hacía de Kashiwagi. Pero en mi monótona existencia toda sorpresa era en sí misma una alegría. Con mi flauta en la mano, conduje a Kashiwagi hacia el Pabellón de Oro.
¿De qué estuvimos hablando esta noche? Ya no me acuerdo muy bien. No creo que los temas fuesen muy substanciales. Lo cierto es que Kashiwagi renunció totalmente a sus excentricidades filosóficas y al veneno de sus paradojas. ¿Vino tal vez para desvelarme un aspecto insospechado de sí mismo?... De cualquier modo, aquella lengua dañina, que sólo parecía interesarse por la Belleza para profanarla, se reveló con una naturaleza llena de refinamiento. El tenía de la Belleza un concepto infinitamente más sutil que el mío, el cual se expresaba no con frases, sino con sus gestos, sus miradas, la música que arrancaba a su flauta o aquella frente que destacaba en el claro de luna...
Nos recostamos en el pretil del Choondó, en el primer piso. La galería donde nos hallábamos corría bajo el saliente del alero de suave línea comba, sostenida por ocho elegantes repisas de estilo indio; parecía surgir del estanque habitado por la luna. Kashiwagi empezó con una corta melodía: «La carretilla del palacio». Su virtuosismo me dejó estupefacto. Como él, apliqué la boquilla de la flauta a mis labios, pero no salió ningún sonido. Entonces, con paciencia, Kashiwagi me enseñó el arte de sostener la flauta manteniendo la mano izquierda debajo, el modo de colocar los dedos justo en el sitio preciso y de pegar los labios a la boquilla soplando a todo lo largo del instrumento. Probé otra vez, muchas veces, pero sin éxito. Con las mejillas y los ojos congestionados, veía la luna en el estanque rompiéndose, pese a que no soplaba la menor brizna de aire, en mil resplandores.
Completamente agotado, me pregunté por un momento si Kashiwagi no me imponía aquella tortura adrede, para divertirse con mi tartamudeo. Poco a poco, sin embargo, el esfuerzo físico que desplegaba para conseguir hacer brotar un sonido que se resistía a ello me pareció, en cierto modo, purificar el esfuerzo cerebral al cual yo estaba habitualmente obligado cuando, lleno de aprensión, intentaba sacar provecho de la primera palabra sin ningún desgarrón. Me parecía que esos sonidos que no querían salir existían, estaba seguro de ello, en alguna parte de aquel sereno universo bañado por la luna. ¡Feliz si yo pudiese, al precio de mi esfuerzo, por lo menos alcanzarlos, despertarlos!
¿Pero cómo conseguirlo, cómo alcanzar aquel divino sonido que Kashiwagi arrancaba de su flauta? Cuestión de técnica, nada más que eso. La Belleza era una cuestión de técnica. Me dije que su horrenda deformidad no le privaba a Kashiwagi de remontarse hasta la más bella, la más pura música, y que yo también podría conseguirlo si trabajaba. Esta idea me llenó de valor. Pero también comprendí otra cosa: que si las notas de «La carretilla del palacio» tenían una tan pura resonancia, se debía sin duda a la belleza de la noche, a aquel decorado cargado de poesía, pero también a los repugnantes pies torcidos de Kashiwagi.
Cuando le conocí mejor supe que la Belleza duradera le horrorizaba. El no amaba más que lo que se evapora en un instante: la música, los ornamentos de flores que se marchitan en unos días; detestaba la arquitectura, la literatura. Para que viniese al Pabellón de Oro había sido preciso un claro de luna sobre el templo...
Con todo, ¡qué cosa más extraña es la música! Esta Belleza tan breve a la que el flautista da el ser, transforma el fin de un instante en una pura prolongación; jamás se la volverá a ver; como estos seres que no hacen más que pensar, como las efímeras, es una emanación pura, una abstracción perfecta de la misma vida. Nada se parece a la vida como la música; sin embargo, aunque la Belleza del Pabellón de Oro fuese de la misma esencia, ello no privaba que, por lo mismo, pareciese alejada de la vida, repleta de ella por dentro... En el mismo instante que Kashiwagi terminó «La carretilla de palacio», la música, esa existencia inmaterial, expiró; y no quedaron, ’intactos, sin alteración, más que la repugnante forma de Kashiwagi y su tenebroso pensamiento.
¡Lo que él esperaba de la Belleza no era seguramente consuelo! Yo no tenía necesidad de que me lo dijera para saberlo. Lo que a él le gustaba era el momento en que, después de haber llenado la flauta con su aliento durante unos minutos y de haber creado una belleza soluble en el aire, volvía a encontrar más límpidos y más claros que antes sus pies de patizambo y sus pensamientos sombríos. La inutilidad de lo Bello, la Belleza que no deja ningún rastro una vez salida de su cuerpo, he aquí lo que a él le gustaba. Solamente eso. ¡Ah, si para mí hubiese podido ser también así, qué llevadera sé me habría hecho la vida!
Incansablemente, sin perder el gusto en ello, reanudaba mis ensayos siguiendo los consejos de Kashiwagi. Tenía la cara congestionada y jadeaba... Y bruscamente, como si me hubiese convertido en pájaro y mi gaznate dejara pasar un pequeño grito, mi flauta rindió un sonido único, muy tosco y bárbaro.
—¡Ya está! —rió Kashiwagi. Ciertamente, un sonido armonioso, lo que se dice un sonido armonioso, no lo era. Pero en fin, ¡brotaba, se sucedía a sí mismo! Oyendo aquella misteriosa voz, que no me parecía surgir de mí en absoluto, yo soñaba en otra, en la del fénix de cobre dorado que se hallaba por encima de nuestras cabezas.
A fuerza de trabajar, cada noche, según las directrices de un manual que Kashiwagi me había prestado, hice grandes progresos. Muy pronto fui capaz de interpretar aires como «Sol naciente rojo sobre fondo blanco», y recuperé todo aquel afecto de antes por Kashiwagi.
En mayo me pareció que debía hacerle un regalo como agradecimiento. Pero, sin dinero, me conformé con hablarle de ello. —No quiero nada comprado— me respondió. Luego, torciendo la boca de un modo extraño, añadió: —Oye, puesto que has tenido la gentileza de hablarme de eso, hay una cosa que me encantaría. Últimamente me habría gustado poner algunas flores en casa, pero son demasiado caras... Ahora, en el Pabellón de Oro, los lirios y los gladiolos se dan en abundancia. ¿Podrías traerme una media docena? ¿Algunos capullos, otros a medio abrir y otros en plena flor? ¿Con unas cuantas cañas floridas? Esta misma noche, mira; sería perfecto. ¿Qué te parece venir esta noche a mi casa?
Fue solamente después de haber aceptado —¡tan a la ligera!— que me di cuenta que me había pedido lisa y llanamente que cometiese un robo. Estaba condenado, a menos que no me importara quedar en ridículo, a convertirme en ladrón de flores.
En la cena de esta noche no hubo arroz: solamente legumbres hervidas con pan negro, pesado como el plomo. Por suerte era sábado y desde el mediodía —habían dado permiso podía salir todo aquel que quisiera. El sábado por la noche puede uno escoger entre acostarse pronto o no hacerlo hasta las once, y a la mañana siguiente puede hacer el remolón —«el olvido en el sueño», según se lo llama. El Prior también había ya salido.
A partir de las seis y media empezó a oscurecer. Se levantó viento. Esperé la primera campanada de la noche. A las ocho resonaron, altas y claras, anunciando la primera vigilia, las dieciocho notas de la melodía Ojikicho, a la izquierda de la puerta central; las vibraciones se mantuvieron largo rato en el aire.
Cerca del Pabellón de Oro se encontraba una especie de alberca con flores de loto, protegida por una empalizada en semicírculo, y cuyas aguas caían en forma de pequeña cascada dentro del gran estanque. Allí crecían a placer los lirios de los prados. En aquella época eran excepcionalmente bellos: acercándome, los oía removerse con la brisa de la noche. Altos y desplegados, los pétalos violeta se estremecían en medio del apacible murmullo del agua. Aquel rincón del jardín estaba oscuro y el violeta de las corolas, como el verde subido de las hojas, parecía negro. Quise cortar algunos tallos, pero el viento, su cómplice, las hacía resbalar, silbantes, entre mis dedos; el filo de una hoja me hizo un corte.
Al llegar a casa de Kashiwagi con una gran brazada de cañas floridas y de lirios, le hallé leyendo tumbado en el suelo. Temía encontrarme con la muchacha de la otra vez —vivía en la misma pensión—, pero debía haber salido.
El pillaje me había puesto alegre. El primer contacto con Kashiwagi, para mí se traducía siempre en menudas inmoralidades, en menudos sacrilegios, en menudas manifestaciones del espíritu del mal, cosas todas ellas que me llenaban de contento. Me pregunté, sin embargo, si a un crecimiento regular de esta «carga» de mal correspondería indefinidamente un crecimiento paralelo de mi placer.
A Kashiwagi, mi regalo le hizo sentirse locamente feliz. Fue a pedirle prestado a su propietaria todo lo que le hacía falta: un recipiente plano, un cubo, etc. (La casa no tenía pisos y la habitación de Kashiwagi era una pieza minúscula y aislada.)
Cogí su flauta, apoyada contra el muro de la alcoba, y me puse a tocar un breve estudio, muy bien además puesto que al volver, él se quedó asombrado. Pero el Kashiwagi de esta noche no era el mismo que había venido al Pabellón de Oro.
—Con la flauta no tartamudeas nada —dijo—. Sin embargo yo tenía curiosidad por oírte tartamudear un aire musical. Fue por eso, además, que te enseñé a tocar.
Esta simple alusión nos reintegró a la misma situación que al principio. Kashiwagi recuperaba sus posiciones; esto me facilitaba volver a hablarle de la muchacha aquella de la mansión española.
—¡Ah, aquella chica! Acabó el arrendamiento, se ha casado —dijo simplemente—. He removido cielo y tierra para enseñarle a disimular que ella ya no es virgen. Su marido es un buen tipo, sin malicia. Así que todo marcha bien, me parece...
Mientras hablaba sacó los lirios del cubo donde estaban en remojo, uno por uno,
examinándolos con gran atención y cortando los tallos bajo el agua. La sombra de la flor
que sostenía entre sus dedos se movía, inmensa, sobre la paja de las esteras. De pronto dijo: ¿Tú conoces, en el capítulo de la Ilustración popular de Rmzairoku, la célebre frase: «Si te cruzas con Buda, mata a Buda; si te cruzas con tu antepasado, mata a tu antepasado...»?
—Si te cruzas con un discípulo de Buda —continué yo—, mata al discípulo de Buda; si te cruzas con tu padre y tu madre, mata a tu padre y a tu madre; si te cruzas con tu pariente, mata a tu pariente. Sólo así alcanzarás la redención.
—Exacto. Pues bien, se trataba de eso. Esta muchacha era discípula de Buda.
—¿Y has alcanzado la redención?
Kashiwagi gruñó alguna cosa considerando la disposición de sus lirios y luego dijo:
—Para eso sería preciso matar mejor.
Un agua límpida llenaba el jarrón, cuyo interior era de color plateado. Una de las puntas de erizo para fijar los tallos estaba un poco torcida; con meticuloso cuidado, Kashiwagi la enderezó. Incómodo, sólo para romper el silencio, yo dije:
—Tú ya debes conocer el problema del «sabio Nansen matando un gato». Al terminar la guerra, en el templo, el Prior se sirvió de él corno tema para una homilía...
—¿Quieres hablar de «Nansen mata un gato»? —Diciendo esto, Kashiwagi calculaba según la forma del jarrón la adecuada longitud de un tallo de caña—. Es un problema que al hombre se le presenta muchas veces durante su vida, pero siempre bajo un aspecto distinto. ¡Y es un cochino problema! En cada revuelta de la existencia, allí está, siempre el mismo, y sin embargo, con un aspecto, un sentido diferente. Este gato —debes admitirlo— no era un gato ordinario: hermoso, en efecto, no había otro como él, ¿no es eso? Unos ojos de oro... un pelaje lustroso... Toda la belleza, toda la delicia del mundo, como bajo un resorte presto a dejarlas saltar a la vez, escondidas en ese pequeño y elástico cuerpo... Un bloque de belleza: he aquí lo que la mayoría de exegetas no han sabido ver. Excepto yo. Porque nuestro gato saltó de la maleza repentinamente. Las pupilas de sus ojos son dulces y tienen un brillo astuto; se deja coger —exactamente como si lo hubiera hecho adrede. Y eso es lo que provoca la querella entre los dos grupos de monjes. Porque, si bien la Belleza puede ofrecerse a cualquiera, ella no pertenece a nadie. La Belleza —¿cómo decirlo?— sí... es como una muela cariada, que nos roza la lengua, nos la agarra, nos hace daño, que yergue su existencia como un alfiler. Finalmente, no podemos ya más con el dolor y el dentista nos la arranca. Entonces, al contemplar en el hueco de nuestra mano aquella pequeña cosa marrón, sucia, sanguinolenta, uno se dice más o menos: «¿Es esto? ¿Es esto lo que me hacía tanto daño, lo que no cesaba de recordarme su existencia de un modo tan desagradable, lo que me clavaba raíces tan tenaces? ¡No es más que materia muerta! Pero, esta cosa y la de hace un instante, ¿son realmente una misma cosa? Si ésta, al principio, formaba parte de mi envoltura exterior, ¿cómo, por qué conexión, ligándose a mi yo interno, pudo convertirse para mí en una fuente de dolor? ¿Sobre qué base reposaba? Y esta base, ¿existía en mí? ¿O bien existía en este objeto? Sea lo que fuere, lo que me han arrancado de las encías y lo que yace en el hueco de mi mano son dos cosas totalmente diferentes. De una manera positiva, ESTO ya no es AQUELLO». Y bien, ¿tú ves?, con la Belleza ocurre lo mismo. Matar el gato significaba arrancar la muela que causaba dolor, extirpar la Belleza de raíz. ¿Quedaba resuelto el problema? Yo no lo sé. Las raíces de lo Bello, a pesar de todo, no habían sido cortadas; se mató a la bestia, pero no, tal vez, su belleza. Y es para burlarse de esta solución demasiado cómoda que Choshu se pone las sandalias sobre la cabeza. Él sabía, por así decirlo, que no hay otra solución sino soportar el dolor de muelas.
La interpretación de Kashiwagi era indudablemente original. Pero tuve la impresión de que, en realidad, me estaba dedicada y que Kashiwagi, penetrándome a fondo, ironizaba sobre mi impotencia para resolver mis problemas. Por vez primera, Kashiwagi me dio realmente miedo. Asustado de mi propio silencio, le pregunté:
—Bueno, entonces tú quién eres, ¿Nansen o Choshu? —¿Quién soy yo? De momento soy Nansen, y tú eres Choshu. Pero llegará un día que tal vez sea al revés... Porque este problema, tomado al pie de la letra, es tan mudable como las PUPILAS DE UN GATO...
Mientras platicaba. Kashiwagi iba moviendo las manos con delicadeza, disponiendo y fijando los tallos con alambre oxidado, en medio de la alberca, empalmando una caña florida que figuraba el cielo, ajustando previamente los lirios en grupos de a tres: poco a poco fue tomando forma una disposición de flores según la escuela Kansui. Un montón de menudos y redondos guijarros, blancos o marrones, lavados, limpios, impecables, esperaban junto a la diminuta alberca el instante de la última mano.
No hay más que una palabra para dar cuenta de la habilidad de Kashiwagi: prodigioso. Era una sucesión de pequeñas decisiones categóricas; efectos de contraste y de simetría convergían con una infalible seguridad. De tal modo que, sumisas a las sujeciones fijas de una melodía, se veía a estas plantas de la naturaleza introducidas con todo su magnífico esplendor en el seno del orden artificial. Flores y hojas, que existían SEGÚN ELLAS ERAN, se metamorfoseaban instantáneamente en flores y hojas SEGÚN ELLAS DEBÍAN SER. Aquello ya no eran lirios y cañas floridas venidos de la espesura, de cualquier planta anónima, sino más bien, en medio de una absoluta nitidez de contornos, de una absoluta desnudez, la esencia misma de los lirios, la esencia misma de la caña florida.
No obstante, en los gestos de Kashiwagi había crueldad. En relación con las plantas, sus manos se comportaban como si se hubiesen beneficiado de no sé qué oscuro y desagradable privilegio. He aquí quizá por qué cada vez que, con un chasquido, las tijeras cortaban un tallo, tenía la impresión de ver gotear sangre...
Kashiwagi había terminado. Sobre la derecha del jarrón, en el arranque rectilíneo de la caña florida, se unían las curvas puras de las hojas de lirio; una flor estaba abierta; las otras dos eran capullos a punto de abrirse. El conjunto llenaba casi por completo el espacio de la pequeña alcoba. Sobre el agua de la minúscula alberca, los ojos de las sombras y de la luz se inmovilizaron. La grava que disimulaba los alambres de metal sugería la orilla de un río de aguas extraordinariamente límpidas.
—¡Una verdadera obra maestra! —le dije—. ¿Dónde has aprendido?
—Con una mujer del barrio que da lecciones. Tiene que venir de un momento a otro. Nos hemos hecho amigos y me da lecciones. Pero ahora que ya puedo desenvolverme solo, como tú mismo has podido ver, ella empieza a fastidiarme. Todavía es joven y hermosa. Creo que durante la guerra tuvo relaciones con un militar; ella tuvo un aborto y luego a él lo mataron en el frente. Desde entonces, no hace otra cosa que correr tras los hombres. Tiene un poco de dinero, y las lecciones que da son para satisfacer sus manías. De cualquier modo, esta noche, tú puedes llevarla adonde quieras; sea adonde sea, ella irá contigo...
...Me sentí sumergido en una ola de impresiones desordenadas. Cuando vi a aquella mujer desde lo alto de la Puerta Monumental, en el Nanzenji, Tsurukawa estaba a mi lado. Hoy, tres años más tarde, la vería de nuevo aparecer ante mí, pero esta vez la vería con los ojos de Kashiwagi. Su drama, cuyo misterio había sido contemplado por mis pupilas con respeto, ya sólo sería visto por mí con una mirada lanzada a hurtadillas y avergonzada, por los ojos llenos de tinieblas del que ya no cree en nada. Era preciso admitirlo: aquel seno entrevisto desde lejos igual que una pálida luna en el mediodía, las manos de Kashiwagi lo habían tocado. Aquellas piernas que arropaba el amplio y espléndido vestido, los pies deformes de Kashiwagi las habían tocado. Sí, había que admitirlo: Kashiwagi había ensuciado a aquella mujer, Kashiwagi, es decir, el hombre que ve las cosas tal como ellas son.
Este penoso, torturante pensamiento, me puso en el estado de no poder soportar el estar allí por más tiempo. Pero la curiosidad me retuvo. Y me consumía de impaciencia esperando ver aparecer a aquella mujer en quien había visto la reencarnación de Uiko y que ahora no era más que la querida abandonada de un estudiante contrahecho. Cómplice momentáneo de Kashiwagi, me dejé vencer por la insensata alegría de ensuciar, con mis propias manos, mis propios recuerdos...
Ella entró, y su aparición no provocó en mí ningún torbellino. Vuelvo a verlo todo, como si estuviese allí: la increíble distinción de su porte, de su lenguaje, la voz un poco ronca y, juntamente con todo eso, los fulgores salvajes de su mirada, recriminaciones que no hacían nada por reprimir su contrariedad ante mi presencia... Comprendí finalmente por qué Kashiwagi me había rogado que fuera aquella noche: para servirle de escudo.
Entre aquella mujer y la de mi visión no había la menor correspondencia. Ésta me hacía el efecto de ser una persona completamente distinta. Era inútil que se esforzara en controlar sus palabras, estaba llena de confusión, y la atención que me prestaba era como si yo no existiese.
Finalmente, cuando su angustia se hacía ya insoportable, pareció que de momento renunciara a querer cambiar las disposiciones de Kashiwagi. Fingiendo de pronto una gran calma, paseó su mirada por el apartamento. El ornato de flores se destacaba en la alcoba: a pesar de hallarse allí desde hacía media hora, pareció no haberse fijado en ello hasta entonces.
—¡Oh, maravilloso, un éxito total! Ya le tenemos a usted, y no exagero, convertido en un maestro —dijo. Kashiwagi sólo esperaba estas palabras para hundirle la cuña de la ruptura.
—¿No está mal, eh? Ya ve usted, no necesito más lecciones. Ya no me hace usted falta. ¡En absoluto!
Hablaba con una lentitud sentenciosa. La mujer cambió de color. Yo aparté la mirada. Ella soltó como una leve risa, pero se acercó a la alcoba deslizándose sobre sus rodillas sin la menor ausencia de elegancia. Oí su voz que decía: