desolada sonreía a mi corazón más que un césped a principios de tarde, y se avenía estrechamente a mi existencia. Aquí, yo me bastaba a mí mismo; aquí, nada me amenazaba.
De pronto me cruzó una idea. Yo diría una idea CRUEL, en el sentido que Kashiwagi le da a la palabra. Lo cierto es que, brotada repentinamente del fondo de mí mismo, le dio sentido a mi iluminación de antes y me inundó de una luz viva. Sin querer profundizar en ella todavía, me contenté con sufrir el impacto, como hubiese hecho con una violenta clarividencia. Pero esta idea que jamás, hasta aquel día, se me había ocurrido, apenas hubo despuntado en mí que sus fuerzas y sus dimensiones al punto se multiplicaron por diez. Era ella, ahora, la que me envolvía con sus pliegues—, y esta idea decía: «ES PRECISO INCENDIAR EL PABELLÓN DE ORO.»
jueves, 27 de marzo de 2008
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