Mi cuerpo estaba como paralizado, mis lágrimas caían en oleadas interminables. Me habría quedado allí sin moverme hasta la mañana: descubierto, no habría tenido ni una palabra para disculparme.
Hasta aquí he insistido mucho sobre la apatía de mi memoria, desde los años de mi
infancia. Pero hay que decir que un recuerdo repentino está cargado de un extraordinario poder de evocación. El pasado no se contenta con arrastrarnos hacia él. Entre todos nuestros recuerdos, hay algunos, desde luego pocos, que en cierto modo están dotados de poderosos resortes de acero, y cada vez que hoy los tocamos se sueltan inmediatamente y nos catapultan hacia el futuro.
Mientras mi cuerpo permanecía embotado, mi espíritu se divertía manipulando todos mis recuerdos. Reaparecían palabras en la superficie de mi memoria, y volvían a sumergirse: era como si los alcanzara con los dedos de mi espíritu y luego desapareciesen de nuevo. Estas palabras me hacían señas. Intentaban acercarse a mí, sin duda para estimularme.
«...Mira atrás, mira fuera: si nos volvemos a encontrar, ¡mata en el acto...!»
Sí, era la primera línea del famoso pasaje de la Ilustración popular, en el Rinzairoku; lo que seguía llegó por sí solo: «¡Si te cruzas con Buda, mata a Buda! ¡Si te cruzas con tu antepasado, mata a tu antepasado! ¡Si te cruzas con un discípulo de Buda, mata al discípulo de Buda! ¡Si te cruzas con tu padre y tu madre, mata a tu padre y a tu madre! ¡Si te cruzas con tu pariente, mata a tu pariente! Sólo entonces evitarás las trabas de las cosas, y serás libre...».
Estas palabras me sacaron de la impotencia en que había zozobrado. De repente sentí en todo mi ser una sobreabundancia de energía. Una parte de mí se obstinaba en repetirme que lo que iba a hacer ya era inútil; mi nueva fuerza no dudaba de esta inutilidad. Porque era inútil, tenía que actuar.
Recogí la almohada y el pañuelo, los enrollé juntos, me los puse bajo el brazo y me levanté. Miré el Pabellón de Oro. El deslumbrador templo se apagaba. Gradualmente, las sombras iban mordiendo las balaustradas y el bosque de columnas perdía poco a poco su claridad. La luz desertó de las aguas del estanque, y los reflejos, bajo los aleros, se apagaron. Muy pronto cada reflejo se encontró sumergido de nuevo en medio de una tiniebla negra como la tinta. Sólo quedó la silueta imprecisa, uniforme y negra, del Pabellón de Oro...
Eché a correr, di la vuelta al templo por el lado norte, sin un solo paso en falso; mis pies conocían el camino. Las sombras, a medida que me rozaban, se abrían ante mí; no tenía más que dejarme conducir.
Desde el Sosei salté al interior del Pabellón de Oro. Había dejado totalmente abierta la puerta oeste, de doble hoja. Arrojé sobre el montón de objetos apilados antes el paquete enrollado bajo mi brazo. Mi corazón latía alegremente. Mis manos mojadas tenían un leve temblor y las cerillas estaban húmedas. La primera no se encendió; la segunda se partió. Lo conseguí a la tercera, y la llama, que yo protegía con la mano, fue a través de los intersticios de mis dedos a lanzar destellos en la sala.
Luego tuve que buscar el sitio exacto donde antes había puesto la paja, pues ya no sabía dónde estaba. Cuando lo hallé, mi cerilla se consumió. Encogido, esta vez froté dos cerillas juntas.
La llama hizo surgir de la paja apilada unas complicadas sombras y esparció por todos lados deslumbrantes colores de tierras desoladas, propagándose en todas direcciones con una minuciosa aplicación. Y luego, en medio de una oleada de humo
jueves, 27 de marzo de 2008
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