Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

«Cueste lo que cueste, debes gastarte el dinero aquí», me decía una y otra vez. «Y si en ello se te va todo el dinero de los cursos, tanto mejor. Será para el Prior un excelente pretexto para ponerme de patas en la calle.» Yo no me daba cuenta de la extraña contradicción que significaba este modo de ver las cosas. Sin embargo, si tal era mi sentimiento más profundo, ¿no significaba de mi parte un cierto afecto por el Prior?
Quizá no era todavía la hora, pero los paseantes eran muy pocos. Mis sandalias de madera se oían claramente en medio de la calle. La monótona voz de los «ganchos» parecía arrastrarse en medio del aire húmedo y bajo de la estación de las lluvias. Los dedos de los pies, crispados, apretaban las flojas correas. ¿En qué pensaba? En el fin de la guerra, en aquella noche en lo alto de la colina Fudo, desde donde contemplé a mis pies el sembrado de luces; seguramente entre ellas se encontraban las de esta calle...
Esperaba encontrarme con Uiko allí donde mis pasos me condujeran. En un cruce, la casa de una esquina llevaba por nombre Otaki. En busca de la felicidad efímera, aparté la cortina y entré. Me encontré bruscamente en medio de una sala embaldosada al fondo de la cual había tres mujeres sentadas, en una actitud de fatiga semejante a la de esas mujeres que esperan el tren. Una de ellas vestía kimono y llevaba un vendaje alrededor de su cuello. Otra, vestida a la europea, miraba al suelo; se había bajado una media y se rascaba la pantorrilla. Desde luego Uiko no estaba allí: su ausencia me quitó un peso de encima.
La que se rascaba levantó la cabeza, como un perro al que hubiesen llamado. Bajo el maquillaje blanco y rojo, su cara redonda, un poco como soplada, tenía el crudo esplendor de los dibujos infantiles. El aire con el cual me miró, es curioso tener que decirlo, estaba realmente impregnado de benevolencia: exactamente la mirada que se le puede dirigir a un hermano, a un ser humano desconocido que uno se tropieza en la esquina. Nada en esta mirada indicaba que ella hubiese descubierto lo más mínimo el deseo agazapado en mi interior.
Estando Uiko ausente, no me importaba cuál de ellas hiciese el trabajo. Escoger, anticipar los hechos, significaba el fracaso, me decía supersticiosamente. Así como las chicas no tenían la libertad de escoger a sus clientes, yo tampoco debía escoger a mi pareja. De ser posible, era preciso que la terrorífica noción de una Belleza ENERVANTE viniera a interponerse.
—¿Cuál de estas señoritas desea usted? —preguntó la patrona. Yo designé la que se rascaba la pierna. Aquella leve comezón —debida probablemente a la picada de aquel mosquito que rondaba por encima del embaldosado— creó un vínculo entre la muchacha y yo. Gracias a él, más tarde, ella adquiría el derecho a testimoniar...
Se levantó, acercándose a mí, y tocó la manga de mi chaqueta con una sonrisa que remangaba su labio. Mientras subíamos al primer piso por una vieja y sombría escalera, evoqué una vez más a Uiko. Me decía que ella acababa de ausentarse, de ausentarse del mundo tal cual existía en aquella hora; y como ella ya no estaba aquí abajo, sería inútil que la buscase, no la encontraría. Pero era como si hubiese salido de este mundo simplemente para tomar un baño, por ejemplo, o para ocuparse en cualquier otra actividad ordinaria...
Mientras vivía, me pareció poseer igualmente el poder de pasar libremente de un lado a otro en un universo de dos caras. Incluso en el momento de la tragedia, después de haber rechazado este mundo, lo aceptó de nuevo. La misma muerte acaso no había sido para Uiko más que un incidente sin consecuencias. La sangre que había dejado en la galería del Kongo-in quizás no fue más que ese polvillo de alas abandonado una mañana, en el borde de una ventana, por una mariposa que echa a volar en el instante en que se abre...

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