«Ya no tardará mucho —me dije—. Un poco más de paciencia. Y la llave oxidada de la puerta que separa mi universo interior del mundo exterior dará una maravillosa vuelta en la cerradura. Una corriente de aire se establecerá entre los dos mundos, y ventilará libremente todo lo que hay dentro de mí. El cubo subirá, ligero, balanceándose como una pluma, y el mundo entero se abrirá frente a mí con una vasta llanura, y mi calabozo caerá convertido en polvo... Todo eso ya está a la vista... Al alcance de mi mano —que para conseguirlo no tiene más que querer...»
Me regocijaba, sentado en la sombra. Permanecí así durante una buena hora. Jamás en la vida había sido tan feliz. Y de repente me levanté.
Me deslicé furtivamente por detrás de la gran biblioteca, calzado con sandalias de paja que había preparado de antemano. Luego, pisando la escarcha, avancé a lo largo del foso, detrás del Rokuonji, en dirección a la carpintería. Sólo se veían piezas de madera, pero el serrín húmedo esparcía su olor por doquier. El lugar servía también para atar los haces de paja que eran comprados en cantidades de cuarenta a la vez; pero no quedaban más que tres; el resto había sido utilizado.
Me los llevé y volví bordeando el huerto. En la cocina reinaba un silencio absoluto. La rodeé para pasar por detrás del apartamento del ayudante. La luz de los lavabos se encendió de repente. Yo me incliné. Alguien se estaba aclarando la garganta; el ruido pertenecía a la garganta del ayudante. Después orinó. Interminablemente.
Temiendo que la paja se mojara, la protegí con mi cuerpo. Sobre la espesura de los matorrales agitados por la brisa flotaba un hedor de letrinas que la lluvia hacía todavía más penetrante.
El rumor de la orina cesó; oí unos pasos inciertos y luego un golpe seco: había cerrado el tabique. El ayudante no parecía estar muy desvelado. Reemprendí la marcha, con mis manojos de paja, hacia la biblioteca.
Sólo disponía de una cesta de mimbres y de una pequeña y vetusta valija para guardar mis cosas personales. Puesto que mi intención era quemar todo lo que me pertenecía, al anochecer había empaquetado libros, vestidos y ropa blanca. Quisiera que se prestara mucha atención a estos minuciosos preparativos. Todo lo que podía hacer ruido en el curso del transporte, como los corchetes de mi mosquitero —o aquello que, incombustible, habría dejado pruebas, como el cenicero, el vaso, la botella de tinta—, lo metí dentro de un almohadón, atado con un pañuelo de seda y puesto aparte. Aún había que dar a las llamas una almohada y dos colchas. Todo fue transportado, pieza por pieza, y amontonado detrás de la biblioteca. Entonces me deslicé detrás del Pabellón de Oro para desmontar la puerta de la cual ya he hablado y que da al norte.
Los clavos se dejaron arrancar uno tras otro sin dificultad: se hubiese dicho que estaban hundidos en la arcilla. Sostuve con todo mi peso la puerta que caía, y la húmeda cara de la madera podrida me acarició la mejilla con sus blandas hinchazones. No era tan pesada como me había supuesto. La dejé en el suelo, apoyada a la pared. Ahora podía ver el interior del Pabellón de Oro: estaba repleto de tinieblas.
El paso era lo bastante ancho para poder entrar de lado. Me introduje en la oscuridad. Se me apareció una cara extraña que me hizo estremecer de espanto: era mi propio rostro iluminado por la cerilla, cuya imagen me devolvía el cristal de la vitrina que cubría la maqueta.
El momento no era nada propicio, pero me absorbí en la contemplación de la miniatura del Pabellón de Oro, que bajo la luz de la cerilla abarquillaba sus formas temblorosas, su fina arquitectura llena de inquietud. Luego, de golpe, fue engullida por la oscuridad; la cerilla se había consumido.
jueves, 27 de marzo de 2008
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1 comentario:
Hello. And Bye.
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