—Toma mi diccionario y la flauta que me diste —añadí—, en previsión, a cuenta de ello.
Las facciones de su cara no dejaron aparecer nada de eso que podría llamarse el «ardor filosófico» que él mostraba siempre al despachar sus paradojas. Con los ojos replegados, achicados, fijó en mí una mirada envuelta en un velo de bruma.
—¿Te acuerdas del consejo que el viejo Laertes da a su hijo Hamlet?: «No pidas dinero prestado ni lo prestes. Prestar es perder a la vez dinero y amigo».
—Yo no tengo padre —respondí—. Además, si no puedes, no hablemos más de ello.
—Yo no he dicho que no pudiera. Estudiemos las cosas sin embalarnos. ¿Estoy o no en situación, actualmente, rascando el fondo del cajón, de reunir tres mil yens...?
A pesar mío, no pude evitar el evocar los argumentos de la profesora de decoración floral: los trucos de Kashiwagi, sus astucias para arrancarles dinero a las mujeres. Pero me contuve de decir nada...
—... Consideremos primero las disposiciones a tomar respecto al diccionario y la flauta.
Diciendo esto dio la vuelta sobre sus talones y se dirigió hacia el portal; yo le seguí, ajustando mi paso al suyo. Me habló nuevamente de aquel antiguo estudiante convertido en presidente de una sociedad de créditos, La Claridad, el cual, sospechoso de estar complicado en un asunto de tráfico de divisas, había sido detenido. Fue soltado en septiembre y se decía que se hallaba en una situación difícil a causa del duro golpe asestado a su crédito. Desde marzo—abril, este personaje había suscitado un fuerte interés en Kashiwagi y alimentó numerosas conversaciones nuestras. Convencidos como estábamos los dos de que él pertenecía a la raza de los «fuertes», no podíamos esperar su suicidio, quince días más tarde.
—¿Para qué es este dinero? —me lanzó Kashiwagi a quemarropa; pregunta, de su parte, muy sorprendente.
—Para irme a cualquier parte, así, sin más.
—¿Volverás?
—Sin duda...
—¿De qué quieres huir?
—De todo lo que me rodea... De este olor a impotencia que emana a bocanadas de todas las cosas que me rodean... El mismo Prior apesta a impotencia. Espantosamente... También en él lo he notado...
—¿También quieres huir del Pabellón de Oro?
—Sí, también.
—¿Porque incluso él transpira impotencia?
—¡No, ciertamente! Al contrario, él es quien segrega esta impotencia que lo invade todo.
—Por lo menos, eso es lo que a ti te gusta imaginar.
Y Kashiwagi, con su paso exageradamente danzarín, enfiló a lo largo de la acera haciendo chasquear la lengua con un aire de extrema satisfacción. Me condujo a una pequeña tienda de antigüedades de aspecto muy miserable; allí vendió la flauta, sin sacar por ella más que cuatrocientos yens. Luego fue a un puesto de compra—venta de libros, donde hubo que dejar el diccionario por cien yens. Para los dos mil quinientos yens que faltaban, Kashiwagi me condujo a su casa.
Allí me propuso un singular negocio: la flauta no era en definitiva más que una restitución; en cuanto al diccionario, se lo podía considerar como un regalo. En consecuencia, los dos objetos no habían hecho sino retornar simplemente a su propietario y por lo tanto los quinientos yens obtenidos con la venta pertenecían a Kashiwagi. Los cuales, junto con el préstamo de dos mil quinientos yens, elevaban la deuda —¡nada más lógico!— a tres mil yens.
Hasta su devolución, él exigía el diez por ciento de interés mensual, lo cual —comparado con el treinta y cuatro por ciento mensual exigido por la sociedad La Claridad— era un rédito extremadamente bajo, un rédito de amigo... Kashiwagi sacó una hoja de papel, la carpeta, escribió brevemente los términos del acuerdo y me pidió que imprimiese sobre el documento la huella de mi pulgar.
Puesto que pensar en el porvenir no me inspiraba más que repugnancia, apreté mi dedo sobre el tampón y luego sobre el papel.
Mi corazón bullía de impaciencia. Con los tres mil yens en el bolsillo, abandoné a Kashiwagi, salté a un tranvía, bajé delante del parque de Funaoka y subí de cuatro en cuatro los peldaños de piedra de la escalera que, con un rodeo, conduce al templo sintoísta
Kenkun: quería proveerme de una varita de zahori, esperando obtener con ella una indicación acerca de la dirección que debía tomar.
Al pie de la escalera, a la derecha, se veía el santuario de Yoshiteri Inari, de un bermejo llameante, con sus dos zorros de piedra encarados y rodeados por una alambrada. Cada uno apretaba en su boca un documento enrollado y el interior de sus orejas puntiagudas y rectas estaba también pintado de bermellón.
El pálido sol se escondía de vez en cuando; entonces pasaba un leve viento seco. La escalera de piedra estaba como espolvoreada de ceniza fina —del mismo tono que aquel día gris que se filtraba a través de los árboles, tan débil, tan apagado que parecía una sucia
ceniza.
Desemboqué en el amplio patio del templo Kenkun. Había subido de un solo tirón y estaba empapado en sudor. Frente a mí, otra escalera conducía al mismo santuario; un camino enlosado iba hasta las gradas, y a ambos lados los pinos postraban sus ramas atormentadas sobre el fondo del cielo. Las viejas construcciones de madera de la cancillería del templo se encontraban a la derecha; un tablero colgado en la puerta de entrada indicaba: «Instituto de investigaciones sobre el destino humano». Entre la Cancillería y la escalera había un hueco en forma de cueva, enjalbegado de blanco, y más allá un bosquecillo de «cryptomeres» diseminados. En el cielo reinaba un tumulto de nubes frías, opalinas, cargadas de una luz lúgubre. El panorama se extendía hasta las colinas que rodeaban Kyoto por el oeste.
El santuario de Kenkun está consagrado a los héroes feudales Nobunaga y su hijo mayor Nobutana, unidos en un solo homenaje. Es un templo de una simplicidad desnuda, que ofrece una sola nota de color: la balaustrada bermellón que la rodea.
Una vez llegado, hice mis devociones y cogí de un estante, cercano a la arquilla de las ofrendas, la vieja caja de madera hexagonal. La agité e hice caer por el agujero una varilla de bambú finamente tallada. Llevaba escrito el número «14» en tinta china.
Di media vuelta y salí. «Catorce... Catorce», murmuraba mientras bajaba las escaleras. El sonido de estas sílabas bloqueadas por mi lengua al pasar pareció cargarse poco a poco de significado.
En el vestíbulo di una voz para que acudiera alguien. Una mujer de mediana edad, que debía ocuparse de la limpieza, apareció secándose las manos en el delantal concienzudamente. Cogió los diez yens reglamentarios que le di con un aire totalmente inexpresivo.
—¿Qué número?
—El catorce.
jueves, 27 de marzo de 2008
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