Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

—¿Dónde has encontrado el dinero para ir tan lejos, dime?
—¿El dinero? Lo pedí prestado a un compañero.
—¿Es verdad eso?... ¿No has robado nada?
—No. No he robado nada.
Como si aquello hubiera sido su única preocupación, mi madre dejó escapar un suspiro de alivio.
—Entonces, ¿no has hecho nada malo?
—No, nada.
—Ah. Mejor. Pero es preciso presentarle excusas al Prior. Yo ya lo he hecho, pero ahora te toca hacerlo a ti, y de todo corazón, para que te perdone. Es un hombre de espíritu muy amplio y espero que tendrá la bondad de pasar la esponja sobre lo ocurrido. Pero esta vez procura enmendarte, si no causarás la muerte de tu madre. Es la verdad. Causarás la muerte de tu pobre madre si no te corriges. De modo que procura convertirte en un sacerdote que sea alguien... Pero lo más urgente, ahora, es ir a excusarte...
En silencio, mi guardia de corps y yo ajustamos nuestro paso al suyo. Mi madre, en su turbación, había olvidado dirigirle el más elemental saludo de cortesía. Caminaba con un trotecillo, y mientras yo consideraba su deplorable cinturón, me pregunté qué era lo que la hacía tan fea. Y era... la esperanza. Una incurable esperanza semejante a una sarna tenaz de esas que dejan en la piel costurones profundos, sucios, húmedos y encarnados, provocando una eterna picazón que no hay modo de aliviar.
Llegó el invierno. Mi decisión se afirmaba de día en día, pero tuve que aplazar varias veces la ejecución del proyecto, sin que mi gusto por él se viera sin embargo afectado por aquellos frecuentes aplazamientos. No; en el curso de aquellos seis meses fue lo externo lo que me trajo motivos de contrariedad. Kashiwagi me acosaba cada fin de mes: quería que le pagara, me notificaba el descuento de mi deuda, interés incluido, me ponía en un suplicio con el torrente de groseras injurias que me volcaba encima. Pero yo había decidido de antemano no pagarle nada. Cuanto más tiempo estuviera sin poner los pies en la universidad, menos riesgo corría de encontrarme con él.
Tal vez parecerá extraño que no diga una palabra sobre las vacilaciones y las fluctuaciones que mi decisión, una vez tomada, hacía todavía posibles. Ello se debe a que estas vacilaciones no se produjeron en absoluto. Durante aquellos seis meses, mis ojos permanecieron inmutablemente fijos en un punto del futuro. Aquel muchacho que entonces fui, es muy posible que llegase a conocer la felicidad...
Para empezar, la vida en el templo se me hizo agradable: sólo con pensar que dentro de poco el Pabellón de Oro sería presa de las llamas, las cosas que me eran difíciles de soportar se me hacían tolerables. Como quien presiente su próximo fin, fui amable con toda la gente del templo. Puse calor a mi trato con ellos, me afané por reconciliarme con todas las cosas. Incluso me reconcilié con la naturaleza. Cada mañana de aquel invierno, cuando los pájaros acudían a picotear las últimas bayas de acebo, todo en ellos, hasta el plumaje de su pecho, me inspiraba amistad.
¡Incluso olvidé mi odio hacia el Prior! De mi madre, de mis camaradas, de todo me liberé. Pero no estaba lo bastante loco como para imaginarme que todo aquel nuevo confort en mi vida cotidiana se debía a una transformación del mundo que se había realizado al margen de mí y sin que yo hubiese movido ni un solo dedo. Cualquier cosa, no importa cuál, puede ser justificada desde el momento en que se la considera desde el punto de vista de su resultado. ¿Y sobre qué se apoyaba precisamente mi nueva libertad? Sobre aquello en que yo mismo me situaba desde el punto de vista del resultado, sobre el sentimiento de que la decisión —de la cual dependía el resultado reposaba enteramente en mis manos.
La idea de incendiar el Pabellón de Oro me había llegado de la manera más abrupta; pese a todo, me iba a maravilla, ajustándose a mí tan perfectamente como un traje hecho a medida. Era como si no hubiese estado pensando más que en ella desde el día de mi nacimiento. En todo caso, desde el día de mi primer encuentro con el Pabellón de Oro, en compañía de mi padre, esta idea se había desarrollado en mí aguardando, por así decirlo, el momento de mostrarse. El solo hecho de que el Templo de Oro hubiese parecido al adolescente, que era yo entonces, de una belleza sin par en este mundo, contenía ya las distintas razones propias para hacer de mí un incendiario.
El 17 de marzo de 1950 terminaron mis estudios preparatorios en la Universidad de Otani. A los dos días, el 19, yo cumplía mis veintiún años. El resultado de estos tres años de estudios era impresionante. Yo quedé el setenta y nueve en un total de setenta y nueve alumnos; mis notas más bajas las tuve en japonés, donde totalicé cuarenta y dos puntos; el número de mis ausencias, sobre seiscientas dieciséis horas de curso, alcanzaba a doscientas dieciocho: ¡más de un tercio! Sin embargo, de acuerdo con la doctrina budista del Alma Compasiva practicada en esta universidad, puesto que no existe lo que se llama «fracaso», fui admitido para proseguir mis estudios. A lo que el Prior dio su aprobación tácita.
Seguí sin hacer nada y, a fines de primavera y principios del verano, me pasé todos los días de sol visitando templos budistas y sintoístas, cuya entrada era gratuita. Caminé todo el tiempo que me permitieron mis piernas. Recuerdo uno de esos días.
Iba por la gran calle que pasa frente al templo de Myoshin. Me fijé en un estudiante que caminaba delante de mí al mismo paso. Se paró para comprar cigarrillos en un estanco de vieja techumbre con tejadillo. Entonces pude verle de perfil: perfil agudo, tez pálida, cejas delgadas, gorra de la Universidad de Kyoto. Me echó una mirada con el rabillo del ojo. La línea de su mirada parecía un haz de espesas sombras. Mi reacción fue inmediata: «¡He ahí un incendiario, lo juraría!».
Eran las tres de la tarde —una hora, pues, poco propicia para los incendiarios—. Una mariposa llegada de improviso, que volaba caprichosamente sobre el asfalto de la calle, vino a enredarse en una camelia que se marchitaba en un pequeño jarrón bajo el tejadillo del estanco. Los ajados bordes de la blanca corola parecían chamuscados. El autobús tardaba mucho en llegar. Por encima de la calle, el tiempo se había detenido.
Sin que supiese decir por qué, yo sentí que mi estudiante se encaminaba paso a paso hacia el criminal incendio. Esta convicción se imponía: tenía todas las trazas de un incendiario. Había decidido, audazmente, cometer su acto en el momento más difícil: en pleno día; y dirigía sin prisa sus pasos decididos, inquebrantablemente, hacia el acto premeditado. Tenía ante él el fuego y la destrucción; detrás, un mundo cuyo orden había rechazado. Por lo menos eso es lo que yo creí leer en aquella espalda de negro uniforme, que tenía un algo de imponente. Pero quizás a aquel joven incendiario yo le había atribuido una tal silueta por la imagen que de él me había construido en mi pensamiento; y aquel uniforme negro bajo la luz del día clamaba la rebeldía y la desgracia.
Yo aminoré el paso, resuelto a seguir al estudiante. Observé que tenía el hombro izquierdo ligeramente más bajo que el otro y creí ver mi propia silueta. Era infinitamente más guapo que yo, pero no cabía duda alguna de que él no había sido empujado al mismo acto que yo por un mismo sentimiento de soledad, un mismo infortunio, una misma obsesión por la Belleza. Mientras le seguía, tenía la sensación de contemplar de antemano lo mismo que yo iba a hacer... Éstas son las cosas que suelen producirse en una tarde de

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