proceda a la expulsión de los objetos domésticos y se les arroje a la calle; a esto se le llama ennoblecer la casa. Y se hace para prevenir los desastres de las cosas, antes que se cumpla el siglo, y para que ellas no se conviertan en Tsukumogami...».
Así, mi gesto abriría los ojos de los hombres a los desastres de Tsukumogami y les salvaría de ellos. Mi gesto haría zozobrar el mundo donde el Pabellón de Oro existía en un mundo que no existía. Y el mundo cambiaría seguramente de significado.
Cuanto más meditaba en ello, más mi alma se llenaba de alegría. En fin, la aniquilación del universo presente y desplegado en torno a mí, estaba próximo. Los rayos del sol poniente se prolongarían por todo el país. Caerían sobre el iluminado Pabellón de Oro. Y el mundo en el cual él estaba embarcado, segundo a segundo, como granos de arena resbalando entre nuestros dedos, se encaminaría hacia el abismo. Yo estaba seguro.
Mi estancia en el hotel de Yura se terminó bruscamente al cabo de tres días. Como no salí fuera en todo el tiempo, la dueña concibió sospechas y la vi llegar acompañada de un agente de policía. Al ver aquel uniforme entrando en mi habitación, tuve miedo de que mi plan fuese descubierto; pero en seguida comprendí que me había alarmado sin motivo. Respondí a las preguntas sin disimular nada de mi situación, diciendo que me había fugado ante la necesidad de escapar por algún tiempo de la vida del templo. Enseñé mi carnet de estudiante y pagué mi cuenta de hotel en presencia del hombre. Así, él tomó con respecto a mí una actitud protectora. Telefoneó al Rokuonji, verificó la exactitud de mis palabras y luego me informó que él mismo iba a conducirme al templo. Y para no comprometer mi «porvenir», se tomó la molestia de quitarme el uniforme y vestirme con ropas de paisano.
Mientras esperábamos cayó un chaparrón que en un instante dejó calado el andén descubierto de la estación de Tango-Yura. Mi guardia de corps entró en la oficina con la satisfacción de demostrar que era tan amigo del jefe de estación como de los empleados. No contento con ello, me presentó como su sobrino, llegado de Kyoto para visitarle.
Comprendí la psicología de los revolucionarios. Todos aquellos funcionarios de provincias platicaban en torno al brasero lleno de rojas brasas sin sospechar ni por asomo las transformaciones que estaban en vísperas de producirse bajo sus ojos, en los cuatro puntos del planeta, sin presentir la inminente dislocación de este «orden del mundo» que era el suyo.
«Si el Pabellón de Oro arde... Sí, si él arde, ¡qué cambio en el universo de estos pobres tipos! ¡Lo de arriba abajo, revuelta la regla de oro de sus existencias! ¡Inoperantes, sus leyes!...»
Me deleitaba con la idea de que aquella gente no prestaba la menor atención al muchacho tan inocentemente sentado a su lado, calentándose las manos en el brasero, y que no obstante era un criminal en potencia. Un joven y expansivo empleado, de mucha verborrea, hablaba de la película que iría a ver en su próximo día de fiesta: una sensacional película histórica, que hacía llorar y al mismo tiempo estaba llena de formidables batallas... ¡De modo que iría al cine, aquel joven realmente más vigoroso que yo, desbordante de vida! En su próximo día de fiesta iría al cine, llevaría a una muchacha, y todo acabaría en la cama...
El joven no paraba de fastidiar al jefe de estación, de bromear, de hacerse mandar a paseo, y mientras tanto no permanecía quieto, reponiendo carbón al brasero, anotando cifras. De nuevo yo sentí el encanto fascinador de la vida y le dirigí una mirada de envidia: estuvo a dos dedos de pillarme... Aún podía no incendiar el Pabellón de Oro, huir del templo por las buenas, volver a entrar en el siglo y sepultarme en una existencia como la de este joven.
Pero inmediatamente, las fuerzas de las tinieblas surgieron y me arrastraron lejos de todo aquello. ¡Claro que había que incendiar el Pabellón de Oro! Sería después, solamente después que empezaría para mí una nueva vida, especialmente hecha a mi medida.
El jefe de estación contestó algo al teléfono, se acercó a un espejo, se ajustó la gorra con galón dorado, tosió aclarándose la voz, abombó el torso y salió al andén remojado como si penetrara en un lujoso salón. El tren que nosotros debíamos tomar no tardó mucho en anunciarse por el retumbar que producía su paso por la zanja abierta en el acantilado, retumbar al cual las paredes empapadas de lluvia comunicaban una húmeda frescura.
Llegamos a Kyoto a las ocho menos diez de la noche. El policía me acompañó hasta la puerta exterior del Rokuonji. La noche era fresca. Al desembocar en el borde oscuro del bosquecillo de pinos, acercándome a la altiva silueta de la puerta, allí delante, de pie, percibí a mi madre.
Casualmente se hallaba junto al cartel donde podía leerse: «Toda infracción será castigada conforme a la ley...». Desgreñada bajo la luz de la linterna, como si cada uno de sus blancos cabellos estuviese plantado de pie. Parecía más canosa de lo que en realidad era, bajo aquella luz, pero todos aquellos cabellos en desorden rodeaban un rostro desmedrado donde no se reflejaba ninguna emoción. Era pequeña y, sin embargo, parecía dilatada, inmensa, descolorida. Detrás de ella, por la gran puerta abierta, se veían las sombras desplegadas sobre el patio. Erguida sobre el fondo de la noche, grotescamente ataviada con sus únicas prendas de viaje —un miserable kimono que ya no podía más con su alma, apretado en un cinturón bordado en oro y desgastado—, se la habría tomado por una muerta.
Yo dudaba en abordarla. ¿Por qué había venido? Aquello me sorprendía y no lo comprendí hasta más tarde: advertido de mi fuga, el Prior había hecho preguntar a mi madre si yo estaba en casa. Trastornada, ella había acudido al Rokuonji para esperar mi llegada.
El policía me empujó ligeramente por la espalda. Cuanto más me acercaba, más se empequeñecía la silueta de mi madre. Mi rostro quedaba por encima del suyo, de modo que para mirarme tuvo que torcer la cabeza con un feo gesto.
Mi primera impresión no me engañaba casi nunca. Sus pequeños ojos hundidos y maliciosos me hicieron ver una vez más cuan justificado era mi odio hacia ella: primero, porque me exasperaba que ella me hubiese puesto en el mundo; y luego, ¡ese distintivo que su infamia había marcado en mí! Era esto, como ya he dicho, lo que me había separado radicalmente de mi madre sin dejar siquiera una posibilidad de represalias. Sin embargo, algunos hilos no estaban aún rotos.
Pero esta vez, viéndola tocada en su amor propio maternal, me sentí de repente liberado. ¿Por qué? Es difícil de decir; pero sentía que ya nunca más ella podría usar amenazas conmigo.
Se oyó un pequeño grito agudo, como el de alguien que se estrangula. Al mismo tiempo, el brazo estirado, mi madre empezó a abofetearme con una mano febril.
—¡Hijo ingrato! ¡Monstruo de ingratitud! —decía.
Mi policía asistió a la escena de las bofetadas sin decir palabra. Los febriles dedos perdieron su precisión muy pronto, y toda su fuerza, poco a poco, abandonó la mano que golpeaba: no sentía en mis mejillas más que una granizada de menudos golpes de uñas.
Observé que mi madre, mientras me iba golpeando, conservaba una expresión suplicante; aparté los ojos.
Al cabo de un instante cambió de tono:
jueves, 27 de marzo de 2008
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