—Espere en la galería, por favor.
Me senté al borde. Mientras esperaba pude medir hasta qué punto era insensato poner mi suerte en las manos mojadas y agrietadas de aquella mujer. Pero poco importaba, puesto que había venido precisamente con la idea de apostar sobre este absurdo. Detrás del tabique cerrado oí tintinear la anilla de un viejo cajón que alguien tenía una dificultad de mil diablos en abrir; luego el ruido de un papel arrancado. El tabique corredizo se entreabrió:
—¡Tenga! —dijo la mujer tendiéndome un pedazo de papel; y el tabique se cerró.
El papel llevaba en un rincón la marca de un dedo mojado. Leí: «Número 14. Nefasto».
«Si permaneces en esta casa, los Mil y Un Dioses te destruirán. El príncipe Okuni, después de haber soportado piedras de fuego, descargas de flechas y otras calamidades, tuvo que alejarse de esta provincia según las enseñanzas de los Dioses sus Antepasados.»
«Advertencia para ti: debes huir en secreto.»
El comentario que seguía enumeraba toda clase de avatares o de alarmas que uno podía hallar en su camino: no me impresionaron en absoluto. Finalmente había una nube de diversas rúbricas, una de las cuales se titulaba: «Viaje». Clavé los ojos en ella: «Viaje. Nefasto. Particularmente hacia el noroeste».
Decidí lanzarme de cabeza al noroeste.
El tren de Tsuruga salía de Kyoto a las siete menos cinco de la mañana. En el templo nos levantábamos a las cinco y media. En la mañana del día 10, tan pronto me hube levantado me vestí mi uniforme de estudiante sin que ello despertara sin embargo la menor sospecha: tan arraigada estaba ahora la costumbre de no hacerme caso.
En las primeras horas de la mañana reinaba siempre una cierta confusión. El uno aquí y el otro allá, empuñando escobas y estropajos, todo el mundo se afanaba en limpiar. El trabajo duraba hasta las seis y media.
Yo me puse a barrer el patio de entrada. Mi plan era largarme sin equipaje, desaparecer como por encantamiento: manejaría la escoba sobre la grava apenas teñida de blanco bajo el alba; de pronto la dejaría caer; me volatilizaría; y cuando llegara el pleno día, el sendero estaría vacío. Así imaginaba que debía ser mi partida.
He aquí por qué no me despedí del Pabellón de Oro; él formaba parte del marco que me rodeaba y del que yo debía desprenderme de una vez. Paso a paso, mientras barría, me acercaba a la puerta del recinto exterior. A través de los pinos podían verse las estrellas de la madrugada.
Mi corazón latía sordamente. «Es la hora: VETE». Era como si estas palabras revoloteasen en torno a mis orejas. «Es preciso huir de este marco, de esta idea que me hago de la Belleza y que me ata, de este desamparo en que me he estancado, de esta tartamudez, de esta existencia a la que se le ponen tantas condiciones. Hay que huir de todo eso. Pase lo que pase.»
Igual que un fruto maduro que se desprende, mi escoba cayó sola de mis manos en medio de la penumbra de los matorrales. Furtivamente, escondiéndome detrás de los árboles, gané el portal exterior; después de lo cual me lancé a correr con los talones al cuello.
Llegó el primer tren con algunos viajeros —obreros, probablemente—, en medio de los cuales me senté dejando que la luz eléctrica se vertiera de lleno sobre mí. Me pareció que nunca había ocupado un sitio tan claro.
Todavía puedo recordar con absoluta nitidez los detalles de aquel viaje. Yo no ignoraba a dónde iba; había escogido un paraje que cuando iba al colegio habíamos visitado un día en una excursión educativa. Sin embargo, a medida que me acercaba, la sensación de huida y de liberación era tan fuerte que creía tener delante de los ojos un paisaje totalmente desconocido.
Aquella era la línea que conducía a mi país natal, y me era familiar. No obstante, jamás me habían parecido tan extraordinarios aquellos viejos vagones ennegrecidos de sudor, jamás les había notado tanto esplendor. Estaciones, silbidos del tren, voces rasgadas de los altavoces sonoros en la madrugada despertaban dentro de mí la misma emoción, amplificándola, desplegando delante de mis ojos horizontes vírgenes, deslumbrantes, líricos. El sol naciente partía en zonas los inmensos andenes. Ruidos de pasos apresurados, golpear de chanclos de madera, imperturbable y monótono rumor, el color de las mandarinas que un vendedor sacaba de la cesta... eran otras tantas alusiones estimulantes, otros tantos presagios, para la gran aventura a la cual me había lanzado.
El más ínfimo detalle de una estación ayudaba a entregarme por entero a la sensación única de ruptura y alejamiento. Y lo que se alejaba reculando, ¡con qué aire de realeza, con qué perfecta cortesía se alejaba! Lo notaba. La inexpresiva superficie de hormigón, ¡qué deslumbrante resplandor no recibía de esta cosa que se agitaba, se desprendía, partía!
Dejaba ciegamente que lo decidiera el tren. Esta expresión puede parecer extraña, pero es la única que da cuenta con autenticidad del estado de ánimo en que me encontraba entonces, cuando cada vuelta de rueda me alejaba más de la estación de Kyoto. ¡Cuántas veces en el Rokuonji, de noche, había escuchado el silbido de los trenes de mercancías pasando por Hanazono! ¡Cómo no iba a ser una sorpresa para mí el verme presente en uno de estos ingenios que noche y día, infaliblemente, corrían a toda marcha hacia las lejanías!
Remontamos estas gargantas de Hozu con profundidades de lapislázuli que yo había visto otras veces con mi enfermo padre. Sobre la vertiente occidental de la cadena Atago y de Arashiyama y hasta las cercanías de Sonobe, el clima, por una verdadera ilación de corrientes atmosféricas, es totalmente diferente del de Kyoto. De octubre a diciembre, entre las once de la noche y las diez de la mañana, invariablemente, la niebla sube desde el río e invade toda la región desplegándose casi continuamente.
Los arrozales se extienden anegados de vapor, bajo un verde de moho allí donde ya se ha hecho la cosecha. Sobre las apretadas gavillas que limitan las parcelas, crecían unos pocos árboles pequeños y grandes, delgados y tripudos, según leyes de la más completa fantasía.
Talados a buena altura, los escuálidos troncos estaban cercados de estos manguitos de paja que en el país se les llama «maná del calor». Viéndoles emerger de la niebla uno tras otro se hubiese dicho que eran árboles fantasmas. Muchas veces, rozando el cristal, se destacaba con extraordinaria nitidez sobre el gris de los arrozales extendiéndose hasta perderse de vista un gigantesco sauce cuyas hojas mojadas se doblaban bajo el peso de las gotas; se balanceaba débilmente en medio de la bruma.
Mis pensamientos, tan vigilantes al salir de Kyoto, ahora habían tomado otro curso: yo rememoraba a todos aquellos que habían muerto. Y al evocar a Uiko, a mi padre, a Tsurukawa, sentí brotar en mí una indecible ternura que me hizo dudar de si yo no sería solamente capaz de amar a los muertos... ¡Cuando menos, es mucho más fácil amarlos a ellos que a los vivos!
En mi compartimiento de tercera no había mucha gente. Los pocos especimenes sentados allí de esta humanidad tan difícil de amar chupaban febrilmente de sus cigarrillos o mondaban mandarinas. Un viejo empleado de algún organismo oficial platicaba en alta voz con su vecino. Los dos llevaban viejos trajes deformados; un despojo
jueves, 27 de marzo de 2008
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