cursos y me echara del templo. Pero yo no moví un dedo para ponerle sobre la pista. Confesarme no era necesario; él lo descubriría todo sin necesidad de ello.
Yo no me explicaba demasiado bien por qué esperaba tanto, en cierto modo, de la energía del Prior; por qué me empeñaba en esperar el recurso de su autoridad; por qué quería hacer depender mi determinación final de la expulsión decidida por él. Yo no sabía gran cosa de todo ello. Sobre todo cuando hacía ya mucho tiempo, según he dicho antes, que había penetrado a fondo su fundamental debilidad.
Aquella mañana, muy temprano, antes de que el monasterio se abriese al público, el Prior fue a dar una vuelta cerca del Pabellón de Oro: acontecimiento excepcionalmente raro. Nosotros estábamos todos ocupados en barrer; él nos dirigió algunas banales palabras de agradecimiento antes de subir, dentro de su blanca sotana de aspecto tan frío, la escalera de piedra que conduce al Pabellón de Sekikatei. Probablemente iba allí a prepararse té y a buscar soledad para ponerle orden a su espíritu.
Acabada la limpieza, cada cual emprendió el camino del edificio principal —excepto yo, que corté por el Sekikatei para irme detrás de la gran biblioteca, donde me quedaba un sector por barrer.
Subí las gradas bordeadas por la cerca de bambú del Pabellón de Oro y desemboqué junto al Sekikatei. Había estado lloviendo hasta el atardecer del día anterior y los árboles estaban mojados. En cada hoja de arbusto colgaba una gota de rocío donde se reflejaban los últimos fulgores rojos de la aurora; eran como pequeñas bayas rosadas nacidas allí a destiempo. Las telas de araña, tendidas de una gotita a otra, estaban también delicadamente teñidas de rosa y se estremecían.
Experimenté una extraña emoción al ver con qué exacta minuciosidad las cosas de la tierra daban asilo a los colores del cielo. La humedad misma que bañaba el recinto del monasterio venía enteramente de lo alto del cielo. Cada cosa tenía su gota de rocío, como una gracia recibida de lo alto, y exhalaba un olor mezclado de podredumbre y de frescor nuevo. Porque los objetos ignoran el medio de rechazar nada.
Como se sabe, la «Torre del Señor del Norte» está unida al Sekikatei. Su nombre proviene del texto: «Aquí está la residencia de la Señal del Norte a quien la nación estrellada rinde homenaje». La actual construcción no es la misma que en los tiempos en que Yoshimitsu hacía sentir su autoridad. Reformado hace ciento y pico de años, es un pabellón de forma circular según el gusto que se tenía por las casas de té. El Prior debía hallarse allí, puesto que no le vi en el Sekikatei. No tenía ningún deseo de encontrarme cara a cara con él; de modo que me deslicé a lo largo de la valla con paso vivo y doblando la espalda para no ser visto.
La «Torre del Señor del Norte» estaba abierta de par en par. Al fondo distinguí el dormitorio, desplegado a lo largo del muro, y el cuadro de Maruyama Okyo. El dormitorio estaba aún adornado con un pequeño relicario budista traído de la India, en blanca madera de sándalo labrada, obra maestra de delicadeza y a la cual los años habían cubierto de una oscura pátina. También veía, a la izquierda, un estante de morera en estilo Rikyu, así como las pinturas de las puertas corredizas... ¡Pero ni rastro del Prior! De modo que me arriesgué a mirar por encima de la valla.
En medio de la penumbra, a la derecha del dormitorio, distinguí una especie de voluminoso paquete blanco. Terminé por reconocer que se trataba del Prior: se hallaba prosternado que ya no podía estarlo más, con la cabeza entre las rodillas y las mangas abatidas sobre su rostro.
Estaba inmóvil. Completamente inmóvil. Por contra, su imagen desencadenó en mi interior un revoltijo de impresiones diversas.
jueves, 27 de marzo de 2008
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