Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

De regreso al templo, encontré que nada había cambiado. Se vivía allí una vida tan gris, se respiraba una atmósfera enmohecida tan perpetua, que entre ayer y hoy no podía esperarse encontrar el más pequeño cambio, la más ligera diferencia.
Dos veces por mes y sobre un hecho de la doctrina, el Prior hacía una exposición, y precisamente tocaba aquella noche. Para escucharle, la comunidad completa se reunía en su habitación. Yo estaba inclinado a creer que aprovecharía su comentario sobre Mumonkan para censurarme delante de todo el mundo. Lo creía por la siguiente razón: aquella noche íbamos a encontrarnos sentados el uno frente al otro y yo me sentía henchido de esto que es preciso llamar una especie de intrépida virilidad, que por lo demás no le iba en absoluto a mi persona. De lo cual deducía que el Prior desearía colocarse a mi nivel, mostrada también él una virtud viril, haría pedazos su máscara de hipocresía y confesaría públicamente su propia falta antes de denunciar la abyección de mi conducta.
En el cuarto mal iluminado, todos los miembros del Templo estaban reunidos con el texto de Mumonkan en las manos. A pesar del frío no había más que un pequeño brasero, cerca del Prior. Se oía sorberse el moco. Con la frente inclinada, jóvenes y viejos ofrecían unos rostros esculpidos en sombras, todos increíblemente desprovistos de vitalidad. El nuevo, que de día hacía de maestro, era miope y sus gafas resbalaban sin cesar a lo largo de la delgada arista de su nariz.
Yo era el único que me sentía fuerte; por lo menos así me lo parecía. El Prior abrió su libro y paseó los ojos en torno al auditorio. Mi mirada siguió la suya: deseaba hacerle constatar que yo no bajaba los ojos. Pero los suyos, cerrados de arrugas e hinchazones, no parecieron observar nada y se deslizaron hacia mi vecino.
Comenzó la exposición. Yo acechaba el momento en que el tema sugeriría al Prior un pretexto repentino para hablar de mi caso. Agucé el oído. La voz de falsete se desplegó monótona. Pero del corazón no brotó ningún acento.
Por la noche no pude dormir. El Prior me daba asco. Ardía en ganas de cubrirle de ridículo por su hipocresía. Luego despuntó el remordimiento, se agrandó, y mi orgullo no pudo resistir lo más mínimo. De manera bastante singular, este abatimiento interior arrastró consigo un abatimiento relacionado con mi desprecio; y terminé por convencerme de que mi adversario no merecía ser tomado en consideración ni poco ni mucho, y que todas las excusas que yo pudiese encontrarle no tendrían para mí ningún carácter de derrota: llegada a la cumbre, mi alma iniciaba el descenso.
«Iré a presentarle mis excusas mañana por la mañana», me decía. Al día siguiente, me remitía a la intención de la víspera. Mientras tanto, el rostro del Prior permanecía inalterable.
Un día que hacía mucho viento a mi regreso de la Universidad, abrí por casualidad mi cajón y descubrí un papel blanco que contenía alguna cosa. Era la fotografía. Sin una palabra escrita. Éste era pues el camino que, con toda evidencia, el Prior había escogido para ponerle punto final al asunto: no cerraba totalmente los ojos, sino que tenía a bien hacerme ver la esterilidad de mi acto. Esta curiosa manera de «devolver al remitente» no dejó sin embargo de despertar en mí un cúmulo de suposiciones.
«Esta vez está claro; tiene plomo en el ala —pensé—. ¡Por cuánta incertidumbre poco común habrá tenido que pasar antes de decidirse a proceder así! Ahora es seguro, me odia. Probablemente no a causa de la fotografía en sí, sino porque una simple foto le obligaba a gestos degradantes, a temer la mirada de los otros en su propio Templo, a agazaparse en espera del momento propicio para deslizarse como un ladrón a lo largo de la galería, a entrar en la habitación de un acólito en la que jamás había puesto los pies y abrir un cajón como un culpable.» Sí, verdaderamente, el Prior tenía ahora grandes razones para odiarme...
Ante esta idea, en mi pecho se produjo de pronto una explosión de indescriptible alegría. Luego me ocupé en un pequeño trabajo muy agradable; cogí las tijeras, corté la fotografía en mil diminutos pedazos, arranqué de mi cuaderno de notas una hoja de papel duro que doblé por la mitad, deslicé en su interior los fragmentos de la foto, lo cerré todo sólidamente y, llevándolo apretado en mi mano, me dirigí hacia el Pabellón de Oro.
Se levantaba en medio del cielo de la noche donde brillaba la luna, donde rugía el viento —cumbre de este melancólico equilibrio que era inmutablemente el suyo. Allí donde el claro de luna caía sobre el oquedal de finos pilares, uno creía ver a veces las cuerdas de un arpa, y el mismo templo parecía un extraño y gigantesco instrumento de música. Sí, era ésa la impresión que la luna ayudaba a crear esta noche desde su altura. Pero el viento se esforzaba en vano soplando entre las cuerdas y el arpa no emitía ningún sonido...
Recogí un guijarro, lo puse dentro del papel y lo oprimí todo hasta formar un objeto duro. Con tal lastre, los residuos del rostro penetraron en las profundidades del estanque, en cuyas aguas los círculos se propagaron blandamente y muy pronto vinieron a morir a mis pies, contra la orilla.
Si, en noviembre de aquel mismo año, yo me fugué del templo, fue a causa de todos estos pequeños incidentes acumulados. Pensándolo ahora, aquella fuga no fue repentina más que en apariencia: en realidad era el resultado de largas tergiversaciones. Sin embargo, me gusta decirme a mí mismo que aquel acto fue suscitado por un impulso súbito. Como yo estoy radicalmente desprovisto de impulsividad, me contentaba sobre todo con sucedáneos de impulsividad. Cuando un hombre ha proyectado visitar la tumba de su padre al día siguiente, pero, una vez en la estación, cambia súbitamente de parecer y va a ver a un amigo en un café, ¿se puede decir que este hombre es auténticamente impulsivo? ¿No se puede ver en ese cambio repentino una revancha sobre su propia voluntad, y cierta cosa más consciente que todos estos planes y preparativos a largo plazo?
La causa inmediata de mi huida fue que el Prior, la víspera, me había dicho claramente y en un tono que no admitía réplica: «Hubo un tiempo en que pensé hacer de ti, para más adelante, mi sucesor; pero quiero informarte que en el presente he cambiado totalmente mis disposiciones».
Era la primera vez que me notificaba alguna cosa de esta especie, pero yo debía esperarlo ya y estaba preparado: de modo que no estalló como una bomba y no quedé ni pasmado ni consternado. Me gusta pensar que, a pesar de todo, las palabras del Prior representaron el papel de detonador que provocó el impulso y el acto.
En adelante, seguro del odio del Prior —a partir de la jugada de la fotografía—, me abandoné a una ostensible negligencia en mis trabajos escolares. El primer año fui a la cabeza en chino e historia, con un total de ochenta y cuatro puntos, clasificándome, en el conjunto, el veinticuatro sobre los ochenta y cuatro alumnos, con setecientos cuarenta y ocho puntos. De cuatrocientas sesenta y cuatro horas de clase no había faltado más que a catorce. El segundo año no había totalizado más que seiscientos noventa y tres puntos, retrocediendo al puesto número treinta y cinco en un conjunto de setenta y siete alumnos. Pero el tercer año también multipliqué mis ausencias a las clases; no es que tuviese dinero para divertirme, sino que era por el placer de no hacer nada; el año escolar, además, había comenzado inmediatamente después del incidente de la foto.
Al terminar aquel primer trimestre, la Universidad envió una carta de advertencia al Prior y éste me hizo reproches, justificados por mis malas notas y mis múltiples ausencias. Pero por lo que estaba sobre todo resentido era por mi falta de asistencia a las

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