Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

Vi en mí mismo la pálida imagen de un fuego cautivo de aquel talismán. Algo que había sido tan alegre parecía ahora, tras el arcaico símbolo, viejo, débil, enfermo, degenerado. ¿Se me creerá si digo que aquel día el espejismo del fuego excitó mi sensualidad? ¿Cómo extrañarse —puesto que mi voluntad de vivir dependía por completo del fuego— de que mi sensualidad también tendiese hacia él? Mi deseo moldeaba las dóciles formas de las llamas que, conscientes de ser vistas por mí a través del pilar de oscuros reflejos, parecían haberse acicalado gentilmente. Dedos, brazos, busto, todo en ellas era fragilidad.
La noche del 18 de junio, con mi dinero en la cartera, salí clandestinamente del templo y me dirigí hacia KitaShinchi, vulgarmente conocido por Gobancho. Me habían dicho que no era un barrio caro y que estaba lleno de benevolencia, incluso para los novicios. Se encontraba alrededor de tres cuartos de hora a pie del Rokuonji. La noche estaba muy húmeda, el cielo ligeramente cubierto, la luna incierta. Yo vestía pantalón caqui, chaqueta y chanclos de madera. Tenía todas las posibilidades, a mi regreso dentro de algunas horas, de seguir siendo el mismo. ¿Cómo se me metió la idea de que, bajo la misma ropa, volvería convertido en otro?
Indudablemente era para VIVIR que yo quería prenderle fuego al Pabellón de Oro; pero lo que estaba ahora a punto de hacer se parecía más bien a unos preparativos para morir. Semejante a un hombre virgen decidido a suicidarse que empieza por darse una vuelta por el barrio prohibido, así obraba yo. Pero no nos engañemos: al obrar de tal manera, este hombre no hace más que poner su firma al pie de una fórmula hecha y no sabría de ningún modo —aun después de perder su virginidad— convertirse en «otro».
Esta vez ya no temía el fracaso tan a menudo repetido, aquella intrusión del pabellón de Oro entre la mujer y yo. Porque ningún sueño ocupaba mi espíritu, porque no deseaba en absoluto participar en la existencia por medio de la mujer. Mi vida estaba ahora sólidamente amarrada más allá de mi existencia presente; todos mis actos hasta aquel día no habían sido más que crueles y tenebrosas diligencias.
Así platicaba conmigo mismo, cuando me vinieron a la memoria las palabras de Kashiwagi: «Las prostitutas se entregan sin amor; para ellas todo es bueno: viejos decrépitos, mendigos, tuertos, adonis, leprosos —con tal que ellas no lo sepan. Esta igualdad de trato hace sentirse a sus anchas a la gente joven, y compran a la primera mujer que encuentran; pero a mí todo esto no me decía nada. Yo no podía admitir ser tratado del mismo modo que un hombre normal: me habría sentido abominablemente degradado».
Hoy sentía desagrado al recordar, aquellas palabras. Sin embargo, dejando aparte mi tartamudez, no había en mi físico nada fuera de sitio y, a diferencia de Kashiwagi, sin duda podía creerme feo, pero no más que cualquier otro.
«No obstante —me dije—, una mujer, con su intuición, ¿descifrará tal vez sobre mi fea frente los signos del criminal nato?
Esta idea me llenó repentinamente de una inquietud absurda. Aflojé el paso. Acabé por sentir náuseas a causa de estas reflexiones. Ya no sabía precisar si iba a perder mi virginidad con el fin de incendiar el Pabellón de Oro, o incendiar el Pabellón de Oro con el fin de perder mi virginidad. Entonces, sin ninguna razón particular, cruzó por mi espíritu la noble fórmula «TEMPO-KANNAN» —Vía del Destino sembrado de rudos obstáculos— y seguí mi camino repitiéndome a mí mismo: «Tempo-Kannan... Tempo-Kannan».
Estando en esto vislumbré, en el límite de un barrio invadido por la animación y el color de salas de baile y de bares, una zona en sombras donde se alineaban junto a los intervalos regulares de luces fluorescentes unos farolillos de papel de débil resplandor.

No hay comentarios: