En el primer piso una vetusta barandilla corría en torno a un hueco por donde subía desde el patio una corriente de aire. Una pértiga de bambú para tender la colada iba de una armazón a otra; una falda roja, ropa interior y una camisa de noche colgaban de ella. Estaba oscuro; la camisa de noche dibujaba vagamente una forma humana.
En un cuarto, una mujer cantaba una canción que se deslizaba sin altibajos. Una voz de hombre, que desentonaba, se unía a veces a la otra. La canción se cortó bruscamente y hubo un breve silencio; luego la mujer se echó a reír, como si una cuerda se hubiese roto.
—Es la Kinuko —dijo la chica que me acompañaba, a la patrona.
—¡Rediós! ¡Siempre será lo mismo! ¡Siempre! —respondió la otra; preocupada, volvió la espalda a la puerta de donde partían las risas.
La sala donde se me hizo entrar era minúscula —tres esteras— y de aspecto corriente. El sitio de la alcoba estaba ocupado por una especie de buffet sobre el cual habían colocado de cualquier modo una estatuilla de Hotei, el bonzo que traía suerte, y una figurilla de «gato-caza-clientes» como las que se encuentran en los escaparates de las tiendas. En la pared, un reglamento detallado y un calendario colgado. En el techo, una bombilla sola y débil. Por la gran ventana abierta entraba de vez en cuando el ruido de los pasos de un hombre, en la calle, buscando placer.
La patrona me preguntó si era para un rato o para toda la noche. Para un rato valía cuatrocientos yens. Encargué sake (vino de arroz) y pastas, que la patrona bajó a buscar.
Mientras tanto, la muchacha se mantenía a distancia. Fue sólo cuando regresó la otra, y a instancias suyas, que se acercó a mí. Observé entonces que su labio superior estaba ligeramente rojo por habérselo frotado. Para matar el tiempo, no solamente debía rascarse la pierna, sino un poco en todas partes. A menos que aquella rojez no fuese un poco de pintura desplazada de los labios. No debe parecer extraño que lo observase todo con detalle: era la primera vez en mi vida que entraba en una de esas casas, y me esforzaba por descubrir indicios de voluptuosidad en todo lo que caía bajo mi mirada. Cada detalle aparecía tan límpido como en un aguafuerte, inmovilizado y fijo a una distancia de mi ojo.
—Me llamo Mariko. Nos hemos visto otra vez, ¿verdad?
—No. Es la primera vez.
—¿Y es la primera vez que usted entra en una casa como ésta?
—Sí.
—Debe ser verdad, su mano tiembla.
Constaté, en efecto, que mi copa de sake temblaba.
—Si es verdad, Mariko —dijo la patrona—, esta noche la suerte es para ti.
—¡No tardaré mucho en saberlo! —dijo ella con negligencia. No había traza de picardía en sus palabras. Adiviné que el espíritu de Mariko erraba perezosamente en un lugar sin relación alguna con mi cuerpo o el suyo, como un niño privado de sus compañeros de juego.
Corpino verde pálido, falda amarilla, ella no llevaba rojo de uñas más que en los pulgares —que tal vez se había pintado por jugar, con esmalte prestado.
Pasamos a la habitación donde la cama estaba hecha y las esteras extendidas. Mariko puso un pie encima para tirar del cordón de la lámpara. La luz arrancó un vivo fulgor a los colores de la lujosa colcha. La alcoba tenía cierta elegancia; una muñeca francesa servía de adorno.
Me desnudé torpemente. Mariko se puso una bata rosa de tejido esponjoso, bajo la cual se quitó la ropa. Había una botella junto a la cabecera del lecho, y me tragué un gran vaso de agua. Ella me oyó beber.
jueves, 27 de marzo de 2008
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