tinieblas. Mientras tanto, a medida que se iba imponiendo en mi recuerdo la imagen de aquello y lo mismo el vaso y la botella de tinta. Uno tras otro, cada objeto desapareció en las profundidades. Junto a mí no quedaron más que la almohada y el pañuelo que habían sido su envoltorio. Sólo había que llevarlos ante la estatua de Yoshimitsu y prenderles fuego.
De repente sentí un hambre de lobo, y esta constatación, demasiado conforme con lo que había previsto, me dio hasta la obsesión el sentimiento de haber sido traicionado. Tenía un resto de bollo y dulces rellenos, mordisqueados la víspera: los ataqué vorazmente después de haberme secado la mano con la chaqueta. No sentí siquiera su sabor, y mi estómago gritaba su hambre y no tenía ningún interés por el sabor de las cosas. No había más que masticar, con toda la boca, con aplicación. Mi corazón latía de prisa. Cuando hube acabado con todo bebí un sorbo de agua del mismo estanque con el cuenco de la mano.
Ahora me encontraba en el umbral mismo de mi acto. Los interminables preparativos destinados a conducirme hasta él habían terminado. Todos. Yo estaba de pie en el borde más extremo: no tenía más que precipitarme. Un gesto de nada y listo.
Que entre mi acto y yo se abriese un anchuroso remolino capaz de engullir mi vida entera, es algo que ni siquiera afloró en mi espíritu. Estaba ocupado en la contemplación del Pabellón de Oro y darle el último adiós.
Sus contornos esfumados por la escarcha se distinguían mal en medio de la noche. Se erguía completamente negro, como un bloque de noche cristalizada. Esforzando mi vista, apenas si pude vislumbrar en lo alto el Kukyochó —que se adelgazaba de pronto—, el bosque de finos pilares del Hósuiin y del Choondó. Pero todos los detalles que en otro tiempo me habían emocionado, ahora se perdían en medio de las monocromas que para mí había sido la Belleza, la sombra se veía arrojada hacia atrás, como un telón de fondo sobre el cual mi espejismo pudiese dibujarse a placer. En sus formas, la negra silueta disimulaba enteramente lo que para mí era lo Bello. Gracias al poder de los recuerdos, las finas partículas de la Belleza empezaron a brotar, a lanzar destellos en medio de las sombras, primero una, luego otra, y en seguida por todas partes. Finalmente, a la luz de aquella extraña hora que no podía saberse si pertenecía al día o a la noche, el Pabellón de Oro fue precisándose progresivamente hasta quedar recortado, sorprendentemente nítido, dentro del campo de mi mirada. Jamás como en aquel instante su fina silueta me pareció tan perfecta, tan luminosa incluso en sus menores repliegues. Era como si yo hubiese adquirido de pronto el agudo sentido de los ciegos. Su propia luz le daba transparencia hasta tal punto, que incluso desde lejos distinguía los ángeles músicos pintados en el techo del Choondó, o los viejos fragmentos dorados de los muros del Kukyochó. La elegante fachada formaba con el interior un todo armonioso e indisoluble. A la primera ojeada se podía distinguir todo: la estructura del conjunto, el impecable dibujo del motivo principal, los efectos decorativos obtenidos con la minuciosa insistencia de los detalles que daban consistencia al motivo principal, los efectos de contraste y de simetría. Las plantas del Hósuiin y del Choondó, de la misma anchura, a pesar de una ligera diferencia, estaban resguardadas bajo el mismo profundo alero, semejantes en cierto modo, en su superposición, a dos sueños gemelos, a dos idénticos recuerdos de voluptuosidad: si uno parecía turbado ante la amenaza de olvido, el otro le confortaba gentilmente, de modo que el sueño se convertía en realidad y la voluptuosidad en arquitectura. Pero se les había cubierto con el Kukyochó, que rompía bruscamente aquel movimiento de mutua atracción y que, apenas se afirmaba, la realidad se derrumbaba y finalmente se sometía; subyugada por la noble filosofía de aquella tenebrosa y magnífica época. Y en todo lo alto del techo
jueves, 27 de marzo de 2008
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