Mi primer pensamiento fue que había sufrido un ataque, bajo cuyos efectos se encontraba aún. Mi deber, entonces, era acudir a atenderle. Una fuerza contraria me contuvo. Por una u otra razón, yo no amaba al Prior; un día cercano tomaría cuerpo mi determinación de incendiar el Pabellón de Oro... De modo que mis atenciones serían una hipocresía. Sin contar que podían valerme el agradecimiento del Prior, o su afecto, en cuyo caso mi voluntad corría el riesgo de debilitarse.
Al observarle mejor, no me pareció enfermo. Sea cual fuere la cosa que estaba haciendo allí, aquella postura le despojaba de toda nobleza y de toda dignidad: tenía el degradante aspecto de un animal adormecido. Observé que sus mangas temblaban ligeramente, como si un invisible peso se mantuviera en equilibrio sobre sus riñones. Este invisible peso, ¿qué podía ser? ¿Angustia? ¿Conciencia de su propia debilidad?
Acostumbrado al silencio, mi oído captó un imperceptible murmullo —una plegaria, que no pude identificar. Y de repente me surgió una idea que dejó mi orgullo hecho trizas: el Prior poseía tal vez una insondable vida interior de la cual nosotros no teníamos la menor idea, y ante la que las mezquindades, los pequeños pecados, las pequeñas negligencias que yo había desesperadamente ensayado no valían ni siquiera la pena de ser mencionadas. Comprendí entonces que la prosternación del Prior era la que se llama del «Jardín cerrado»: cuando un bonzo vagabundo se ve negada la entrada en un monasterio, permanece todo el día frente al porche, acurrucado sobre su fardo, con la frente inclinada. ¡Que un sacerdote del rango del Prior imitase las prácticas de un bonzo vagabundo testimoniaba una sorprendente humildad! Pero, ¿hacia quién? ¿A quién se dirigía con esa humildad? Como la de las hierbas del jardín alzándose hasta el cielo bañado por la aurora, y las de los árboles, la de las puntas de las hojas, de las telas de araña donde el rocío hallaba asilo, la humildad ¿no iba dirigida a las faltas y bajas ofensas a las cuales él escapaba —yendo hasta a reflejarse en su propia persona, en virtud de aquella postura de animal yacente?
«¡Pero no. Es a mí a quien la destina», pensé de repente. Estaba fuera de duda. Él sabía que yo iba a pasar por allí, y era en atención a mí que había tomado esta actitud... Perfectamente consciente de su debilidad, he aquí el medio que había encontrado para desgarrarme el corazón en silencio; despertar mi compasión y finalmente hacerme caer de rodillas ¡No le faltaba ironía a la cosa!
Lo estuve considerando, despistado; y la verdad es que había escapado a la trampa del enternecimiento por un dedo. Resistí con todas mis fuerzas, pero no puedo negar haber estado a punto de ceder... Entre tanto, no tenía más que decirme «todo esto lo hace por ti» para que mis disposiciones volvieran a su cauce y yo mismo, más que nunca, me afirmara en ellas.
Fue en aquel momento cuando decidí llevar a término mi proyecto sin esperar a ser echado del templo. El Prior y yo vivíamos ahora en mundos diferentes y ninguno de los dos tenía influencia sobre el otro. Todos los obstáculos habían sido eliminados. A partir de entonces yo podía actuar sin tener que esperar una ayuda exterior, como quisiera y cuando quisiera.
Los tintes de la aurora se desvanecieron. Las nubes se elevaban hacia el cielo. El terso rayo de sol matinal se evaporó tras la galería de la «Torre del Señor del Norte». El Prior seguía prosternado. Yo me apresuré a irme de allí.
El 25 de junio estalló la guerra de Corea. Con ello se verificaban mis presentimientos de que el mundo iba inevitablemente al hundimiento y a la ruina. Tenía que apresurarme.
jueves, 27 de marzo de 2008
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