cima de Hidari Daimonji. Sí, allí fue seguramente donde me dejé caer, en medio de los bambúes enanos y a la sombra de los pinos rojos, intentando calmar los locos latidos de mi corazón. Era la colina cuya vertiente norte protege al Pabellón de Oro.
Lo que me devolvió la clara conciencia de las cosas fue el piar de los pájaros asustados. Uno de ellos rozó mi rostro con un rápido batir de alas.
Recostado sobre mi espalda, contemplé el cielo de la noche. Una multitud de pájaros pasó rozando la copa de los pinos y lanzando gritos agudos, mientras que por encima de mi cabeza, como si jugaran, revoloteaban hacia el cielo algunas partículas de lo que parecían residuos de fuego.
Me senté y dirigí la mirada hacia el fondo del lejano valle, en dirección al Pabellón de Oro. Extraños ruidos llegaban hasta mí. Como explosiones de petardos. Como si una infinita multitud de personas reunidas hiciese crujir sus articulaciones.
No veía el Pabellón de Oro. Solamente volutas de humo, llamas que subían hacia el cielo. Nubes de chispas caían entre los árboles, y el cielo, por encima del templo, era como una constelación de granos de arena de oro.
Estuve contemplando este espectáculo largamente, con las piernas cruzadas. Cuando volví en mí descubrí que estaba lleno de ampollas y de arañazos y que mi sangre corría. También tenía sangre en los dedos: me había herido al golpear la puerta. Me puse a lamer mis llagas, como una bestia que ha escapado a sus perseguidores.
Hurgué en mi bolsillo y saqué la navaja y el frasco de somníferos envueltos en el pañuelo. Los tiré al torrente.
En el otro bolsillo, mi mano tropezó con el paquete de cigarrillos. Me puse a fumar. Me sentía con el espíritu de un hombre que, terminada su labor, echa un pitillo. Quería vivir.
jueves, 27 de marzo de 2008
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