Al día siguiente de mi visita al Gobancho me dediqué a hacer una pequeña experiencia: arranqué de la puerta norte del Pabellón de Oro dos clavos de cinco a seis centímetros de largo.
En los bajos, en el Hosuiin, hay dos puertas para entrar, una al este y otra al oeste, las dos de doble hoja. El viejo guía que subía allí cada noche cerraba la puerta oeste por dentro y la este por fuera, dando una vuelta de llave. Pero yo sabía que se podía entrar incluso sin llave; porque por el lado norte había una puerta de tablas que parecía guardar desde atrás la maqueta de la cual ya he hablado y que se encontraba dentro. Esta puerta se caía de vieja, y quitando media docena de clavos se podía desmontar fácilmente. Todos los clavos estaban casi sueltos, de modo que podían ser arrancados con los dedos sin esfuerzo. Yo había probado con dos de ellos y la experiencia había sido concluyente. Los envolví en un pedazo de papel y los guardé ocultos en el fondo del cajón de mi mesa de trabajo. Dejé pasar algunos días. Nada pareció indicar que el hecho hubiese sido descubierto. Luego, una semana. Idéntica reacción. El 28 por la noche, en el curso de una nueva salida clandestina, volví a poner los dos clavos en su sitio.
El día que vi al Prior prosternado y había tomado, de una vez por todas, la decisión de no hacer depender las cosas más que de mí mismo, me fui a una farmacia próxima a la Comisaría de Nishijin, en el barrio Sembon-Imaidegawa, para comprar unos somníferos. Primero me dieron un frasco que parecía contener una treintena de comprimidos. Pedí más y por cien yens me llevé un frasco de cien. Luego, en una tienda vecina, compré por noventa yens una navaja con su estuche, cuya hoja medía de doce a quince centímetros.
Tanto a la ida como a la vuelta, pasé frente a la Comisaría de Nishijin. Varias ventanas estaban iluminadas. Vi a un inspector, con el cuello de la camisa abierto y una cartera bajo el brazo, lanzarse al interior. Nadie me prestó atención. Ocurría lo mismo que durante aquellos veinte años que acababan de transcurrir; aquello no hacía sino continuar. Una vez más, yo no contaba para nada. En todos los rincones del Japón había un millón, diez millones de personas que no llamaban ninguna atención; yo formaba parte de ellas. Que aquellas personas quisieran vivir o morir, al mundo se le importaba una higa. Y seguramente había en ellos mucho que confortar. Así, confortándose a sí mismo, el inspector no se tomó la molestia de dirigir una mirada hacia mí. Sobre la puerta, la luz roja y turbia del farol hacía resaltar los caracteres de la inscripción: «Comisaría de policía de Nishijin». Faltaba una parte de la palabra «policía».
Durante el camino de regreso pensé en las adquisiciones que había hecho aquella tarde; mi corazón latía de gozo. Había comprado la navaja y los somníferos para el caso de que tuviera que decidir mi muerte. Pero mi alegría era tan intensa que me preguntaba si no era más bien la del hombre que va a fundar un hogar y que organiza de antemano su vida familiar. Incluso mucho después de mi regreso al templo no podía dejar de contemplar mi doble compra. Sacaba la navaja de su funda y pasaba mi lengua por la hoja, que se empañaba al instante. Notaba un frescor incisivo, luego una especie de agradable y remoto sabor: venía del corazón del delgado acero, de la inaccesible substancia del metal, de la cual aquel sabor no era más que el pálido reflejo. Aquella límpida forma, aquel fulgor metálico semejante al añil de las profundidades marinas, he aquí lo que ocultaba ese sabor tan puro enroscado a la punta de mi lengua, tenaz, mezclado a mi saliva —y que acabó también por evaporarse. Y, feliz, pensaba en el día en que iba a sentirlo en mi carne,
jueves, 27 de marzo de 2008
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