Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

el día en que yo me sentiría totalmente anegado, embriagado por aquel sabor dulzón. Los cielos de la muerte me parecían llenos de luz y semejantes a los de la vida. Había olvidado mis sombríos pensamientos. Ya no existía angustia en este mundo...
Después de la guerra, en el Pabellón de Oro había sido instalada una alarma contra incendios automática, del modelo más reciente y muy ingeniosamente concebido: si el interior del Pabellón de Oro alcanzaba una temperatura determinada, un timbre de alarma sonaba inmediatamente en el pasillo de la cancillería. La tarde del 29 de junio, el dispositivo se estropeó; fue el viejo guía el que lo descubrió. Yo le oía dar cuenta de ello en el despacho del diácono, ya que me hallaba en la cocina. Interpreté el hecho como una exhortación del Cielo.
Sin embargo, al día siguiente por la mañana, día 30, el ayudante del Prior telefoneó a la fábrica que nos había mandado el aparato para que vinieran a repararlo: el buen guía tuvo la bondad de decírmelo. Yo me mordí los labios: había perdido una ocasión única, que me había sido ofrecida la noche anterior.
Un obrero vino a reparar el aparato al atardecer. En torno a él se formó un círculo de cabezas llenas de curiosidad. Era un largo trabajo; el hombre meneaba la cabeza con aire de fastidio: los curiosos, uno después de otro, se fueron marchando. Cuando me pareció decente, yo hice lo mismo. No tenía más que esperar el final de la reparación y el timbre de control resonaría por todo el templo —señal, para mí, de desesperación... Esperé. La noche invadió como una marea el Pabellón de Oro, donde parpadeaba el pábilo del obrero que trabajaba. No sonó ningún timbre: el hombre había recogido todo y se había ido, dejando el resto del trabajo para mañana. Pero faltó a su palabra: nadie vino el primero de julio. En el templo no había ninguna razón especial para apresurar la reparación.
El día anterior yo había vuelto a Sembon—Imaidegawa para comprar bollos de manteca y dulces de alubias. En el templo no se tomaba nada entre las comidas, por lo cual, con algunos yens de la cuenta de mis gastos personales, a menudo me iba allá abajo para comprar algunos pastelillos.
Los que había comprado aquel día, sin embargo, no estaban destinados a satisfacer mi hambre. Ni los bollos de manteca a facilitarme la toma de somníferos. Si he de decir verdad, fue la aprensión la que me hizo comprarlos.
Había una relación entre aquella bolsa de papel —hinchada entre mis manos— y yo. Una relación entre el acto perfecto y solitario que me disponía a cumplir y aquellos insignificantes bollos... El sol de derramaba por entre las nubes que cubrían el cielo y cubría las hileras de casas, como una espesa y húmeda bruma. Una gota de sudor se deslizó furtivamente a lo largo de mi espinazo, como un hilillo frío que se hubiese soltado
bruscamente. Yo no podía más de fatiga.
La relación entre los bollos y yo... ¿Cuál podía ser realmente? Situado ante el acto, mi espíritu encontraría sin duda su tensión y su necesaria concentración para alimentar el impulso; mientras que mi estómago, abandonado a su ordinaria soledad, seguiría reclamando su paga: así es como yo veía las cosas. Para mí, mis vísceras eran como esos perros famélicos que nunca han podido ser amaestrados. Sí, lo sabía; mi alma podía muy bien estar llena de energía; pero mi estómago, mis entrañas, órganos perezosos, no harían más que su voluntad y se sumergirían una vez más en su tibieza quimérica de todos los días. Sabía que mi estómago soñaría. Bollos de manteca y dulces rellenos. Mientras mi espíritu soñaría en gozos, él, obstinadamente, soñaría en bollos y dulces rellenos... Por lo demás, cuando la gente intentara comprender por qué había yo cometido mi crimen,

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