—¡Ah! ¡Bebedor de agua! —exclamó riendo. En la cama, rostro contra rostro, Mariko me hizo carantoñas en la punta de la nariz con los dedos. —¿De verdad es la primera vez?— preguntaba riéndose.
Pese a la deficiente luz, yo no me olvidé de observarlo todo. Porque era una prueba de que yo estaba bien vivo. Poco importa, además. En todo caso, era la primera vez que veía otros ojos tan cerca de los míos. Las leyes ópticas que regían mi universo habían saltado en pedazos. Una muchacha desconocida había penetrado sin escrúpulos en mi existencia. Aquella extraña tibieza, aquellos efluvios de perfume barato adquirieron gradualmente amplitud y fueron ganando terreno hasta inundarme y finalmente sumergirme. Era la primera vez que yo VEÍA fundirse y desaparecer de este modo el mundo de los demás.
Fui tratado como un simple átomo de la unidad universal, en una forma que nunca pude haber imaginado. Al desnudarme de mis ropas me había desnudado, al mismo tiempo, de infinidad de cosas: de mi tartamudez, de mi fealdad, de mi pobreza. Conseguí obtener la satisfacción física, indiscutiblemente, y sin embargo, no podía llegar a creer que era yo el que la disfrutaba. La sensación, de la cual yo estaba excluido, brotó a lo lejos y volvió a desvanecerse en seguida... Al momento me despegué de la muchacha y ajusté la almohada bajo mi mentón. Tenía una parte de la cabeza embotada y fría; me di unos ligeros golpes. Luego tuve la penosa sensación de que las cosas, una tras otra, me relegaban a un segundo plano: todo aquello no bastaba, sin embargo, para hacerme llorar.
Cuando todo terminó, empezaron las confidencias sobre la almohada. Oí la voz de la muchacha, igual que a través de la niebla, contándome entre otras cosas cómo había venido a parar allí desde Nagoya. Pero el Pabellón de Oro ocupaba todo mi pensamiento. A decir verdad, eran reflexiones abstractas, muy distintas de mis ideas habituales, tan pesadas y untadas de sensualidad.
—Volverá usted, ¿verdad? —El tono de su voz me hizo pensar que Mariko era mi hermana mayor, de uno o dos años más. Sus dos senos se hallaban a la altura de mis ojos, mojados de sudor: dos senos de pura y simple carne, esta vez, sin riesgo de verlos convertirse en Pabellón de Oro. Tímidamente, los rocé con la punta de mis dedos.
—Estas cosas son nuevas para usted, ¿verdad?
Mariko se sentó en la cama, envolvió sus pechos en una intensa mirada y luego, igual como se juega con un animalillo, los agitó dulcemente. Aquel ligero temblor me recordó el sol del atardecer sobre la bahía de Maizuru. La fragilidad de la carne se confundió en mi pensamiento con la de la luz del crepúsculo. Imaginé que, al igual que el sol sepultado bajo un montón de espesas nubes, aquella carne reposaría muy pronto en lo más hondo de la cueva de la noche. Y aquello me reconfortaba.
Volví al día siguiente: la misma casa, la misma muchacha. Y no solamente porque me quedase dinero. La primera experiencia se había manifestado increíblemente pobre en relación al éxtasis del cual yo me había forjado la idea; y un nuevo ensayo se hacía indispensable para acercarnos ventajosamente al resultado previsto. Todo lo que hago en la vida real tiende siempre, a diferencia de los demás, a convertirse en fin de cuentas en la fiel reproducción de aquello que he visto en mi imaginación. «Imaginación» no es exactamente la palabra; «reminiscencias de la imagen primera» es lo que debería decir. Siempre he tenido el presentimiento de que todas las experiencias que me he visto llamado a hacer en mi vida no han sido más que pálidas repeticiones de una experiencia realizada anteriormente bajo la forma más brillante; nunca he podido deshacerme de esta creencia. Incluso tratándose, como aquí, del acto carnal: estaba persuadido de que en un momento y en un lugar, de los cuales había perdido el recuerdo (tal vez con Uiko) había
jueves, 27 de marzo de 2008
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