En el extremo quedaba un punto rojo de ceniza. Sin saber muy bien por qué, imité —cosa extraña— al estudiante que había estado espiando en el templo de Myoshin: aplasté la cerilla con el pie. Luego froté otra. Pasando frente a la Sala de Sutras y de los Tres Venerables Budas, alcancé el arca de las limosnas con tapadera de cañizo; las sombras de los barrotes vacilaban al compás de la llama. Detrás del arca había una estatuilla de madera de Ashikaga Yoshimitsu, clasificado entre los tesoros nacionales. El personaje estaba sentado, con su hábito de bonzo de mangas desmesuradamente anchas. Sostenía de través, de la mano derecha a la izquierda, un cetro. Sus ojos estaban inmensamente abiertos y su menudo cráneo pelado al raso. Su cuello desaparecía bajo el de los sagrados ropajes. La luz de la cerilla hizo brillar sus pupilas, pero no me impresionó. Sombrío y melancólico, el minúsculo ídolo era inútil que se pavoneara en la morada construida por el hombre: hacía ya mucho tiempo, estaba claro, que él había renunciado a ejercer la menor autoridad.
Abrí por el oeste la puerta que conduce al Sosei. Esta puerta de dos hojas puede —como ya he dicho— abrirse desde el interior. Pese a la lluvia, había más claridad fuera. La puerta, mojada, ahogó un chirrido y dejó penetrar la noche azulada y traspasada de brisas. Yo me lancé fuera.
«La mirada de Yoshimitsu... Esa mirada de Yoshimitsu...» No pude dejar de pensar en aquella mirada durante todo el tiempo que empleé para dar la vuelta por detrás de la biblioteca. «Todo se desarrollará en presencia de esa mirada... De esa mirada que no puede ver nada... Esa mirada de testigo muerto...»
Corría. Algo hizo un ruido en el bolsillo de mis pantalones: la caja de cerillas. Parándome, introduje bajo la tapa de la caja una bola de papel—pañuelo y listo. Nada se balanceaba en mi otro bolsillo, que contenía el frasco de somníferos y la navaja envueltos en un pañuelo. Y naturalmente tampoco en el bolsillo de mi chaqueta, donde había amontonado los bollos, los dulces rellenos y los cigarrillos.
Luego puse manos a la obra como un autómata. Fueron necesarios cuatro viajes para trasladar hasta el Pabellón de Oro, ante la estatua de Yoshimitsu, todos los objetos apilados detrás de la biblioteca. Empecé por el colchón y la mosquitera, cuyos corchetes ya había arrancado. Después las dos colchas; y en seguida la valija y la cesta de mimbres. Finalmente los tres haces de paja. Lo amontoné todo revuelto, ajustando la paja entre la ropa de la cama y la mosquitera. La mosquitera parecía más combustible que todo lo demás y la desplegué a medias sobre los otros objetos.
Finalmente fui a buscar lo que no se quemaría. Pero esta vez llegué hasta el borde del estanque de agua, en la cara oriental del Pabellón de Oro. Justo frente a mí estaba el peñasco del islote Yohaku. Tuve grandes apuros para ponerme al abrigo de la lluvia bajo las ramas de un grupo de pinos.
El cielo relativamente claro plateaba la superficie del estanque. Pero había tal abundancia de algas que parecían la continuación de la tierra firme; hacía falta, aquí y allí, una grieta para saber que debajo había agua. La lluvia no tenía bastante fuerza para rizar la superficie; sólo formaba como una humareda, un agua pulverizada que empujaba hasta el infinito los límites del estanque.
Cogí un guijarro y lo dejé caer en el agua. El ruido repercutió de forma tan desmesurada que el aire del contorno pareció desgarrarse de pronto. Yo me encogí y me quedé quieto, como si quisiera borrar con mi silencio aquel ruido que inconscientemente acababa de producir.
Introduje la mano en el agua. Las tibias algas la enlazaron. Dejé caer los corchetes de la mosquitera; luego el cenicero, como si se lo confiara a las ondas para que lo lavaran;
jueves, 27 de marzo de 2008
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