Yo deseaba que el destino que había puesto a Mariko en mi presencia despertara en ella algún presentimiento. Deseaba que ella se acercara, por poco que fuese, a tener conciencia de que prestaba la mano a la destrucción del mundo; porque a mis ojos, esto no podía serle indiferente ni siquiera a aquella muchacha. Finalmente no pude contenerme más: «Dentro de un mes —sí, de un mes—, se hablará mucho de mí en los periódicos... Acuérdate de mí, entonces...».
Cuando me callé, mi corazón latió violentamente. Pero Mariko se echó a reír con una risa que sacudía su pecho. Luego se mordió la manga para contenerse, lanzándome unas miradas rápidas. Pero le volvía aquella risa loca que sacudía todo su cuerpo. Seguramente habría sido incapaz de explicarse a sí misma qué había de divertido en todo aquello. Se dio cuenta y se calmó.
—¿Qué hay de divertido en todo eso? —pregunté estúpidamente.
—¡Ah, qué embustero es usted! ¡Qué cosa más divertida! ¡No había visto nunca una persona tan embustera!
—No he dicho ninguna mentira.
—¡Oh, basta...! ¡Es demasiado divertido! Es para morirse de risa... ¡Y pensar que lo dice en serio...!
Y se echó a reír otra vez. Después de todo, tal vez sólo se reía así porque yo había
tartamudeado de un modo estrafalario aquella frase en la que puse tanta convicción. Sea lo
que fuere, ella no creía una palabra de todo aquello.
Mariko no sabía creer. Ni siquiera habría creído en un terremoto bajo sus pies. Si el mundo se hundiera, sin duda Mariko no se hundiría con él. Porque ella creía exclusivamente en lo que se producía según su lógica personal; y porque, según esta lógica, que el mundo se hundiese era algo que nunca podría llegar a ocurrir. Estaba totalmente fuera de duda que semejante cosa tuviese la menor posibilidad de penetrar en la mente de Mariko. En esto se parecía a Kashiwagi, del cual era una réplica en mujer —un Kashiwagi que no pensaba.
Agotada la conversación, Mariko, con el pecho desnudo, se puso a tararear con una voz que se confundía con el zumbido de una mosca. El insecto, después de haber descrito varios círculos en torno a ella, se posó sobre uno de sus pechos. —¡Oh, me hace cosquillas!— se limitó a decir Mariko, sin intentar hacer el menor gesto para cazar la mosca pegada a su piel; y yo no estuve poco sorprendido de poder constatar que la muchacha no sentía manifiestamente ningún desagrado ante aquella caricia del insecto.
La lluvia resonaba sobre el saliente del tejado. Como si no cayese más que allí. Paralizada por el miedo, podría decirse, por haberse aventurado fuera de su sector y extraviado en tal parte de la ciudad. Su golpeteo estaba desasido de la vasta noche, como yo lo estaba del lugar donde me hallaba; formaba parte de un mundo perfectamente localizable, como el que delimitaba la débil claridad de la lámpara de cabecera.
Dicen que a las moscas les gusta lo podrido: ¿había Mariko entrado ya en descomposición? ¿Su impotencia para creer en nada era un signo de descomposición? ¿Era porque Mariko vivía en un universo rigurosamente personal que el insecto, curiosamente, la visitaba? Era difícil de decir.
De repente, Mariko se durmió. Se movía menos que una muerta, y sobre su pecho, cuya redondez acusaba la luz de la lámpara, la mosca permanecía igualmente inmóvil, como si ella también se hubiese dormido de repente.
No volví más a la Casa Otaki. Lo que allí tenía que hacer ya estaba hecho. No había más que esperar a que el Prior se enterara del uso que yo había hecho del dinero para los
jueves, 27 de marzo de 2008
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