Tsurukawa, aquella era su gruesa letra de niño. Sentí un asomo de celos. De modo que aquel Tsurukawa que me había parecido que jamás escondía el fondo de su alma transparente, que a veces me había hablado mal de Kashiwagi, que había desaprobado toda relación entre Kashiwagi y yo, me había disimulado totalmente sus lazos secretos con él.
Empecé a leer, por orden cronológico, aquellas cartas de papel delgado escritas con una letra apretada. El estilo era indiscutiblemente torpe; las ideas se atascaban en todas partes, entraban con dificultad. Pero de su enredado estilo se elevaba como una marea de sufrimiento; y, poco a poco, el sufrimiento de Tsurukawa se me apareció en medio de una luz cegadora. A medida que avanzaba en la lectura, las lágrimas se me subieron a los ojos. Pero, al mismo tiempo, quedé sorprendido ante la banalidad de este sufrimiento.
Se trataba de una ínfima historia de amor. ¡Eso era todo! Del amor contrariado de un muchacho, que no sabe nada de la vida, por una chica cuyos padres no quieren oír hablar de él. Con todo, fui absorbido por la frase siguiente, donde Tsurukawa —sin él saberlo tal vez— había exagerado la expresión de sus sentimientos: «Cuando ahora pienso en ello, me pregunto si este amor desgraciado no se debe a mi desgraciada naturaleza. Yo nací con un humor sombrío. Creo que en ningún momento he sabido lo que es ser un alma perfectamente sosegada y llena de luz». La última carta se quebraba en una nota violenta y entonces, por primera vez, se me despertó una duda que hasta aquel momento no había asomado jamás.
—¿Es posible...?
—¡Claro que sí! —interrumpió Kashiwagi—. Se suicidó. No me lo quitarás de la cabeza. Y fue para cubrir las apariencias que su familia inventó la historia del camión...
Tartamudeando de indignación, le pregunté inmediatamente a Kashiwagi:
—¿Le respondiste?
—Sí. Pero mi carta debió llegar después de su muerte.
—¿Qué le decías?
—Que no hiciera ninguna tontería. Nada más que eso.
Me callé. ¿Qué quedaba de aquella hermosa certeza de que mi instinto jamás me había engañado? Kashiwagi le dio el golpe de gracia.
—¿Y ahora qué? ¿No modifican tus puntos de vista sobre la existencia humana, estas cartas? ¿Todos tus planes por tierra, eh?
La razón por la cual Kashiwagi me había enseñado aquellas cartas después de tres años estaba clara. Sin embargo, pese al rudo golpe que acababa de recibir, yo no podía apartar de mi pensamiento ciertas imágenes del pasado: el adolescente con su blanca camisa tumbado sobre la densa hierba del verano las manchas claras que un rayo del sol naciente, traspasando la fronda de los árboles, esparcía sobre él... Tres años habían pasado ¡y he aquí en qué acaba todo! Aquello por lo cual yo creí en él pareció que tenía que esfumarse con su muerte; pero no: en este minuto empezaba a vivir otra vez, con una realidad distinta. Más que en su significación, acabé por creer en la materialidad de estos recuerdos. Y si dejaba de creer en ellos, sería la vida misma lo que se derrumbaría. Por lo menos esto era lo que pensaba entonces... Kashiwagi dejó caer su mirada sobre mí plenamente satisfecho de haber destruido mi corazón de manera tan implacable.
—¿Y bien? —dijo—. Algo acaba de romperse en tu interior, ¿no? Yo no puedo soportar ver a un amigo que viva con algo fácil de romper dentro de sí. Y hago todos los posibles para romperlo. ¡Es mi manera de ser bueno!
—¿Y cuando no se rompe?
—¡Acaba ya con tus pueriles bravatas! —dijo con sarcasmo—. Sólo quería hacerte ver una cosa: lo que hace cambiar el mundo es el conocimiento. ¿Lo comprendes? Nada más que eso puede transformar el mundo. El simple conocimiento puede cambiarlo con todo y dejarlo tal como es, invariable. Visto así, el mundo es eternamente inmutable, pero también está en perpetua transformación. Me dirás que esto no nos sirve de gran cosa. Pero no impide que para hacer la vida más soportable, se puede decir, la humanidad disponga de un arma, que es el conocimiento. Los animales no lo necesitan, porque, para ellos, hacer la vida soportable no significa nada. Pero el hombre conoce la dificultad y se hace de ella un arma incluso para soportar la existencia, sin que por ello esta dificultad se suavice en absoluto. Eso es todo.
—¿Tú no crees que pueda haber otros medios para hacer la vida soportable?
—No. Aparte de eso, no hay más que la locura y la muerte.
—El conocimiento es totalmente incapaz de cambiar el mundo...
Había dejado escapar estas palabras rozando peligrosamente la confesión. —Lo que
transforma el mundo —añadí— es la acción, y nada más...—. Tal como había previsto, Kashiwagi paró el golpe con aquella fría sonrisa que parecía pegada a sus rasgos.
—¿Lo crees así? Tú dices: la acción. Pero esta belleza por la que tú sientes ternura, ¿no ves que no aspira sino a dormir bajo la vigilancia del conocimiento? Un día estuvimos hablando del gato de Nansen, este gato de incomparable belleza. Si los dos bandos de monjes se disputaron, es que tanto uno como otro querían protegerle, acunarle, hacerle dormir blandamente, y esto según el conocimiento particular de cada uno. El padre Nansen era un hombre de acción: no lo dio a unos ni a otros, sino que traspasó el animal y asunto liquidado. Llega Choshu y se pone las sandalias sobre la cabeza. ¿Qué quiere decir esto? Que él sabe muy bien que la Belleza es algo que debe permanecer dormido bajo la protección del conocimiento, pero que no hay un conocimiento INDIVIDUAL, un conocimiento PARTICULAR de esto o de aquello. ¡No! El conocimiento es un océano para los hombres, una vasta pampa, y de ordinario la condición misma de la existencia. He aquí, según creo yo, lo que significó su gesto. Y ahora tú quieres jugar a ser Nansen, ¿verdad? Pues bien, esta belleza que amas no es más que el fantasma de esa «reliquia», de esa «sobrepelliz» que persiste en el alma humana una vez hecho —en términos devoradores— el conocimiento. No es más que el fantasma de este «otro medio», del cual hablabas, «para hacer la vida soportable». Incluso se puede llegar a decir que tal cosa, de hecho, no existe. En cambio, lo que da tanta fuerza a la ilusión, lo que le confiere carácter de realidad, es precisamente el conocimiento. Desde el punto de vista del conocimiento, la Belleza jamás es una consolación. Puede ser una mujer, puede ser una esposa, pero jamás una consolación. Mientras que de la unión de este conocimiento con esta Belleza que no es una consolación, algo nace. Algo efímero, semejante a una burbuja, contra lo que nada se puede. Sí, algo nace; y es lo que la gente llama el ARTE.
—La Belleza... —empecé, pero me puse a tartamudear furiosamente. Era una idea absurda, pero una sospecha acababa de cruzar por mi mente: ¿acaso mi tartamudez no nacía en el concepto que yo me hacía de la Belleza?—. La Belleza... Todo lo que es bello... es ahora mi mortal enemigo.
—¿La Belleza? ¿Tu mortal enemiga? —preguntó Kashiwagi, abriendo unos ojos como platos. Pero su habitual jovialidad filosófica reapareció en seguida en su rostro, aturdido durante un instante.
—¡Cómo has cambiado! ¡Oírte decir eso! ¡Tendré que graduar los lentes de mi conocimiento...!
jueves, 27 de marzo de 2008
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