Takijiri para desembocar en el río Yura. Pasado el puente de Okawa se remontaba hacia el norte a lo largo de la orilla oeste del río, bordeando muy cerca de su curso hasta la desembocadura.
Salí de Maizuru y me puse en camino... A la larga llegó la fatiga. Me preguntaba: «¿Qué voy a encontrar en Yura? ¿Sobre qué voy a precipitarme, hacia qué choque con la evidencia? ¿Acaso, allá abajo, no hay sino el mar del Japón y una playa sin alma viviente?».
Con todo, mi caminata no perdía vigor. Yo quería llegar a ALGUNA PARTE. Donde fuera. El nombre no significaba nada. Y me sentía con el suficiente valor para llegar directamente, con un valor casi inmortal.
De vez en cuando, un ínfimo rayo de sol se permitía la fantasía de traspasar las nubes; los grandes olmos de Siberia a lo largo de la carretera me invitaban a hacer una pausa bajo sus ramas traspasadas de pálidas claridades. Pero una secreta fuerza me empujaba hacia adelante, impidiéndome todo retraso.
En lugar de un paraje de suave pendiente, de una bajada insensible hasta el lecho de un amplio río, lo que vi de pronto fue el torrente surgiendo de una garganta. A pesar de su altura y de los tonos verde-azules de sus aguas, caía deslucido bajo el cielo encapotado y parecía dirigirse paso a paso, mal de su grado, hacia el mar.
En la orilla oeste no vi ni coches ni peatones. Por el camino encontré varias plantaciones de limoneros de China; pero ni sombra de un ser humano. En la aldea de Kazue, un rumor de hierbas removidas me llamó la atención: era un perro, que sólo asomó el negro hocico.
Una tradición, dudosa por cierto, pretende que la residencia de Sansho Dayu, señor feudal muy temido antiguamente, se encuentra en estos parajes. Pero, no teniendo el menor deseo de pararme, pasé por delante sin darme siquiera cuenta: sólo tenía ojos para el río. En su centro había un gran islote con un bosque de cañas de bambú, cuyos tallos se postraban al viento a pesar de que donde yo me hallaba, en la carretera, no soplaba ni una brizna de aire. En la isla había también una o dos hectáreas de arrozales que se regaban, con agua de lluvia. Pero ni sombra de un campesino; solamente la espalda de un pescador de caña. Hacía ya un rato que no veía a nadie y sentí afecto hacia él. «¿Estará pescando el mújol? Porque si por casualidad es el mújol lo que pesca, no estamos lejos del mar...»
En aquel instante, las dobladas cañas de bambú prorrumpieron en un fuerte ruido que llegó a cubrir los chapoteos del agua. Una bruma pareció remontar hacia la isla: era la lluvia, que remojaba los secos arrecifes. En el tiempo de verla llegar, la onda estaba ya sobre mí. Pero sobre la isla, que yo seguía mirando calado hasta los huesos, el chaparrón había ya pasado. El pescador continuaba lo mismo que antes, no se había movido ni un centímetro.
Pasó el chubasco. A cada revuelta del camino, matorrales de vastas llanuras y plantas de otoño me obstruían el paisaje. Pero no tardaría mucho en ver el estuario desplegarse delante de mí: una brisa marina atrozmente fresca me flagelaba el rostro. Ya no estaba muy lejos, aparecieron varios islotes desolados. El cercano mar ya lanzaba sus aguas salinas al asalto del río. En la superficie, sin embargo, reinaba una calma cada vez más grande, sin nada que denunciara el desorden subyacente, como cuando una persona cae en un síncope y muere sin haber recobrado el conocimiento.
La desembocadura del río sorprendía por su estrechez. La alfombra de aguas mezcladas, entrelazadas, se confundía hasta el equívoco con el cielo sombrío y su apelotonamiento de nubes. Para sentir el contacto era preciso caminar todavía un buen rato contra el violento soplo que llegaba de los llanos, de los arrozales, y que orlaban de blanco las sinuosidades del litoral del Norte. Si en medio de un sorprendente derroche de fuerzas, los vientos se desencadenaban también sobre aquellas desiertas extensiones, era a causa del mar que cubría de vapores la invernal provincia —este mar indiscernible, imperioso, dominador.
En alta mar las olas avanzaban en repliegues sucesivos, revelando cada vez más próxima la inmensidad color ceniza. En el eje del estuario flotaba una isla en forma de bombín, a una treintena de kilómetros: la isla de la Corona, refugio reservado a los últimos grandes frailecillos cenicientos.
Me interné en un campo. Paseé la mirada por todo el contorno: era un desierto. En aquel mismo instante tuve una iluminación. Pero apenas llegué a vislumbrar el fulgor de su llamarada ésta ya se había apagado, desvanecido, perdido su significado. Habría sido inútil permanecer un rato más allí, inmóvil: el viento helado que me embestía iba llevándose todos mis pensamientos. Emprendí la marcha de cara al viento. A las tierras secas sucedían otras tierras estériles y pedregosas, con hierbas a medio secar; el único verdor correspondía a silvestres hierbajos semejantes al musgo, de briznas plantadas al suelo, rizadas y magulladas completamente. La tierra ya no era más que una mezcla de arenas.
Oí un sordo y trémulo run-run. También voces humanas. Entonces, inconscientemente, le di la espalda al furioso viento para contemplar el pico Yura-ga-take.
Quise saber de dónde venían las voces. Un sendero descendía hacia la playa, a lo largo de la baja y escarpada ribera. Yo sabía que un dique, discontinuo aún, estaba en curso de construcción para contener la erosión prodigiosamente rápida. Blancas como huesos de esqueletos, las estacas de hormigón surgían aquí y allá; el color del cemento fresco sobre la arena tenía una cualidad extrañamente vigilante. El run-run venía de la tolva que vertía cemento en los encofrados. Algunos obreros con la nariz roja por el frío miraron mi uniforme de estudiante con suspicacia. Yo les clavé una rápida ojeada: ahí acabaron los cumplidos entre hermanos de una misma especie humana.
La arena gruesa bajaba hasta el mar, donde se sumergía en forma de embudo. Oprimiéndola a mi paso, avancé hacia las aguas— Entonces fue cuando, por segunda vez, sentí que la alegría me inundaba, seguro de que cada paso me acercaba a la CLAVE de la iluminación que había tenido hacía un instante. El viento duro, helado, entumecía mis dedos al descubierto, pero no hice caso.
¡Así pues, aquel era el mar del Japón! ¡La fuente de todas mis desgracias, de mis tenebrosos pensamientos, de mi fealdad, de mi fuerza! ¡Qué agitado estaba! Las olas, sin reposo una tras otra, rodaban hacia la orilla. Entre dos pliegues de agua se adivinaba la superficie lisa y gris del abismo. En el funesto cielo, por encima del mar abierto, las amontonadas nubes aliaban la delicadeza con la pesadez; su masa grave, sin claras fronteras, tenía como una franja de fría pelusa insuperablemente ligera que aprisionaba lo que podía tornarse por un trozo de cielo azul pálido. Las colinas violetas del promontorio desafiaban el oleaje de plomo. Todo estaba preso en una mezcla de agitación y de inercia, de sombrías fuerzas jamás en reposo y de reflejos inmovilizados en una coagulación mineral.
De pronto me vino a la memoria lo que Kashiwagi me dijo el día de nuestro primer encuentro: es en una apacible tarde de primavera, sobre un fresco y recortado césped, en el instante que seguimos con distraída mirada los juegos de un rayo de sol entre las ramas, cuando hace irrupción en nuestras almas.
Ahora, yo sólo tenía contacto con las olas y el viento del norte; no se trataba de primavera ni de tarde serena, y tampoco de fresco césped. Sin embargo, aquella naturaleza
jueves, 27 de marzo de 2008
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