Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

viernes, 20 de abril de 2007

ONNAGATA




ONNAGATA

I

EL arte de Mangiku se había apoderado irresistiblemente de Masuyama. Por ello había decidido, después de graduarse en Literatura Clásica Japonesa, unirse al elenco del teatro kabuki. La actuación de Mangiku Sanokawa lo había transportado.
La afición de Masuyama por el kabuki comenzó cuando era estudiante. En aquel entonces, Mangiku, todavía un onnagata novel, actuaba en papeles secundarios como el de la mariposa fantasma de Kagami Jishi o, a lo más, en el de la cortesana Chidori en El repudio de Genta. La actuación de Mangiku era insegura y ortodoxa; nadie sospechó nunca las alturas a las que llegaría. Pero, ya en aquel tiempo, Masuyama percibía el fuego gélido que irradiaba la belleza distante de este actor. No hace falta destacar que el grueso del público no lo notaba. Por esta razón, ninguno de los críticos teatrales atrajo la atención sobre las cualidades especiales de Mangiku que, como regueros de llamas visibles sobre la nieve, iluminaban sus representaciones desde los albores de su carrera. Ahora, todos hablaban de Mangiku como de un descubrimiento personal.
Mangiku Sanokawa era un verdadero onnagata, una especie difícil de encontrar en nuestros días. A diferencia de los onnagata contemporáneos, era casi incapaz de representar con éxito papeles masculinos. Su presencia en escena estaba colmada de colorido, siempre en tonos sombríos. Cada uno de sus gestos era la esencia de la delicadeza. Mangiku nunca expresaba nada. Ni siquiera fuerza, autoridad, entereza o coraje, excepto cuando interpretaba papeles femeninos. Sólo así podía filtrar todos los matices de la emoción humana. Ello es la esencia del onnagata. Su colorida entonación producida por un instrumento especial, exquisitamente refinado, no puede ser alcanzada tocando un instrumento común en un tono menor. Tampoco es posible lograrla a través de una mera imitación servil de las verdaderas mujeres.
Una de sus más exitosas interpretaciones era la de la princesa de las Nieves en Kinkakuji. Masuyama recordaba haber visto a Mangiku representar a Yukihime diez veces en un solo mes. La repetición de tal experiencia no disminuía su entusiasmo. En esa pieza podía encontrarse todo cuanto simbolizaba Mangiku Sanokawa desde las primeras palabras pronunciadas por el narrador: «El Pabellón de Oro, el refugio de la montaña del señor de Yoshimitsu, Primer Ministro y Monje del parque de los Ciervos, tiene tres pisos de altura. Su jardín se ve agraciado por hermosas vistas: la caverna, donde la piedra es refugio de la noche, el agua escurriéndose bajo las rocas, el flujo de la cascada grávida de primavera, los sauces y los cerezos dispuestos en grupos. La capital es ahora un vasto brocado de variados matices.»
En la obra teatral todo existe gracias a una mujer: la hermosa y aristocrática Yukihime. A ella se deben el encandilador brillo del decorado que figura cerezos en flor, un salto de agua y el resplandeciente Pabellón de Oro; los tambores, sugiriendo el sonido opaco de la cascada y creando una agitación constante en el escenario; el rostro pálido y sádico del lascivo Daizen Matsunaga, el general rebelde; el milagro de la espada mágica en la cual brilla, bajo el sol de la mañana, la imagen sagrada de Fudö, que refleja la forma de un dragón cuando apunta al sol poniente; los destellos del ocaso sobre la cascada y los cerezos; las flores deshojándose pétalo a pétalo. No hay nada extraordinario en el ropaje de Yukihime, un vestido de seda púrpura como el que habitualmente usan las jóvenes princesas. Pero, de acuerdo con su nombre, una presencia fantasmagórica y nevada revolotea sobre esta nieta del gran pintor Sesshü. Toda la escena parece invadida por los paisajes de. Sesshü, impregnados de nieve. La nieve fantasmal que confiere a las vestiduras púrpura de Yukihime su brillo deslumbrante.
Masuyama se deleitaba en particular con la escena donde la princesa, atada a un cerezo, recuerda la leyenda de su abuelo y, con los dedos de los pies, dibuja sobre las flores caídas una rata que cobra vida y roe las sogas que la aprisionan. De más está decir que, para esta escena, Mangiku Sanokawa omitía los movimientos titiritescos que usaban algunos onnagata para interpretarla. Las sogas que lo ataban al árbol hacían que Mangiku pareciera más hermoso que nunca. Todos los arabescos artificiales de este onnagata —los delicados gestos de su cuerpo, los movimientos de sus dedos, el arco de la mano—, que podían parecer inventados cuando se los comparaba con los de la vida cotidiana, adquirían una extraña vitalidad cuando los ejecutaba Yukihime, atada a un árbol. Las crisis se sucedían una a una con la fuerza irresistible del flujo de las olas y las actitudes intrincadas, contorsionadas, impuestas por la estrechez de la soga, hacían de cada instante una crisis exquisita.
Era indudable que las representaciones de Mangiku poseían momentos de poder diabólico. Usaba sus preciosos ojos tan efectivamente que, a menudo, con una sola mirada podía crear en la audiencia la ilusión de que el personaje de una escena era otro, muy distinto. Así, cuando sus ojos abarcaban el escenario desde el hanamichi o cuando lanzaba una rápida ojeada hacia la campana, en Döjöji. En la escena del palacio de Imoseyama, Mangiku personificaba a Omiwa, a quien la princesa Tachibana ha arrebatado su amante y de quien se burlan cruelmente las damas de la corte. Finalmente, Omiwa arremete contra el hanamichi, ciega de celos y furia y, en ese momento, escucha las voces de las damas de la corte que llegan hasta ella desde el fondo del escenario: «¡Se ha encontrado un novio sin igual para nuestra princesa!» «¡Qué alegría para todos!»
El narrador, sentado a un costado del escenario, declamaba con voz potente: «Omiwa, al oír esto, mira hacia atrás inmediatamente.» Aquí, el personaje parecía transformarse en forma total.
Masuyama experimentaba una especie de terror cuando presenciaba este momento. Sobre el brillante escenario con su espléndido decorado y los cientos de espectadores profundamente atentos, acababa de pasar una sombra diabólica. Esta fuerza emanaba claramente del cuerpo de Mangiku y, al mismo tiempo, trascendía su carne. Masuyama percibía en esos pasajes algo como un oscuro manantial fluyendo de esa figura llena de suavidad, gracia, delicadeza y encanto que ocupaba el escenario. Sin poder identificarla claramente, creía que una extraña presencia maligna, residuo final de la fascinación del actor, demonio seductor que pierde a los hombres y los ahoga en un instante de belleza, era la verdadera naturaleza del oscuro manantial por él detectado. Sin embargo, nada se explica por el mero hecho de darle un nombre.
Omiwa sacude la cabeza, se despeina. En el escenario, al que retorna desde el hanamichi, la espada de Funashichi está esperando para matarla.
«La casa está colmada de música y surgen melancolías de otoño en su tono», declamaba el narrador.
Hay algo horripilante en la forma en que los pies de Omiwa se apresuran a conducirla a su sentencia. Los blancos pies desnudos precipitándose hacia el desastre y la muerte, apartando los pliegues del kimono hacia un lado, parecían saber cuándo y en qué punto del escenario se terminarían las violentas emociones que en aquel momento la embargaban y la apremiaban para llegar al lugar fatídico, jubilosa y triunfante, aun en medio de la tortura de los celos. El dolor de Omiwa tiene un fondo de alegría, así como en su vestidura las tonalidades oscuras contrastan con los relucientes cordones de seda de variados colores que aparecen en los dobleces.

II

La primitiva resolución de Masuyama de dedicarse al teatro tenía, como punto de partida, su embeleso por el kabuki y, en especial, por Mangiku.
Masuyama comprendía perfectamente que sólo podría romper ese hechizo familiarizándose totalmente con el mundo que se esconde tras el escenario. Sabía, a través de cuanto otros le relataran, que terminaría por desencantarse. Por ello deseaba zambullirse en aquel mundo y probar por sí mismo la verdadera desilusión.
Sin embargo, ésta no llegó nunca. El mismo Mangiku lo hacía imposible. Seguía fielmente los mandatos del manual del onnagata Ayamegusa, compuesto en el siglo dieciocho: «Un onnagata, aun en su camerino, debe tener las actitudes propias de un onnagata. Tendrá cuidado, al comer, de no ser visto por otra gente.»
Y cuando Mangiku, por falta de tiempo e imposibilidad de alejarse de su camarín, se veía obligado a comer en presencia de visitantes, lo hacía de espaldas y con tal habilidad y prisa, que los intrusos no podían ni siquiera adivinar sus gestos.
La belleza femenina que mostraba Mangiku en el escenario había cautivado, sin duda alguna, a Masuyama como hombre. Y por extraño que parezca, este hechizo ni siquiera logró romperse frente a la visión inequívoca del cuerpo de Mangiku en el camerino. El cuerpo de Mangiku era delicado y, al mismo tiempo, vigoroso. Para Masuyama resultaba enervante cuando Mangiku, sentado frente a su tocador, lo suficientemente desvestido como para parecer un hombre, saludaba con amables y femeninos ademanes a alguna visita, mientras se aplicaba una gruesa capa de polvo sobre los hombros. Si tal era el caso de Masuyama, viejo admirador del kabuki, ¿cuál no sería el disgusto de aquellos que no gustaban ni del kabuki, ni de los onnagatas?
Sin embargo, Masuyama sentía cierto alivio cuando, después de la función, veía a Mangiku desnudo bajo la liviana ropa interior que usaba para absorber la transpiración. La fascinación que experimentaba Masuyama era de naturaleza tal que no existía la posibilidad de que aquel atuendo le resultara grotesco. Aun sin ropa, Mangiku parecía lucir varias capas de espléndidos ropajes bajo la piel. Su desnudez era, solamente, una manifestación fugaz. Cuanto volvía exquisita su presencia en el escenario, estaba oculto en la intimidad de su ser.
Masuyama se regocijaba cuando Mangiku retornaba a su camarín después de haber interpretado un papel de importancia. Todas las emociones que acababa de representar permanecían todavía en su cuerpo como el resplandor del sol en el crepúsculo o de la luna en el cielo al amanecer.
Las grandes emociones de la tragedia clásica parecían basarse, por lo menos en apariencia, en hechos históricos, pero en realidad no pertenecían a período alguno. Eran las emociones propias de un mundo estilizado, grotescamente trágico y vívidamente coloreado a la manera de una estampa moderna. El dolor que sobrepasa los límites, las pasiones sobrehumanas, el amor que se marchita, el gozo espeluznante, los cortos alaridos de aquellos que se encuentran atrapados por circunstancias demasiado trágicas como para ser resistidas, todo ello se había alojado minutos antes en el cuerpo de Mangiku y resultaba sorprendente que tan frágil estructura hubiera podido albergarlos sin quebrarse como un delicado recipiente.
Mangiku había vivido estos sentimientos grandiosos e irradiado luz desde el escenario, justamente porque las emociones por él transmitidas iban más allá de las que podía conocer el auditorio. Quizás sucede esto con todos los actores, pero en el teatro contemporáneo nadie transmite tan intensamente estas emociones que no pueden incluirse en la vida diaria.
Un pasaje de Ayamegusa dice: «El encanto es la esencia del onnagata. Pero aun el onnagata, naturalmente hermoso, perderá su atractivo si se esfuerza por impresionar a través de sus movimientos. Si realiza un esfuerzo consciente por aparecer como lleno de gracia, logrará, en cambio, parecer totalmente corrompido. Por esta razón, a menos que el onnagata viva como una mujer su existencia cotidiana, nunca logrará ser un buen onnagata. Cuanto más se concentre al interpretar desde la escena esta o aquella actitud esencialmente femenina, más masculino parecerá. Estoy convencido de que lo esencial es el comportamiento del actor en la vida real.»
Sí, Mangiku era totalmente afeminado en su hablar y en sus movimientos cotidianos. De no ser así, aquellos momentos en los que el esplendor del onnagata que acababa de representar se diluían gradualmente como el agua del mar sobre la playa, se hubieran convertido en una zona divisoria entre el mar y la tierra. Una puerta cerrada entre la realidad y el sueño. La ficción de su vida era el sostén de sus interpretaciones escénicas. Y Masuyama opinaba que aquello era lo que distinguía al verdadero onnagata. Un onnagata es el hijo nacido de la unión ilegítima entre el sueño y la realidad.

III

Al morir, uno tras otro, los actores veteranos de la generación anterior, la autoridad de Mangiku se hizo absoluta en las tablas. Sus discípulos onnagata lo atendían como sirvientes personales y el orden de prioridad que guardaban cuando seguían a Mangiku en el escenario, como damas de la corte de una princesa o de una gran señora, era el mismo que observaban en el camerino.
Quienquiera que apartara las cortinas del camarín de Mangiku decoradas con el blasón de la familia Sanokawa y penetrara en su interior, no dejaba de sentir una extraña sensación. Aquel encantador santuario carecía de hombres. En aquella habitación, hasta los mismos integrantes de la compañía tenían la impresión de encontrarse en presencia del sexo opuesto. Cada vez que Masuyama debía penetrar en los dominios de Mangiku para cumplir algún encargo, le bastaba descorrer las cortinas para experimentar la sensación carnal curiosamente vívida de ser hombre.
Por asuntos de la compañía, Masuyama había tenido que ir en repetidas oportunidades al camarín de las coristas. La habitación estaba saturada de una femineidad casi sofocante y las chicas, de piel curtida, con los brazos y piernas extendidas como los animales del zoológico, le echaban miradas aburridas. Sin embargo, nunca registró allí la sensación que lo acosaba en el camarín de Mangiku. Nada, en aquellas mujeres de verdad, lo hacía sentirse particularmente masculino.
Los integrantes del grupo que rodeaba a Mangiku no demostraban ninguna simpatía por Masuyama. Por el contrario, murmuraban en secreto contra él acusándolo de ser irrespetuoso o de darse aires sólo por haber ido a la universidad. A veces, se irritaban también por su pedante insistencia sobre hechos históricos. En el mundo del kabuki, la sabiduría académica no tenía gran valor si no iba acompañada de talento artístico.
El trabajo de Masuyama tenía sus compensaciones: cuando, por ejemplo, Mangiku —sólo en el caso de estar de buen talante— pedía algún favor y se volvía desde la mesa de tocador y, con un pequeño movimiento de cabeza, sonreía. El encanto indescriptible de su mirada en tales momentos hacía que Masuyama sólo deseara servir a aquel hombre como un esclavo, como un perro.
Mangiku nunca olvidaba su dignidad y nunca dejaba de mantener cierta distancia aun cuando tuviera conciencia de sus encantos. De haber nacido mujer, todo su cuerpo hubiera estado colmado con la atracción de sus ojos.
La seducción del onnagata es sólo un resplandor momentáneo, pero ello es suficiente como para que exista independientemente y ponga de manifiesto el eterno femenino.
Mangiku estaba sentado frente al espejo después de la representación de El señor protector de Hachijin, primer cuadro del programa. Se había quitado el traje y la peluca que usaba para personificar a Lady Hinaginu y cubría sus hombros con un albornoz. No tenía que aparecer en la parte intermedia del programa.
Habían avisado a Masuyama que Mangiku deseaba verlo y desde el vestuario había esperado que cayera el telón de Hachijin.
Cuando Mangiku penetró en la habitación haciendo crujir la seda de sus vestiduras, el espejo pareció llenarse de púrpuras llamaradas. Los acompañantes comenzaron a retirarse y sólo quedaron algunos discípulos junto al hibachi en la habitación vecina. En pocos segundos el camerino se había aquietado. En el corredor se escuchaba, a través del micrófono, el martilleo con que los asistentes del escenógrafo desmantelaban la decoración de la obra recién finalizada.
Noviembre estaba avanzado y la calefacción empañaba los vidrios de las ventanas. Un ramo de crisantemos blancos se inclinaba graciosamente en un florero cloisonné colocado a un lado del tocador de Mangiku. Su predilección por aquellas flores se debía quizás a que su propio nombre significaba literalmente «diez mil crisantemos».
Como decíamos, Mangiku estaba sentado en un mullido almohadón de seda púrpura frente a su tocador.
—¿Podría avisar al caballero de la calle Sakuragi?
A la manera antigua, Mangiku se refería a sus profesores de danza y canto por los nombres de las calles en las que vivían.
El actor miraba al espejo mientras hablaba. Desde su rincón Masuyama podía ver la nuca de Mangiku. El reflejo de su rostro en el espejo todavía mostraba a Hinaginu. La mirada ignoraba a Masuyama y estaba absorta en la contemplación de su propio rostro. El rubor, consecuencia de sus esfuerzos en el escenario, era aún visible a través del polvo que cubría sus mejillas, como lo hace el sol de la mañana cuando atraviesa una fina capa de hielo. Mangiku estaba viendo a Hinaginu en el espejo.
Acababa de personificar a Hinaginu, hija de Mori Sanzaemon Yoshinari y novia del joven Sato Kazuenosuke. Ya rotos los lazos matrimoniales que su lealtad feudal la obliga a sacrificar, Hinaginu se suicida para permanecer fiel a una unión «cuyos lazos eran tan sutiles que nunca habíamos compartido el mismo lecho». Hinaginu había muerto, en escena, a causa de un dolor tan intenso que le impedía seguir viviendo. La Hinaginu del espejo, en cambio, era un fantasma. Un fantasma que estaba abandonando el cuerpo de Mangiku en aquel preciso momento. Los ojos del actor perseguían a Hinaginu; pero, así como se apaga el fulgor de las pasiones ardientes, el rostro de Hinaginu se desvaneció. Aún faltaban siete días para la representación final y, al día siguiente, los rasgos de Hinaginu volverían sin duda a plasmarse en el rostro de Mangiku.
Gozando al ver a Mangiku en aquel estado de abstracción, Masuyama sonreía con afecto.

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