Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

mejor! Y lo que hacía que yo encontrase maravilloso al padre era, más que nada, que cuando él miraba cualquier cosa —a mí, por ejemplo—, la veía como cualquier otro podría verla, sin pretender singularizarse gracias a cualquier descubrimiento que su ojo hiciera. Para él, el mundo puramente subjetivo no tenía ningún sentido. Yo le comprendía y me iba sintiendo poco a poco más a mis anchas. En la medida en que los demás me encontraran «como todo el mundo», yo era como todo el mundo, y podía cometer resueltamente los actos más extraños: no por ello sería menos «igual a los demás», como los granos de arroz pasados por el tamiz.
Sin saber cómo, me sentí convertido en una especie de apacible arbusto plantado delante del padre. Pregunté:
—¿Hay que vivir según la imagen que la gente se hace de uno?
—No es fácil. Pero si uno se arriesga a obrar de modo distinto, la gente se acostumbra a verle bajo ese nuevo aspecto. ¡La gente olvida en seguida, sabes!
—Pero, ¿cuál de mis dos «yo» sobrevive al otro? ¿El que quiere la gente o el que me figuro ser yo?
—Los dos tardan muy poco en desaparecer sin dejar rastro. Uno puede esforzarse en seguir persuadido de que continúa siendo el que era; llega un momento en que se acaba. Mientras el tren corre, los viajeros no se mueven, pero al llegar al final hay que continuar a pie. Correr tiene un fin, y descansar también. La muerte parece ser el último reposo, pero ¿cuánto tiempo dura? Nadie puede decirlo.
—Quisiera que pudiera usted leer en mí —dije al fin—. Yo no soy el que usted imagina. Se lo ruego. Lea usted en el fondo de mi alma.
Apurando su copa de sake, el padre Zenkai me miró intensamente. Un pesado silencio se abatió sobre mí, como la inmensa y negra techumbre del templo mojada de lluvia. Me estremecí. Y bruscamente, el padre, elevando su voz risueña, sorprendentemente clara, dijo:
—¡No vale la pena. Todo lo llevas escrito en la cara!
Tuve el presentimiento de haber sido penetrado hasta el fondo, hasta los más pequeños recovecos. Por vez primera en mi vida no sentía más que vacío en mi interior. Y como una sorda agua que lo llenara, el coraje para actuar brotó en mí, completamente nuevo.
El Prior regresó a las nueve. Como de costumbre, cuatro hombres salieron para hacer la ronda. No había nada anormal.
Los dos amigos bebieron sake juntos. Hacia las doce y media, uno de mis compañeros condujo al padre a su habitación. El Prior tomó un baño, lo que en el lenguaje del templo se llama «abrir las abluciones». A la una de la madrugada del 2 de julio, después que hubo pasado el vigilante nocturno y sus pasos se apagaron, la paz reinaba sobre el monasterio. La lluvia seguía cayendo sin ruido.
Una vez solo, permanecí sentado en mi cama valorando la masa de tinieblas posada sobre el Rokuonji. Iba creciendo insensiblemente en densidad y peso. Los montantes de madera y las tablas de la puerta de mi pequeña habitación adquirían un aire solemne al contener aquella marea de la vieja noche.
Mi lengua probó a tartajear alguna cosa. Como siempre, una sola palabra llegaba a mis labios, en mi suprema excitación —como cuando se hurga en un saco y se saca, enredado junto con otros, el objeto que se buscaba. La densidad y el peso de mi universo interior eran semejantes al de las tinieblas, y las palabras eran izadas rechinando como cubos que subieran pesadamente dentro de los pozos profundos de la noche.

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