primavera agonizante: yo me había totalmente desdoblado y mi doble, cumpliendo exactamente y de antemano lo que yo mismo tenía que hacer, me descubría —¡con qué nitidez!—, mi propio yo, al que no tendría tiempo de observar en el instante de actuar.
El autobús seguía sin llegar. En la calle, nadie. Nos acercábamos a la inmensa puerta sur del templo de Myoshin. Las hojas de las puertas estaban abiertas de par en par y era como si aquella anchurosa puerta hubiese engullido infinidad de cosas. Desde donde yo estaba se combinaban, en el grandioso encuadre, una confusión de pilares de la Puerta Central y de la Puerta de los Mensajeros Imperiales, el Hall de Buda con sus tejas grises, innumerables pinos, y, por encima de todo ello, recortado a troquel, un pedazo de cielo azul fresco con algunas nubes apenas visibles. A medida que me acercaba a la puerta se añadían nuevos elementos: el enlosado de los senderos se cruzaba en el vasto recinto del templo, los muros de las pagodas e infinidad de otros. Franqueada la puerta, se comprendía que encerraba misteriosamente la totalidad del cielo azul y cada una de sus nubes. Igual que una catedral.
El estudiante la franqueó, rodeó la Puerta de los Mensajeros Imperiales, se paró cerca del borde del estanque de lotos, frente a la Puerta Principal. Allí, inmóvil sobre el puente chino que se tendía sobre el agua, levantó los ojos a la mencionada puerta, que le dominaba desde su altura. «Es la puerta lo que va a quemar», me dije.
Semejante esplendor estaba hecho para ser envuelto en llamas. En una tarde clara como ésta sin duda no podrían ser distinguidas. En medio de la humareda, las llamas irían a lamer el cielo, cuya faz sacudida sería lo único que revelaría las convulsiones.
El estudiante se acercó a la puerta. Yo me aposté al otro lado, dando un rodeo para que no me viera. Era la hora en que los bonzos limosneros regresaban al templo. Vi a tres que venían juntos a lo largo del camino enlosado, sandalias de paja en los pies y un sombrero de mimbres trenzados en la mano. Se dirigían a sus celdas caminando, según la regla, sin mirar más allá de algunos pasos al frente. Pasaron junto a mí sin cambiar palabra y torcieron a la derecha, siempre con una extrema mansedumbre.
El estudiante, cerca de la gran puerta, dudaba. Finalmente se apoyó en un pilar y sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos que había comprado. Dirigió miradas inquietas en torno a él. «Seguramente —me dije—, le prenderá fuego a la puerta haciendo ver que enciende un cigarrillo.» Tal como lo había previsto, colgó uno en sus labios, avanzó el mentón y frotó una cerilla.
La llama, por un instante, brilló menuda y clara. Se habría dicho que ni siquiera él la distinguía; era que el sol de la tarde iluminaba en aquel momento tres lados de la puerta, no dejando en la sombra más que en el que yo me encontraba.
La llama surgió, leve como una burbuja —una fracción de segundo— pegada al rostro del estudiante inclinado hacia el pilar de madera. Luego la apagó rápidamente, agitando la mano con fuerza.
Estaba apagada, y sin embargo él parecía no estar aún satisfecho. Aplastó cuidadosamente con el zapato los restos de la cerilla que yacían sobre las losas del basamento. Después de lo cual, con soltura e indiferente por completo a mi decepción, cruzó el puente de piedra con el cigarrillo en los labios y llegó a la Puerta de los Mensajeros Imperiales, con la mayor cachaza, ganduleando, antes de desaparecer finalmente por la puerta sur al fondo de la cual se veía la gran calle y su doble hilera de casas.
No era un incendiario, solamente un estudiante que iba de paseo, pobre en apariencia, y que se aburría. Cada uno de sus gestos —los había observado atentamente— me desagradaban soberanamente: en primer lugar su cobardía, que le había hecho lanzar miradas inquietas en torno a sí mismo porque iba, no a provocar un incendio, sino a fumar un cigarrillo; su mezquino placer, típicamente estudiantil, por infringir los reglamentos; el meticuloso cuidado con que había aplastado con la suela del zapato una cerilla ya apagada; y por encima de todo, su «educación cívica»: era gracias a esta educación, buena para tirar a la basura, que había controlado con toda seguridad la pequeña llama. ¡Sin duda estaba contentísimo de poseer este poder de control sobre su cerilla, este total e inmediato poder de control gracias al cual preservaba del fuego a la sociedad!
Desde la restauración de Meiji, raros fueron los templos que tanto en Kyoto como en la periferia habían sido quemados: era uno de los «beneficios» de esta «educación». Y cuando se daba el caso de alguno, el incendio era inmediatamente circunscrito, cortado, dominado. Antiguamente no ocurría lo mismo. El Chionin fue quemado en el año 1431 y luego conoció sucesivas veces el mismo desastre. El cuerpo principal del Nanzenji sufrió la misma suerte en 1393, en que fueron reducidos a cenizas el Salón de Buda, la Sala de los Ritos, la Sala de Diamante, la Ermita de la Gran Conspiración y muchas otras. El Enryakuji había sido aniquilado en 1571; el Kenninji, incendiado durante la guerra en 1552; al Sanusangendo le tocó el turno en 1249, y en cuanto al Honnoji, la guerra lo dejó también en ruinas en 1582.
En aquellos lejanos tiempos, una especie de íntima amistad unía a los incendios entre sí. Un incendio no se reducía como hoy a un hecho aislado. No eran tratados con desdén. Las distintas fogatas podían siempre darse la mano y reunir innumerables fuegos en uno solo... Las gentes estaban sin duda hechas de igual modo. Dondequiera que estallaba el fuego, podía dar la señal a otro fuego y su llamada era en seguida escuchada. Si los documentos antiguos, a propósito de todos estos templos destruidos, no citan más que causas accidentales —fuegos que se propagan, guerras...—, exceptuando toda posibilidad de incendio criminal, significa que si entonces se hubiese encontrado alguien como yo no habría tenido más que retener su aliento, esconderse y esperar. Todos los templos estaban infaliblemente destinados, un día u otro, a ser destruidos por el fuego. Pasto para las alegres llamas lo había en abundancia, a voluntad. No había más que esperar: el fuego aguardaba el momento propicio y no dejaba nunca de manifestarse; un foco se unía a otro y los dos juntos cumplían lo que debía ser cumplido. ¡Habría sido seguramente un milagro que pudiese haber sorteado todo eso! El fuego brotaba por sí mismo, destrucción y negación estaban en el orden natural de las cosas, y los edificios de los grandes templos estaban fatalmente destinados a ser presa de las llamas... Así regían el mundo, con el rigor más exacto, los principios y las leyes budistas. Incluso de haberse dado el hecho de incendiarios que hubiesen apelado, del modo más natural, a las diversas fuerzas del fuego, ningún historiador se habría visto en el caso de tener que recurrir al incendio criminal para explicar las cosas.
jueves, 27 de marzo de 2008
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