Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

sala; y yo experimenté, una vez más, el milagro de la autoridad que emanaba de su persona.
Llegó un momento en que no pude soportar por más tiempo —ya que me era imposible prever el fin— el silencio del Prior. Si por mi parte yo era capaz de sentimientos humanos, no había ninguna razón para no esperar otro tanto de la suya, ya fuese odio o afecto. Adquirí la detestable costumbre de espiar en todo momento su expresión, y a pesar de ello no conseguí sorprender la menor traza de un sentimiento particular. Esta ausencia de expresión no era siquiera frialdad. Admitiendo que se tratara de desprecio, este desprecio no se dirigía lo más mínimo a mí en particular; había en él un carácter de universalidad y estaba dedicado al género humano en general, o, si se quiere, a diversos conceptos y abstracciones.
Desde entonces me esforcé en no figurarme al Prior más que con una jeta bestial o en medio del cumplimiento de las más degradantes funciones del cuerpo. Lo imaginaba, por ejemplo, haciendo sus necesidades o acostándose con la muchacha de la capa desastrada. Y veía distenderse su rostro cerrado, flotar sobre aquella cara que se fundía de voluptuosidad alguna cosa que podía ser muy bien una sonrisa beata lo mismo que una expresión de sufrimiento. Imagen de aquellas dos carnes tan tiernas, tan lisa la una como la otra y fundidas en una masa indistinta... De aquellos dos vientres redondos frotándose el uno al otro... Sin embargo —cosa extraña—, por vigorosa que fuese mi imaginación, el rostro inexpresivo del Prior pasaba instantáneamente a la expresión bestial de la defecación o de la cópula sin que nada ocupara el intervalo. Pasaba sin transición de un extremo a otro, sin ese arco de matices que la vida cotidiana pone sobre los rostros. Apenas había, a lo largo y a lo ancho de todo este vacío, un imperceptible paréntesis: la vulgarísima exclamación del Prior el otro día: «¡Imbécil! ¿Es que intentabas espiarme?».
Irritado de tanto rumiar unas mismas cosas, irritado por la espera, fui presa del deseo desenfrenado, indestructible, del cual muy pronto fui prisionero, de apoderarme aunque sólo fuese por una vez de una expresión de odio pintada en las facciones del Prior. De modo que concebí un plan de auténtica locura, que resultaba pueril y que —su evidencia hacía daño a los ojos— se saldaría con un desastre para mí; no había nada que hacer: yo había perdido el control. Iba a hacerle al Prior una mala jugada que no tendría otro resultado que el de hacer cristalizar definitivamente el malentendido que nos separaba; pero yo no prestaba a todo eso la menor atención.
En la Universidad, le pedí a Kashiwagi que me diera el nombre y la dirección de cierta tienda, lo cual hizo sin pedirme explicaciones. Corrí a la tienda inmediatamente y pasé revista a un buen número de postales que reproducían fotos de geishas del barrio de Gion. Al principio, aquellos rostros cubiertos de afeites me parecieron todos iguales; luego, el sutil juego de sombras y luces dibujó poco a poco las individualidades que bajo la misma máscara de polvos y colorete surgían diversamente: oscuridad o sol, vivacidad de espíritu o tontería, mal humor o inevitable alegría, desgracia o felicidad. Finalmente puse la mano sobre la foto que buscaba. El papel satinado brillaba bajo la luz demasiado viva de la tienda de modo que me era difícil distinguir la imagen; pero cuando ella se inmovilizó en mi mano, vi aparecer la cabeza de la mujer de la desastrada capa. —Quisiera ésta— dije al vendedor.
Puede que esta repentina llamarada de audacia sea un misterio: otro igual de grande le animaba con el inexplicable gozo y la alegría que se habían amparado en mí una vez adopté el proyecto. Al principio había pensado en acechar una ausencia del Prior para que él no pudiese adivinar quién era el autor de la fechoría. Pero ahora la excitación me espoleaba y escogí la vía peligrosa: actuaría al descubierto.
Yo seguía estando encargado de llevar cada mañana los periódicos al despacho del Prior. Una mañana de marzo, en que el fondo del aire aún era vivo, me dirigí como de costumbre hacia el recibidor para recoger los periódicos. Mi corazón latía fuertemente cuando saqué de mi bolsillo interior la foto de la geisha y la deslicé entre las páginas del periódico.
En el patio, en medio del parterre que los coches tenían que rodear, el sol naciente inundaba la palmera cercada por un seto vivo. Las ásperas rugosidades del tronco recogían la luz a su paso. A la izquierda había un tilo joven. Algunos pájaros pardillos, perdidos en sus ramas, dejaban oír unos gorjeos tan confidenciales como el rumor de las cuentas de un rosario al deslizarse entre los dedos. Resultaba inesperado ver todavía aquellos pájaros en tal época del año; pero las pequeñas bolas de plumón dorado que se agitaban en medio de los rayos del sol no podían ser otra cosa. La blanca grava del patio respiraba serenidad.
Cuidando de no mojarme los pies, seguí a lo largo de la galería todavía no seca del baldeo de la mañana y con chareos de agua. La puerta del Prior estaba cerrada del todo. Era tan temprano que el papel blanco de los tabiques corredizos parecía nuevo y flamante.
Me arrodillé en el umbral, como de costumbre, y dije; «¿Puedo entrar, por favor?». Con la respuesta afirmativa del Prior abrí la puerta grande, entré y dejé el periódico, ligeramente doblado, sobre un ángulo de la mesa. El Prior, con la nariz pegada a las páginas de un libro, no vio mi mirada. Me retiré cerrando la puerta detrás de mí, esforzándome por mantener la calma, y regresé a mi habitación por la misma galería y tomándome todo el tiempo necesario.
Me senté sobre las esteras aguardando la hora de ir a la Universidad. Mi corazón empezó a latir cada vez más fuerte nada hice para disminuir el ritmo de las pulsaciones. Jamás había esperado algo, tan intensamente. Sabía muy bien que mi acto me haría odioso ante el Prior; pero lo único que entonces ocupaba mi espíritu era la escena, rica en patetismo, en que dos adversarios se explican de hombre a hombre.
...Tal vez el Prior iba a entrar de repente en mi cuarto, y me traería el perdón. Perdonado, quizás iba a alcanzar por primera vez en mi vida aquella pureza sin mancha, aquella alma hecha de luz que Tsurukawa había llevado siempre consigo. Acaso íbamos a caer los dos, el Prior y yo, el uno en brazos del otro, y de todo ello no guardaríamos más que el pesar de habernos comprendido tan tarde...
¿Cómo pude, por poco que fuese, descender hasta ese abismo de bobería? No encuentro explicación. Considerando las cosas fríamente, me parece que en el momento de exponerme por una tontería a sufrir el resentimiento del Prior —a inducirle a tachar mi nombre de la lista de sus posibles sucesores—, de meter, en una palabra, el dedo en el engranaje que iba a triturar todas mis esperanzas de verme un día a la cabeza del Rokuonji, yo había olvidado completamente mi vieja amistad con el Pabellón de Oro.
Tendí la oreja hacia el lado de la biblioteca. No llegaba ningún ruido...
Esperaba un estallido de furia, de atronadoras vociferaciones. Pero ni puñetazos ni patadas, ni lamentos ni sangre conseguirían, estaba seguro de ello, hacerme sentir remordimientos. Mientras tanto, del lado de la gran biblioteca, continuaba el mismo profundo silencio...
De modo que aquella mañana, al abandonar el templo para dirigirme a la Universidad, me hallaba moralmente extenuado, desolado. La clase no consiguió interesarme. Al ser preguntado respondí al revés, y todo el mundo se echó a reír. Sólo Kashiwagi miraba más allá de la ventana con cierto despego. Pero yo estaba seguro de que sabía lo que me pasaba.

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