—¡Bien, he aquí una bonita faena! Si vuelve a ocurrir una cosa semejante no podré tenerte por más tiempo en este templo. Piénsalo bien. Además, que no es la primera vez...
De pronto se interrumpió a causa de la presencia de Kashiwagi.
—Yo arreglaré este asunto. Ahora puedes retirarte.
Entonces pude mirar a Kashiwagi. Estaba sentado sobre la estera, en una actitud muy ceremoniosa. Ni siquiera se atrevía a mirarme de frente. Después de cada mala acción, su rostro tenía una expresión muy pura, como si el fondo de su personalidad surgiese de su interior sin que él tuviese conciencia de ello. Pero yo era el único que lo sabía.
Al regresar a mi habitación, aquella noche de lluvia tenaz, en medio de mi soledad, me sentí de pronto liberado. «No podré tenerte por más tiempo en este templo», había dicho. Era la primera vez que tales palabras asomaban a los labios del Prior, la primera vez que él tomaba semejante determinación. ¡Todo estaba muy claro! Ahora vislumbraba mi punto de referencia: TENIA QUE APRESURARME A ACTUAR.
Si Kashiwagi no se hubiese conducido como lo había hecho aquella noche, yo no habría tenido jamás la ocasión de oír hablar de aquel modo al Prior, y los preparativos para la ejecución de mi plan habrían sido sin duda aplazados una vez más hasta más adelante. Ante la idea de que era a Kashiwagi a quien yo debía la fuerza que me ayudaría a dar el último paso, me sentía inundado de una extraña gratitud.
La lluvia seguía cayendo con fuerza. Hacía fresco, tratándose de una noche de junio, y mi cuarto con cinco esteras en los tabiques de tablas, bajo la débil luz de la bombilla, tenía un aire de desolación. Aquella era mi yacija, de donde probablemente iba a ser arrojado dentro de poco. Ni un adorno. En los negros bordes de la paja amarillenta de las esteras estaba desgarrada enrollada, destrenzada a trechos la dura cuerda que sostenía las fibras. A menudo, cuando entraba en mi habitación invadida por la noche, los dedos de mis pies se enganchaban en aquellos bordes deshechos. En cuanto a repararlos, nunca lo había hecho: mi fervor por la vida no tenía nada que ver con las esteras de paja o cosas parecidas.
Con la proximidad del verano, el cuarto guardaba el olor ácido de mi cuerpo. Era bastante risible que, por sacerdote que fuese, yo oliese a joven varón como cualquier otro. Aquel olor se había pegado incluso a los antiguos y pesados pilares de oscuros reflejos que ocupaban los cuatro ángulos, incluso a la madera de los viejos tabiques. El desagradable olor del animal joven rezumaba por los poros de la madera añosa y patinada. Pilares y tabiques se habían convertido a medias en cosas vivientes, inmóviles, desprendiendo un olor a carne cruda.
En aquel momento, los extraños pasos de un momento antes volvieron a sonar en la galería. Me levanté y salí. Kashiwagi estaba allí, de pie, contraído como un juguete mecánico que acabara de parar de golpe. Detrás de él, bañado por la luz que salía de las habitaciones del Prior, el Pino en forma de Navío erguía muy alta en el jardín su copa verdinegra y mojada.
Yo me sonreí; y tuve la satisfacción de ver aparecer por vez primera en los rasgos de Kashiwagi una expresión próxima al miedo.
—¿No quieres entrar un minuto?
—¡Bien! No vale la pena jugar a espantajos. Eres un tipo curioso.
Terminó por entrar, se sentó de lado sobre la almohadilla que le tendí, poco a poco, igual a como se hace para agacharse. Levantando la nariz, recorrió mi habitación con los ojos. Fuera, la lluvia corría en torno a nosotros una espesa cortina. En medio del repiqueteo del agua azotando el parquet de la galería podía percibirse de vez en cuando el ruido de una gota rebotando aquí y allá, sobre los tabiques corredizos.
—No hay que guardarme rencor —dijo Kashiwagi—. Después de todo, si he tenido que recurrir a este procedimiento es por tu culpa. Y ahora otra cosa.
Sacó de su bolsillo un sobre que llevaba impreso el nombre del Rokuonji y contó los billetes que contenía. Eran billetes flamantes, recién impresos, puestos en circulación en enero: tres billetes de mil yens.
—¿Aquí los billetes son limpios, eh? —dije yo—. El quisquilloso en cuestiones de limpieza que cada tres días envía a su ayudante al banco a cambiar billetes pequeños por grandes.
—¡Mira! ¡Mira esto! Tres mil justos, eso es todo. ¡Qué tacaño! Pretende que entre compañeros de clase no debe haber préstamos con interés. Sin embargo él debe haber hecho dinero a carretadas por sistema.
Esta inesperada decepción de Kashiwagi me hizo sentirme a mis anchas. Sin embarazo alguno me eché a reír y él se unió a mi risa. Pero esta reconciliación no duró más que un instante, puesto que Kashiwagi, cesando bruscamente de reír, fijó los ojos en mi frente y añadió, como si hiciera un gesto para apartarme violentamente:
—¡Ya comprendo! Últimamente tú estás maquinando demoler alguna cosa.
Me costó terriblemente sostener el peso de su mirada. Pero dándome cuenta de que por «demoler» él entendía algo muy distinto de lo que yo vislumbraba, recuperé mi sangre fría y repliqué sin sombra de tartamudeo:
—No. Nada.
—¡Ah, qué tipo más curioso eres! ¡El más extraño que jamás he conocido!
Yo sabía que estas palabras se dirigían a la sonrisa amistosa que todavía flotaba en las comisuras de mis labios; pero tenía la completa certeza de que él estaba a cien leguas de imaginar el significado de esta sonrisa, todo cuanto ella reflejaba de profunda gratitud. Y con toda naturalidad, mi sonrisa se desvaneció de antemano.
—¿Vuelves a casa de tus padres? —pregunté en un tono amistoso y corriente.
—Sí, me marcho mañana... Un verano en Sannomiya... Pero aquello tampoco es nada divertido...
—Entonces, pasará una buena temporada sin vernos en la universidad.
—¿Qué? ¡Si nunca se te ve por allí!
Diciendo esto, Kashiwagi se desabrochó el chaquetón y manoseó en su interior.
—He querido traerte esto antes de irme —añadió—. He pensado que te gustaría... ¡Como lo habías colocado tan absurdamente en un pedestal!
Tiró sobre mi mesa de trabajo un pequeño paquete de cartas. El nombre del remitente me llenó de estupor.
—¡Lee! —dijo Kashiwagi—. Son las reliquias de Tsurukawa.
—¿Erais amigos, Tsurukawa y tú?
—¡Oh...! A mi manera, sí... Pero él, por encima de todo, detestaba que se le tomara por amigo mío. Sin embargo yo era la única persona que recibía sus confidencias. Ya han pasado tres años desde que murió; por eso puedo enseñarte sus cartas. Como tú estabas particularmente ligado a él, siempre tuve la intención de enseñártelas algún día, a ti solo.
Las cartas estaban todas fechadas en el período que había precedido inmediatamente a su muerte. Todas habían sido remitidas desde Tokyo a Kashiwagi, casi cada día, durante el mes de mayo de 1947. A mí no me había enviado ni una sola; en cambio —me era forzoso constatarlo— todos los días que siguieron a su regreso a Tokyo, había escrito a Kashiwagi. No había duda posible: estaban escritas de la mano de
jueves, 27 de marzo de 2008
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