desapareció. Pero resurgió lejos de mí, a una distancia que me sorprendió, hinchando la tela verde de la mosquitera.
Era como si en torno a mí, de repente, todo fuese presa de una alegre agitación.
Entonces me sentí de nuevo sorprendentemente lúcido. No siendo inagotable mi provisión de cerillas, corrí hacia otro rincón y prendí fuego a una brazada de paja, frotando la cerilla con precaución. La nueva llama me reconfortó: había sido mi especialidad, años atrás, cuando hacíamos fuegos de campamento con los compañeros.
Dentro del Hósuiin habían surgido inmensas sombras danzantes. En el centro, los tres Venerables Budas —Amida, Kannon, Seishi— se iluminaron con rojos fulgores. Las pupilas de Yoshimitsu llameaban y tras su espalda bailaba la sombra del ídolo.
Apenas notaba el calor. Cuando vi que el fuego se desplazaba activamente hacia el arca de las limosnas, me dije que todo iba bien.
Había olvidado completamente la existencia de mis somníferos y mi navaja. Como una inspiración repentina, me atravesó el deseo de morir envuelto en llamas y en medio del Kukyochó. Huí de la hoguera y subí las gradas de la estrecha escalera de cuatro en cuatro. Ni siquiera me sorprendí de que la puerta del Choondó, en el primer piso, estuviese abierta. El viejo guía se había olvidado de cerrarla.
El humo me perseguía, me hacía toser. Sin embargo aún miré la estatua de Kannon, atribuida a Keishin, así como los ángeles músicos del techo. El humo invadía progresivamente el Choondó. Escalé hasta lo alto del segundo piso y probé de abrir la puerta del Kukyochó. No lo conseguí. Estaba sólidamente cerrada.
Empecé a dar fuertes golpes a la puerta. Debía hacer un ruido infernal: sin embargo, ningún ruido llegaba hasta mis oídos. Redoblé la violencia. Me parecía que allí dentro tenía que haber quien me abriese.
Lo que anhelaba encontrar dentro del Kukyochó, en realidad, era un sitio para morir. Pero hostigado por la humareda, tenía la impresión de que todos mis furiosos golpes sobre la puerta eran otras tantas llamadas de socorro. De hecho, ¿qué había al otro lado del tabique?
Solamente una pieza de apenas nueve metros cuadrados. En aquel momento y en forma punzante, comprendí claramente que la pieza, a esa hora debía tener todas sus paredes recubiertas de una pátina de oro, mientras que las de fuera estaban casi todas descascaradas. No puedo explicar por qué aspiraba tan desesperadamente, esforzándome con golpes sobre la puerta, a entrar en aquella sala resplandeciente. Me decía que era preciso conseguirlo y que entonces todo sería perfecto. Pero primero era necesario encontrar el medio de entrar en la pequeña sala dorada...
Golpeé con todas mis fuerzas. No bastando mis puños, me lancé contra la puerta con todo el peso de mi cuerpo. Pero no cedió.
El Choondó estaba ya lleno de humo. Bajo mis pies oía crepitar el fuego. Me asfixiaba, estaba al borde del desvanecimiento. Tosía sin parar. No dejé de golpear ni un solo momento. La puerta no cedió.
En el instante en que tomé clara conciencia de que había chocado con una negativa, di media vuelta y volví a bajar precipitadamente al Hósuiin a través de torbellinos de humo, tal vez incluso de llamas. Llegué por fin a la puerta oeste y me aboqué fuera. Luego, sin saber dónde iba, me lancé a una desatinada carrera...
Corría. Sin tomarme el tiempo de respirar y a una velocidad tal que está por encima de la imaginación. Ni siquiera me acuerdo de los sitios por donde pasé. Debí tomar por la «Torre del Señor del Norte», salir por la puerta trasera, cruzar el Salón del Santo Protector Myoo, escalar la colina a través de las azaleas salvajes y los bambúes enanos y alcanzar la
jueves, 27 de marzo de 2008
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