Desde que había salido del templo, no podía apartar de mi mente la ridícula idea de que Uiko aún vivía, en alguna parte de aquel barrio, enclaustrada. Esta idea me enardecía. Porque desde que tomé la decisión de incendiar el Pabellón de Oro había recuperado la frescura sin mácula de mi primera adolescencia, y me habría parecido muy natural encontrar las personas y las cosas de los comienzos de mi existencia.
De ahora en adelante yo iba a VIVIR, y sin embargo —cosa singular—, los pensamientos de mal augurio crecían dentro de mí. Imaginaba que mañana, tal vez, recibiría la visita de la muerte, y que yo le suplicaba que consintiese en esperar solamente el tiempo justo de prenderle fuego al Pabellón de Oro. Jamás había estado enfermo y en el presente no daba ningún síntoma de una posible enfermedad. Sin embargo, el control de los distintos engranajes que me mantenían vivo, la responsabilidad de continuar viviendo, yo los notaba sobre mis espaldas con un peso que aumentaba de día en día.
El día anterior, al hacer mis trabajos de limpieza, me herí el dedo índice con una astilla de bambú de mi escoba, y esta pequeña herida fue suficiente para hacer nacer en mí la inquietud. Me acordé de aquel poeta que murió a causa de haberse pinchado los dedos con una rosa. La mayoría de los mortales no estaban nada expuestos a morir así. Pero ahora mi persona se había convertido en algo precioso, y yo no podía saber qué clase de muerte me tenía reservada el destino. Felizmente, mi pinchazo no se había infectado, y aquel mismo día, al apretarme la herida, no había sentido más que un leve dolor.
No es necesario decir que en previsión a mi visita al Gobancho no había dejado de tomar ciertas precauciones. La víspera fui a una farmacia distante, donde no corría el riesgo de que me reconocieran, para comprar unos preservativos. La membrana, afelpada y sin color, estaba desprovista de vitalidad y de fuerza hasta un grado increíble. Por la noche había probado uno. En medio del desorden de mi habitación —retratos y escenas alegóricas budistas pintarrajeadas de rojo, un calendario de la Oficina de Turismo de Kyoto, los ejercicios Zen abiertos por la página del encantamiento Butcho-Sonsho calcetines sucios, esteras deshilachadas—, se mantenía erguido’ semejante a un dios de la desgracia, sin ojos ni nariz liso y de un gris ceniza. Su desagradable forma me recordaba el rito salvaje del «Rasetsu» —el Cercenamiento del órgano genital—, del cual hoy sólo se hallan vestigios en ciertas tradiciones orales.
Me interné en una calleja bordeada de faroles. Había allí más de cien casas, todas bautizadas con el mismo nombre. Cualquiera que tuviese líos con la policía podía obtener, por decirlo así, derecho de asilo por parte del «caid» que regentaba el sector. El cual no tenía más que apretar un botón: una señal sonaba en cada casa, advirtiendo del peligro al interesado.
Cada casa tenía una ventana con celosía de madera, a un lado de la entrada, y comprendía unos bajos y un piso. Las pesadas techumbres de viejas tejas estaban todas a la misma altura, extendiéndose hasta perderse de vista bajo la húmeda luna.
En todas las entradas colgaba una cortina azul con los dos caracteres, en blanco, de Nishijin ; detrás, atisbando la calle, inclinadas, se percibía a las mujeres con delantales blancos de hacer limpieza.
Yo no tenía la menor idea de lo que podía ser el placer. Como arrojado fuera del orden natural de las cosas, excluido de todo rango, solo, tenía la impresión de arrastrar mis fatigados pies en medio de un desierto. El deseo, agazapado en mi interior, con las rodillas prietas, mostraba su desagradable dorso.
jueves, 27 de marzo de 2008
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