aquellos bollos les darían una clave muy conveniente. La gente diría: «Este muchacho se moría de hambre... ¡Es muy humano!».
Y fue el primero de julio de 1950. Como ya he indicado, era poco probable que la alarma contra incendios fuese reparada aquel día. Por la tarde pude estar seguro de ello, hacia las seis, cuando el viejo guía, una vez más, telefoneó a la fábrica en tono urgente. Le contestaron que lo sentían mucho, que estaban desbordados de trabajo y que hoy no podrían venir; pero que lo harían sin falta.
Aquel día acudieron un centenar de visitantes. Como las puertas se cerraban a las seis y media, la gente ya empezaba a retirarse. El viejo guía, terminada su jornada y habiendo ya llamado por teléfono, permaneció de pie en el umbral de la cocina, la mirada vaga, fija en el cuadro del huerto.
Lloviznaba desde por la mañana, clareando un poco de vez en cuando. Pasaba una brisa ligera y el tiempo no era muy bochornoso a pesar de que ya estábamos en julio. Aquí y allá, por todo el huerto bajo la lluvia, se veían flores de calabaza. En el otro extremo, sobre los dorsos negros y relucientes de los surcos, las plantas de soja sembradas a principios del mes pasado empezaban a brotar.
Cuando el viejo guía le daba vueltas a alguna idea que le bullía en la cabeza, su mandíbula iba y venía haciendo entrechocar su dentadura. Cada día repetía a los visitantes las mismas explicaciones, pero cada vez tenía más dificultad para controlar las palabras, a causa de su mala dentadura, que él no se tomaba ni siquiera la molestia de hacer arreglar a pesar de que todo el mundo le aconsejaba que lo hiciese... Con los ojos clavados en el huerto, el viejo refunfuñaba para sí mismo. Y además con intermitencias: a un gruñido se sucedía un entrechocar de dientes, al que seguía un nuevo gruñido. Debía rezongar a causa del timbre de alarma, cuya reparación no acababa nunca. Apenas se le entendía, pero creo que se lamentaba de que ya fuese demasiado tarde para repararlo —el timbre de alarma, sin duda, ¡a menos que no fuese su dentadura!
Por la noche, el Rokuonji recibió la visita de alguien que venía muy raramente: el padre Kuwai Zenkai, prior del templo de Ryuho, en la prefectura de Fukai. Era un compañero de seminario del padre Dósen. De lo cual resultaba que había sido también amigo de mi padre.
El Prior se hallaba ausente y fue prevenido por teléfono. Hizo responder que estaría de regreso alrededor de una hora.
El padre Zenkai había subido a Kyoto con la intención de pasar uno o dos días en el Rokuonji.
Mi padre me había hablado del prior Zenkai en varias ocasiones; siempre lo había hecho —me acordaba muy bien—, con placer y una afectuosa veneración. Tanto en lo físico como en lo moral, era el tipo característico de sacerdote Zen, viril y como tallado a hachazos. Con una estatura de casi dos metros, tenía la tez curtida y las cejas espesas. Su voz rugía como el trueno. Cuando uno de mis compañeros novicios vino a avisarme de que el padre Zenkai, mientras aguardaba al Prior, deseaba hablar conmigo, yo vacilé, temiendo que su mirada clara no penetrase lo que mi mente guardaba para aquella misma noche.
Le hallé sentado en el gran salón, con las piernas cruzadas, bebiendo sake que el ayudante había tenido la previsión de hacerle servir y masticando algunas raíces. Hasta entonces le había estado sirviendo mi compañero; yo me senté ocupando su puesto, erguido el busto, y me dispuse gustosamente a desempeñar mi papel de escanciador. Daba la espalda a la noche y a la bruma que descendía en silencio, de modo que el padre Zenkai
jueves, 27 de marzo de 2008
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