ausencias. Pero por lo que estaba sobre todo resentido era por mi falta de asistencia a las tres infaustas «jornadas» del trimestre reservadas al estudio de la doctrina Zen. (Se le consagraba los tres días que precedían a las vacaciones de verano, de invierno y de primavera, y los ejercicios se desarrollaban según las mismas normas que en los diversos monasterios especializados.)
Para esta reprimenda, el Prior me convocó en su apartamento personal, lo cual era una excepción. Yo permanecí con la frente inclinada, sin decir nada. En mi fuero interno, esperaba verle abordar cierto tema, pero no hizo alusión ni a la foto ni —remontándonos más lejos— al chantaje de la prostituta.
Sin embargo, a partir de ese día el Prior cambió de actitud respecto a mí, distinguiéndome con una manifiesta frialdad. Era el desenlace que yo esperaba, la evidencia que yo estaba afanoso de constatar —para mí, en suma, una manera de victoria, obtenida sin haber tenido que hacer otra cosa que cruzarme de brazos—. En aquel primer trimestre había acumulado ya sesenta horas de ausencia a las clases, es decir, cinco veces más que durante todo mi primer año. Estas horas no las empleaba ni en leer ni en gastar dinero. A veces, raramente, charlaba con Kashiwagi; pero sobre todo estaba sin hacer nada. En efecto, me sumergía tan totalmente en la inacción y el silencio que mis recuerdos de Otani no son ni más ni menos que recuerdos de ociosidad. Tal vez era, después de todo, mi manera personal de practicar el Zen; haciéndolo, jamás he conocido un solo minuto de aburrimiento.
Me ocurría que durante horas estaba sentado en la hierba, observando los manejos de un hormiguero acarreando granos de roja arcilla; aquellas hormigas, sin embargo, no me interesaban. Otras veces permanecía durante horas con los ojos distraídos y fijos en el hilo de humo que salía de una chimenea de fábrica, detrás de la Universidad; aquel humo no me cautivaba de ninguna manera. En tales momentos, yo tenía el sentimiento de hallarme sumergido hasta el cuello en esta existencia que era YO MISMO. El mundo exterior, enfriado parcialmente, volvía a arder. ¿Cómo decirlo...? Formaba manchas y rayas. Un movimiento de cambios recíprocos se establecía suavemente y sin leyes fijas entre mi ser profundo y el mundo exterior. El paisaje del contorno, vacío de todo sentido que reflejara en mis ojos, irrumpía dentro de mí; los únicos elementos que permanecían fuera de la operación proseguían a lo lejos una danza de deslumbrantes relámpagos: éstos podían ser la bandera de la fábrica, o una insignificante mancha en la pared del cercado, o un viejo zueco tirado sobre la hierba como un desecho. En mí, todo ello surgía a la vida de segundo en un segundo para desaparecer en seguida sin dejar rastro; pero, ¿no eran más bien ideas informes y no objetos? Las cosas importantes iban de la mano con las más fútiles; una sutil red de hilos se tendía entre los acontecimientos políticos de Europa, leídos en el periódico de la mañana, y el viejo zueco que yo tenía frente a mis ojos.
También llegué a meditar interminablemente acerca del ángulo agudo que formaba la punta de una brizna de hierba. A decir verdad, «meditar» no es el vocablo que conviene a estas burbujas del pensamiento, extrañas y sin ilación, ni vivas ni muertas, que afloraban a la percepción con una pesada obstinación. ¿Por qué tenía que ser agudo este ángulo? ¿Y si fuese obtuso? ¿Quedaría destruida su clasificación dentro de la categoría de hierba, desmantelada su naturaleza a causa de esta simple púa? ¿Basta con cercenar un minúsculo diente del engranaje natural para que todo se trastorne...? Así, mi espíritu, en busca de un medio para hacer bascular el mundo, fluctuaba de aquí para allá sin llegar a conclusión alguna.
La noticia de la amonestación que yo había recibido no tardó en extenderse y la actitud de la gente del templo para conmigo se hizo más rígida de día en día. Recuérdese aquel discípulo que se consumía en celos a partir del día que el Prior decidió hacerme seguir los cursos de la universidad: pues bien, no dejaba pasar ni una ocasión para mirarme con una sonrisa de triunfo.
Pasó el verano, y luego el otoño; yo no dirigía, por decirlo así, la palabra a nadie. La víspera de mi huida, por la mañana, el Prior me mandó llamar por su ayudante. Era el 9 de noviembre. Yo estaba a punto de partir para clase, así que me presenté ante el Prior con el uniforme.
Su cara no era ya la de costumbre, rosada y beata; había en sus rasgos una curiosa crispación provocada por el fastidio de tener que decirme en la cara lo que había de decirme. Me miró como si yo hubiese sido un leproso. Todo ello me parecía divertido. ¡Ahí estaba, por fin, la expresión humana que yo tanto había deseado ver en su rostro! Su mirada estaba llena de ella.
El Prior desvió en seguida la mirada y me habló frotándose las manos por encima del brasero. El dulce frotamiento de las palmas entre sí, por discreto que resultara en medio del aire de aquella mañana de invierno, destruía desagradablemente, como una discordancia, la pureza. Aquella carne de sacerdote en contacto con aquella otra carne de sacerdote daba la impresión de una apretada, íntima caricia que iba más allá de la estricta necesidad.
—¡Qué pena tendría tu padre si viviese! —dijo—. Mira, otra carta de la universidad. Y redactada en los más severos términos. Deberías reflexionar a fondo sobre lo que va a ocurrirte si continúas así... —Y luego añadió, sin transición—: Hubo un tiempo en que pensé hacer de ti, para más adelante, mi sucesor; pero quiero informarte que en el presente he cambiado totalmente mis disposiciones.
Después de un largo silencio dije:
—¿Quiere esto decir que me retira usted su apoyo?
El no respondió inmediatamente. Por fin dijo: —¿Crees que tu conducta tiende a poder hacerme cambiar de opinión?
Yo dejé su pregunta sin respuesta. Luego me oí tartamudeando maquinalmente alguna cosa que no tenía que ver.
—Usted me conoce, padre, en todos mis aspectos. Pero yo también creo conocerle a usted muy bien.
—¿Y bien? —Una oscura llama inundó sus pupilas—. Esto no tiene absolutamente ninguna importancia. No tiene ningún interés.
Jamás hasta entonces había visto un rostro de hombre tan completamente desligado de las cosas de este mundo. Jamás, por muy mancilladas que las manos pudiesen estar al contacto con las cosas de la vida, el dinero, las mujeres, había visto en un rostro de hombre
semejante desprecio por este mundo.
Hice un movimiento de repulsión, como si hubiese tocado un cadáver todavía tibio y rosado.
Entonces brotó de mí, impetuoso como el agua de un surtidor, el deseo de huir de todo lo que me rodeaba aunque sólo fuese por poco tiempo. No dejé de rumiar en ello desde que me retiré de la habitación del Prior. La idea de partir de allí se hizo cada vez más urgente, despótica.
Hice un paquete con mi flauta y mi diccionario budista, cogí mi cartera de clase y corrí hacia la universidad con una sola idea en la cabeza: partir.
Cuando cruzaba el portal, la suerte me sonrió: Kashiwagi caminaba delante de mí. Tiré de su manga, me lo llevé hacia un sendero lateral y le pedí que me prestara tres mil yens.
jueves, 27 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario