gustado, en forma más aguda y aniquiladora, la voluptuosidad. Ahí estaba la fuente de todo el placer por venir, y mi goce presente no consistía en otra cosa que en beber de esta fuente con el hueco de mis manos.
Sí, me parecía haber asistido en alguna parte, en un lejano pasado, a una grandiosa e incomparable puesta de sol. ¿Era culpa mía si todas las que vi después me pareciesen más o menos marchitas?
Tratado un poco, el día anterior, como cualquier cliente, esta vez llevaba en el bolsillo un viejo libro comprado días antes en una tienda de compra—venta. Era Delitos y penas, de Beccaria. Esta obra de un criminalista italiano del siglo XVIII ofrecía el clásico «plato del día» en materia de racionalismo y vulgarización de ideas: yo abandoné su lectura al cabo de algunas páginas; pero me dije que el título tal vez interesaría a Mariko.
Ella me acogió con la misma sonrisa de la víspera. La misma sonrisa, ciertamente: el «ayer» no había dejado ninguna traza. Su gentileza para conmigo era la misma que se le puede dispensar a cualquiera con el cual uno recuerde haberse cruzado en cualquier calle. Después de todo, el cuerpo de aquella muchacha, ¿no era una encrucijada de calles?
Bebimos el sake en una pequeña salita, con la patrona. Yo no carecía de habilidad para ofrecer las copas según el ritual.
—¡De modo que ha vuelto usted! —dijo la patrona—. Es usted joven, pero conoce las maneras distinguidas.
—Pero, dígame —añadió Mariko por su parte—, si viene usted todos los días, ¿no teme verse reprendido por su Prior? —Luego, ante mi expresión turbada (ella me había penetrado a fondo) añadió—: ¡No era nada difícil de suponer! Hoy día los jóvenes llevan el pelo largo. Cuando uno no lleva más que un centímetro en el cráneo, está claro: ¡ha salido de un templo! Sería muy raro que los más célebres bonzos de hoy no pasaran por aquí cuando fueron jóvenes. ...Bueno, ¿se canta?
Sin transición, se puso a cantar una majadería que trataba de los hechos y gestos de una mujer del puerto.
La segunda experiencia, en un ambiente que ya me era familiar, se desarrolló sin contratiempos y muy confortablemente. Esta vez me pareció realmente vislumbrar la voluptuosidad, pero no la que yo había imaginado; solamente la perezosa satisfacción de sentir que me adaptaba a la cosa.
Después de lo cual mi compañera me hizo una serie de recomendaciones de hermana mayor, llenas de sentimiento, y que por un instante me produjeron una impresión helada.
—Creo que sería mejor no venir por aquí muy a menudo —me dijo—. Usted es un muchacho serio, lo noto. Es preciso no caer en excesos, sino dedicarse a fondo a su trabajo... Desde luego, sus visitas me causan placer, y deseo que continúen... Pero... usted comprende, ¿verdad?, en qué sentido le digo esto... Es como si se lo dijera a mi hermano pequeño...
Estas bonitas frases debió encontrarlas en alguna novela barata; porque todo aquello no le salía de muy adentro. Inventaba una historia cuyo héroe era yo, y esperaba verme manifestar las emociones que ella estaba fabricando. Ya que la presente situación, en su espíritu, no debía comportar más que una reacción decente: las lágrimas. Ella se habría encontrado entre los ángeles si me hubiese visto llorar.
Pero tuvo que desistir del intento. Bruscamente, yo alcancé cerca de la almohada el
ejemplar de Delitos y penas y se lo puse bajo la nariz. Mariko lo hojeó cortésmente; luego, sin decir palabra, volvió a dejarlo en su sitio: ya se había olvidado de él.
jueves, 27 de marzo de 2008
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