Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

jueves, 27 de marzo de 2008

CAPÍTULO VIII
Emprendí la marcha y llegué a la estación de Tongo-Yura, en la línea de Maizuru. Cuando vine de excursión con el colegio de Maizuru habíamos hecho el mismo trayecto y tomamos el tren de regreso en la misma estación. Muy pocas siluetas cruzaban frente a la calle mayor, testimoniando que sólo le daba vida al país el corto período del verano en que los baños de mar atraían a la multitud.
Me decidí a descender hasta un pequeño albergue que daba frente a la estación y cuyo letrero decía: «Yura-Hotel de Bañistas». Abrí la puerta de entrada, de cristales sucios, y llamé sin obtener respuesta. Había una capa de polvo sobre el piso elevado del vestíbulo. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y la casa sumida en la oscuridad. No había nadie.
Pasé a la parte trasera. Los crisantemos se consumían en un huertecito sencillo. Sobre una tabla había un cubo, bastante alto, provisto de un caño de ducha; era para el verano, cuando los clientes regresaban de la playa y se rociaban con agua para despegarse la arena de la piel.
Un poco apartada, una casita: de los propietarios, probablemente. La puerta acristalada, totalmente cerrada, resultaba insuficiente para contener los chillidos de un aparato de radio cuya inútil intensidad de volumen sonaba a hueco, y no podía creerse que no hubiese nadie en el interior. Frente a la entrada, donde varios pares de zuecos yacían en desorden, esperé todavía un rato, aprovechando las pausas de la radio para anunciar mi presencia. Pero fue sin resultado, como era de prever.
Detrás de mí surgió una sombra, que sólo descubrí cuando un pálido rayo de sol hizo brillar la madera del parquet para andar calzado. Con un vigor que brotaba de todas sus formas, color lozano, ojos tan chicos que uno podía preguntarse si existían, una mujer me observaba. Pedí una habitación. Sin pedirme siquiera que la siguiera, la mujer dio media vuelta sin decir palabra y se dirigió hacia la entrada del hotel. Me dio un pequeño cuarto en el primer piso, encarado al mar. Debía haber estado cerrado durante largo tiempo; el brasero que me trajo la mujer lo llenó todo de humo, soltando un intolerable olor a moho. Abrí la ventana y ofrecí la cara al viento del norte. Por encima del mar, las nubes proseguían sus juegos de antes, sus solemnes desplazamientos que no estaban destinados a ninguna mirada. Reflejos, en cierto modo, de impulsos sin objeto de la naturaleza, dejaban fatalmente entrever fragmentos de cielo azul semejantes a menudos cristales de clara inteligencia. El mar permanecía invisible.
...Estuve frente a la ventana reflexionando sobre la idea que se me había ocurrido poco antes. ¿Por qué, me preguntaba, no había pensado en asesinar al Prior ANTES de vislumbrar el incendio del Pabellón de Oro? A decir verdad, la idea de matar nunca había dejado de rondarme la cabeza; pero su ineficacia se me hizo clara al mismo tiempo. Porque
incluso en el supuesto de que el golpe fuera un éxito, me daba perfecta cuenta de que otros, con la misma esquilada cabeza de sacerdote y la misma lastimosa impotencia, continuarían surgiendo sin fin desde el horizonte tenebroso. En general, lo que vive no posee datos, de una manera absoluta, de una vez por todas —como el Pabellón de Oro—, su cualidad de ser viviente. El hombre recibe una parte de diversos atributos de la naturaleza; él no hace más que propagarlos y multiplicarlos gracias a un fácil juego de equivalencias y de substituciones. Matar para destruir en la víctima la «cualidad de—ser—una—vez—por—todas—una probabilidad » es cometer un falso cálculo en toda la línea. Así razonaba, y mis reflexiones me descubrieron una innegable y total diferencia entre la existencia del Pabellón de Oro y la del ser humano. De una parte, un simulacro de eternidad emanaba de la forma humana tan fácilmente destructible; inversamente, de la indestructible belleza del Pabellón de Oro emanaba una posibilidad de aniquilamiento. No más que el hombre, los objetos destinados a la muerte no pueden ser destruidos hasta la raíz; pero lo que, corno el Pabellón de Oro, es indestructible, puede ser abolido. ¿Cómo es que nadie ha sido consciente de eso? ¿Y cómo dudar de la originalidad de mis conclusiones? Prendiendo fuego al Pabellón de Oro, tesoro nacional desde el año 1890, yo cometería un acto de pura abolición, de definitivo aniquilamiento, que reduciría la suma de Belleza creada por la mano del hombre.
A medida que se prolongaba mi meditación sentía crecer en mí un humor jovial. «Si quemo el Pabellón de Oro, me decía, cometeré un acto altamente educativo. Gracias a ello, las gentes aprenderán lo insensato de concluir por analogía en la destrucción de cualquier cosa, aprenderán que el simple hecho de haber seguido existiendo, de haber permanecido de pie sobre las riberas del Espejo de Agua durante quinientos cincuenta años no implica garantía de ninguna clase; del postulado ”evidencia fulminante”, al cual nos amarramos desesperadamente para nuestra tranquilidad, las gentes aprenderán a estar menos seguras, con la inquietud de pensar que mañana mismo puede ser arrojado como un desecho...»
Verdaderamente, lo que preserva nuestra suerte de sobrevivir es este envoltorio, donde nos vemos presos, de tiempo solidificado, el tiempo de una duración determinada. Tomemos el ejemplo de un simple cajón construido por un ebanista para uso doméstico: a la larga, la duración sumerge su forma de objeto; al cabo de algunas décadas, o siglos, es ella la que a su vez se solidifica tomando la forma del objeto. Un pequeño espacio cualquiera, que en su origen fue ocupado por un objeto, ahora, en cierto modo, es ocupado por la permanencia solidificada de éste. Se ha metamorfoseado en una cierta especie de substancia espiritual.
En la serie de cuentos medievales titulada Tsukumogami-Ki se lee al empezar: «Se dice en la Miscelánea respecto a YIN y a YANG que, después de un lapso de cien años, los objetos del hogar, al sufrir una metamorfosis y convertirse en espíritus, vuelcan el maleficio en el corazón de los hombres; y es por eso que se le llama Tsukumogami o Espíritu de la Desgracia. La costumbre es que cada año, antes que llegue la primavera,

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