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viernes, 20 de abril de 2007

SENBEI DE UN MILLON DE YENS Yukio MIshima



SENBEI DE UN MILLÓN DE YENS

LA cita con la señora es a las nueve, ¿no? —preguntó Kenzó.
—Sí, a las nueve. Decía que la esperásemos en la sección de juguetes, pero allí no hay manera de hablar, y yo le dije que mejor en el café del tercer piso —dijo Kiyoko.
—Muy bien pensado.
Los dos esposos se acercaron sin prisa al edificio Nuevo Mundo por una calleja trasera y miraron a la pagoda de neón que había en la azotea.
Era un anochecer nublado y pegajoso de principios de verano, en plena estación de las lluvias. Pasaban las nubes bajas y densas, y el resplandor del neón se incrustaba vivamente en el cielo. La pagoda de neón, destellando intermitente, era realmente preciosa, como una orfebrería de colorido suave. Sobre todo, cuando el destello de alguna de sus partes alcanzaba al conjunto, volviéndose por un momento todo tinieblas, en las que persistía tenuemente la silueta, para luego iluminarse de nuevo. La pagoda podía divisarse desde todo el Distrito Seis de Asakusa y servía de hito para la gente del barrio desde que desecaran el Estanque de la Calabaza.
Los dos esposos sentían que aquella pagoda simbolizaba a la perfección los anhelos irrealizables de su vida, y estuvieron un rato apoyados en la barandilla del aparcamiento, mirando al cielo ensimismados.
Kenzó llevaba una camiseta sin mangas y un pantalón mediocre, y calzaba unas geta. Era de tez blanca pero robusto de pecho y hombros, mostrando entre aquella musculatura reluciente y maciza un vello en las axilas abundante y de buen brillo.
En cuanto a Kiyoko, que vestía un traje sin mangas, tenía las axilas perfectamente afeitadas porque Kenzó se lo exigía en todo momento. Pero cuando volvía a salirle el vello, le picaba hasta dolerle, de modo que tenía que estar afeitándose continuamente, y la piel, de suyo blanca, se le había vuelto en las axilas de un color algo rojizo.
Kiyoko tenía una cara pequeña y redonda, en la que andaban como engarzados unos ojos y una nariz encantadores, dando la impresión de que todo el conjunto estuviese sostenido por hilos. Parecía la cara de un animalito serio y formal, que nunca se ríe, del que todos se fían pero cuyos pensamientos casi nadie puede descifrar. Llevaba colgado de un brazo un gran bolso de vinilo color melocotón y una camisa deportiva azulina de Kenzó. A éste le gustaba caminar sin nada en las manos.
Por la sobriedad de maquillaje y peinado de Kiyoko se veía que ambos llevaban una vida modesta y frugal.
Los ojos de ella eran transparentes y ni por un instante se dirigían hacia otro hombre que no fuera su marido.
Los dos atravesaron la calle delante del aparcamiento y entraron en el primer piso de los almacenes Nuevo Mundo. En el gran salón las baratijas brillantes formaban verdaderas montañas de color abigarrado, y entre los huecos asomaban la cara las jóvenes dependientas. Todo estaba iluminado por la luz fría de unas lámparas fluorescentes. Detrás de unas maquetas de antimonio de la Torre de Tokio había una serie de cuadros grabados en cristal, que representaban escenas de la vida de Tokio. Conforme pasaban los dos, veían reflejados en el cristal de los cuadros los montones de corbatas y camisas de verano situados al otro lado del salón.
Kiyoko observó:
—Yo no podría vivir en un sitio como éste, rodeada de espejos. Me daría vergüenza.
—Vergüenza no sé por qué.
Aunque Kenzó lo dijo con un tono arisco, sus respuestas eran siempre obsequiosas, sin dejar de condescender hacia su esposa. En breve estuvieron en la sección de juguetes.
—La señora —dijo Kiyoko— sabe lo que te gusta la sección de juguetes. Por eso diría que la esperásemos aquí.
Kenzó sonrió sarcástico.
A él le gustaban los juguetes de misiles espaciales, trenes y coches. Aunque no tenía intención de comprar ninguno, empezó a preguntar a la dependienta sobre el manejo de cada uno, comprobando por sí mismo el mecanismo, por lo que Kiyoko se sintió avergonzada y tirándole del brazo lo apartó del mostrador. Continuaron andando. Ella dijo:
—A juzgar por los juguetes que te gustan, seguro que tú prefieres un niño a una niña.
—De ninguna manera. Si sale niña, bien con que sea niña. Lo que quiero es que sea pronto.
—Creo que tendremos que tener paciencia por uno o dos años.
—Por supuesto. Hay que seguir el programa sea como sea.
Los esposos habían dividido los ahorros que acumulaban asiduamente en varios proyectos que denominaban Plan X, Plan Y, Plan Z y así sucesivamente. El niño tenía que venir de acuerdo con el programa, de forma que hasta que no se realizara el Plan X debían aguantarse y aplazarlo por mucho que lo desearan. Como comprar a plazos les podía poner a veces en un aprieto, habían decidido juntar el dinero necesario para los planes A, B y C, que consistían en comprar al contado una lavadora eléctrica, un televisor y un frigorífico. Ya habían realizado los planes A y B. El Plan D era de poca monta: un ropero, cosa bastante prescindible, y siempre lo iban aplazando, sin conseguir nunca reunir la cantidad necesaria. Mientras tanto, metían la ropa en un armario empotrado. Ninguno de los dos sentía mucho interés por el vestido y les bastaba con tener algo para resguardarse del frío del invierno.
Eran tremendamente cautos para hacer una compra de consideración. Se hacían con algún catálogo, comparaban las diferentes marcas, preguntaban a la gente y cuando tenían el dinero necesario, iban a hacer su compra en algún mayorista de Okachimachi.
Pero el niño era cosa muy distinta. Se precisaba tener asegurada la vida, y ahorros suficientes, más que suficientes, para que el niño, aunque no lo tuviese todo garantizado hasta llegar a la mayoría de edad, viviese al menos en un ambiente en el que sus padres no se sintiesen avergonzados ante el mundo. Kenzó se había informado ya, preguntando a los amigos que tenían niños, de cómo no tener que gastar demasiado en leche en polvo.
Con tales minuciosos programas en perspectiva, los dos esposos despreciaban la incuria y abandono de la gente pobre. Un niño debía nacer de acuerdo con un plan, en un ambiente ideal para su crianza y educación; cuando naciera, la vida para los dos se convertiría en un sueño placentero. Los dos procuraban que este sueño no se aplazara demasiado, pero de momento se limitaban a vivir viendo las cosas con la luz que tenían inmediatamente delante de sus ojos.
Nada enfurecía tanto a Kenzó como la opinión de los jóvenes de que el Japón actual carecía de esperanzas. Kenzó no era de los que piensan profundamente sobre la vida, pero creía con fe religiosa que con tal que se respetara la naturaleza, que se fuese fiel a la naturaleza y que uno se esforzara ante la vida, el camino se abriría por sí solo. Lo primero de todo era rendir culto a la naturaleza, y el fundamento de ese culto era la intimidad conyugal. La confianza mutua entre los esposos tenía que ser la máxima fuerza que frenara la desesperación del mundo.
Como afortunadamente Kenzó estaba enamorado de Kiyoko, la fuerza para vivir con esperanzas no consistía sino en ir viviendo ateniéndose a las condiciones que la naturaleza les ofrecía. Otras mujeres le habían flirteado a veces, pero él percibía cierto olor antinatural en aceptar el placer por el placer. Prefería ponerse a hablar con Kiyoko para quejarse juntos del precio a que se estaban poniendo las verduras y el pescado.

En poco tiempo habían dado una vuelta al primer piso del almacén y estaban otra vez en la sección de juguetes. Kenzó se paró delante de una estación de platillos volantes y sus ojos se quedaron clavados en el juguete. Sobre la superficie de latón de la base se dibujaba el complicado mecanismo como a través de una ventana; giraba la luz de la torre de control. El platillo, de plástico azul, volaba siguiendo el viejo principio del molinillo volador. La estación se suponía suspendida en el espacio, porque el latón en que se apoyaba llevaba pintadas estrellas y nubes; entre las estrellas se veía también Saturno con sus anillos. Soberbio aquel cielo estival cuajado de estrellas brillantes. La superficie del latón parecía muy fría, y abandonarse a aquel cielo estrellado disiparía en un momento el calor pegajoso de cualquier noche de verano. Antes de que Kiyoko cayera en la cuenta y pudiese contenerlo, ya Kenzó había apretado con fuerza el botón en un extremo de la estación espacial. El platillo volante saltó disparado y empezó a volar girando por el salón.
La dependienta alargó sin pensar la mano y dio un grito. El platillo volante bajó dando vueltas suaves y aterrizó en la sección de pasteles, justo encima de unos senbei de un millón de yens.
—¡Nos ha tocado! —gritó Kenzó ingenuamente, corriendo hacia el sitio donde había caído el platillo, sin perderlo de vista.
—Nos ha tocado qué —dijo Kiyoko avergonzada, dándole la espalda a la dependienta y yendo hacia Kenzó.
—¡Mira! —dijo él—. Ha aterrizado aquí. Señal de buena suerte.
Los oblongos senbei donde había aterrizado el platillo tenían forma de enormes billetes de un millón de yens, pero en lugar de llevar grabada la cara del Príncipe Snótoku como en los billetes de diez mil yens, llevaban la cara de un tendero calvo. Cada paquete de celofán contenía tres senbei y costaba cincuenta yens. Como eran algo caros, Kiyoko no era partidaria de comprarlos, pero Kenzó dijo que traería buena suerte y compró un paquete. En seguida rompió el celofán, le dio un senbei a Kiyoko, empezó a roer otro y el tercero lo metió, envuelto en el celofán, en el bolso de ella.
Un sabor agridulce empapó la boca de Kenzó en cuanto su fuerte dentadura trituró un trozo del senbei. Sin vacilar, Kiyoko metió en su boca un trocito del billetazo de un millón de yens, mayor que su mano, y le dio un mordisquito de ratón.
Kenzó recogió el platillo volante y se lo devolvió a la dependienta, que lo tomó malhumorada, sin mirar, tan sólo alargando la mano.

Kiyoko tenía unos pechos turgentes, con curvatura de arco; su cuerpo era de estatura pequeña, pero bien proporcionado. Cuando caminaba al lado de Kenzó, parecía como si quisiera acogerse a su sombra. Al atravesar las calles, él la asía fuertemente del brazo, miraba a derecha e izquierda para asegurarse de que no venían coches, y la llevaba a la otra acera orgulloso de ir palpando la suculencia carnal de su esposa.
A Kenzó le gustaba sentir el vigor flexible de una mujer que aun pudiendo valerse por sí misma, prefería dejarse llevar por su marido. Kiyoko no leía los periódicos, pero era una maravilla lo bien enterada que estaba de cuanto pasaba a su alrededor. Cuando Kiyoko tomaba en sus manos un peine, pasaba la hoja del calendario, o doblaba un kimono de verano, no parecía que estuviese haciendo rutinariamente una operación diaria, sino como si su cuerpo y su corazón estuviesen intimando con aquellas «cosas» llamadas peine, calendario y kimono. Kiyoko se empapaba del mundo de las cosas como se hubiese empapado en el agua de un baño caliente.
—Vamos al parque infantil del cuarto piso para pasar el tiempo —dijo Kenzó. Ella le siguió sin contestar, y ambos tomaron el ascensor, que acababa de pararse en el primer piso. Pero al salir en el piso cuarto, ella le tiró de la correa del pantalón y dijo:
—No malgastemos el dinero. Aquí todo parece barato, pero antes de que te des cuenta, has gastado más de lo que pensabas gastar.
—¿Qué me dices? Esta noche nos está resultando muy afortunada. Y comparando con el estreno de una película, esto no nos va a costar casi nada.
—Ver el estreno de una película no tiene sentido. Con esperar un poco, se puede ver lo mismo, pero más barato.
La seriedad ante la vida de Kiyoko era encantadora. En sus labios fruncidos se había pegado algo del polvo marrón del senbei. Kenzó le dijo:
—Tienes algo de senbei pegado a la boca. Quítatelo, que está muy feo.
Kiyoko se miró en un espejo que había en una columna cercana y se quitó el polvo con la uña del meñique. Todavía le quedaban en la mano dos tercios del senbei.
Estaban a la entrada de un pabellón llamado «Veinte mil leguas de viaje submarino». Las rocas llegaban hasta el techo del salón y de taquilla servía la claraboya de un submarino parado sobre una roca del fondo del mar. Sobre la taquilla estaba escrito: «Adultos, 40 yens. Niños, 20 yens.»
—Cuarenta yens es muy caro —dijo Kiyoko, apartando la cara del espejo—. No vas a engañar a tu estómago viendo peces artificiales, y por cuarenta yens puedes comprar cien gramos de pijota o de besugo.
—Ayer vi que un trozo de pareo costaba cuarenta yens. Pero vale. Cuando roes un billete de un millón de yens, no hables como si te fueran mal los negocios.
Terminado el pequeño debate, Kenzó compró dos billetes.
—¡Has dejado que este senbei se te suba a la cabeza! —dijo Kiyoko.
—Pero no está mal de sabor. Y como tenía hambre, me sabe todavía mejor.
—Has cenado hace un rato, y otra vez estás comiendo.
Entraron y en la plataforma de la estación había parados cinco o seis cochecitos con capacidad para dos personas. Había otras tres o cuatro parejas esperando, pero los dos esposos se metieron sin remilgos en el cochecito de delante. Resultaba muy estrecho, y para caber los dos, Kenzó hubo de pasar el brazo por la espalda de su esposa.
Un hombre que hacía de revisor tocó un silbato hoscamente. El brazo de Kenzó, seco de sudor, apretó fuerte los hombros y la espalda de Kiyoko. Juntóse una piel contra la otra, formando un todo compacto, como se pliegan admirablemente las alas y élitros de ciertos insectos.
El vagoncito comenzó a sacudirse bruscamente.
—Tengo miedo —dijo Kiyoko.
Los demás vagoncitos fueron metiéndose a pequeños intervalos por un túnel de rocas. Nada más entrar, hubo un viraje rápido; el ruido de los vagones levantaba ecos en las paredes de la cueva, armando un estrépito ensordecedor.
—¡Ah! —exclamó Kiyoko, encogiendo el cuello. Un enorme tiburón pasó rozando por encima de sus cabezas, despidiendo un fulgor azulado.
Como Kiyoko se apretó contra su marido, él le dio un beso rápido. Había pasado el tiburón y el cochecito entraba de nuevo en una curva muy cerrada, pero los labios de él encontraron sin errar los de ella en medio del estruendo. Fue como un tridente que acertara a pinchar un pececillo en medio de las tinieblas. El pececillo se retorció un instante, y luego se apaciguó.
La oscuridad avergonzaba mucho a Kiyoko. A no ser por las sacudidas y el estrépito del vagoncito, se habría sentido completamente azarada. Cuando se adentró en el túnel abrazada por su marido, Kiyoko pensó que las tinieblas exponían su cuerpo desnudo a la vista y enrojeció. Aquellas densas tinieblas donde nada se veía, donde nada se podía ver, tenían una fuerza que desintegraba todo cuanto cubría su cuerpo. Ella se acordó de la oscuridad de un viejo desván donde solía jugar de niña a escondidas de sus padres.
Como una flor roja que surgiera de la oscuridad, un haz de rayos rojizos destelló delante de sus ojos y Kiyoko volvió a gritar excitada. Era la enorme boca abierta de un rape gigante, emboscado en el fondo del mar. En derredor, el coral bregaba con la luz venenosa de las algas verdinegras.
Kenzó juntó su mejilla con la de Kiyoko, que seguía apretándose contra él, y los dedos de la mano que le abrazaba los hombros empezaron a juguetear con sus cabellos. En comparación con la velocidad del vagoncito, el movimiento de los dedos era muy suave. Kiyoko comprendió que su marido no sólo disfrutaba de la diversión, sino también, y mucho más, de ella aterrorizada de la diversión.
—¿Cuándo termina esto? Tengo miedo, no me gusta —dijo Kiyoko, pero su voz no llegó a oírse, borrada por el estruendo.
El vagoncito volvió a deslizarse en medio de las tinieblas. A pesar de su terror, el corazón de Kiyoko no carecía de valentía. Mientras estuviera abrazada por Kenzó, se sentía capaz de soportar cualquier temor y cualquier vergüenza. Como ninguno de los dos había perdido la esperanza, todos sus momentos de felicidad estaban llenos de una tensión parecida a la que entonces experimentaban.
De repente, apareció ante sus ojos un enorme pulpo de un color desagradablemente barroso. Kiyoko dejó escapar otro grito y Kenzó le dio un beso rápido en la nuca. Los gigantescos tentáculos del pulpo se extendían por toda la caverna y sus ojos despedían unos rayos tremebundos.
En la curva siguiente estaba, rígido y erecto, el cadáver de un ahogado, en medio de un bosque de algas.
Por fin se empezó a vislumbrar la claridad al fin del túnel, y el cochecito redujo poco a poco la velocidad, saliendo pausado de los ecos desagradables. En el andén iluminado, el hombre con uniforme de revisor alargó la mano al asidero de delante y detuvo el vehículo.
—¿Éste es el final? —le preguntó Kenzó.
—Sí —dijo el hombre.
Kiyoko se incorporó y saltó a la plataforma. En seguida musitó al oído de Kenzó:
—¡Y pagar cuarenta yens por esto! Nos están tomando el pelo.
En la puerta de salida compararon el tamaño de los senbei de un millón de yens que habían dejado por terminar: a Kiyoko le quedaban dos tercios por comer, a Kenzó la mitad.
—¡Vaya! Lo mismo que cuando entramos. Con la emoción no hemos tenido tiempo de tomarnos el senbei —dijo Kenzó.
—Si piensas así, no tendré más remedio que darte la razón.
Pero ya los ojos de Kenzó estaban fijos en el letrero vistoso encima de otra puerta: «El país mágico.» Una decoración eléctrica giraba alrededor del letrero; los ojos asombrados de un grupo de enanitos destellaban con luz roja y verde, con sus vestiditos de dominó brillando por un polvillo de oro y plata. Incapaz de decir en seguida que quería entrar, Kenzó se apoyó en la pared y se puso a hablar mientras roía el senbei:
—Hace un rato pasamos por el aparcamiento para entrar en Nuevo Mundo. La luz nos daba en la espalda y nuestras sombras se proyectaban delante de nosotros. Entonces se me ocurrió: «Si en el medio metro que hay de separación entre tu sombra y la mía apareciese de pronto la sombra de un niño, llevándolo nosotros de la mano...» Y precisamente entonces apareció de verdad una sombra pequeñita, muy separada de las nuestras, pero a mí me pareció que por un instante pasó por en medio.
—¡Qué ocurrencia más tonta!
—Me di cuenta de que era la sombra de alguien que pasaba muy por detrás de nosotros. Y es que dos conductores jugaban tirándose el uno al otro una pelota de béisbol, y uno corría a recoger una pelota. La sombra era la suya.
—¿Sí? Pues muy pronto nos será posible ir de verdad a pasear los tres, nosotros dos y el niño.
—Y lo traeremos a un sitio como éste —dijo Kenzó señalando al letrero—. Por eso creo que conviene que antes sepamos de qué se trata.
Kiyoko vio cómo Kenzó sacaba el dinero ante la taquilla, pero esta vez no dijo nada en contra.
Tal vez fuese una hora intempestiva porque «El país mágico» estaba muy vacío. Cuando los dos entraron por un sendero, había a ambos lados flores artificiales con luz parpadeante, y se oía una caja de música.
—Cuando hagamos nuestra casa, el sendero desde la cancela hasta el zaguán será como éste —dijo Kenzó.
—¡Pero si es de muy mal gusto!
¿Qué hubieran sentido los dos de poder entrar en una casa propia? Entre sus proyectos no figuraba todavía ningún plan para hacerse una casa, pero algún día sí figuraría. Todo lo que ahora consideraban un mero sueño, en el futuro vendría como cosa natural. Y los dos, que solían ser muy realistas, esa noche se dejaban llevar de sus sueños, tal vez, como Kiyoko decía, porque estaban tomándose un senbei de un millón de yens.
Sobre una de las flores artificiales había mariposas artificiales libando. Algunas eran tan grandes como un cabás, y sus alas rojas semitransparentes estaban moteadas de lunares amarillos y negros; parpadeaban sus ojos saltones. Como toda la luz venía del suelo, las flores y yerbas de plástico estaban nimbadas de una claridad vaga, como de crepúsculo neblinoso. Lo que parecía niebla, quizás no fuese sino el polvo que se levantaba del suelo.
La sala en que entraron los dos, siguiendo la indicación de una flecha, era «La habitación inclinada». Los muebles estaban oblicuos con respecto al suelo, y al entrar con el cuerpo derecho, la sala parecía estar dotada de no sé qué discordancia maliciosa. —No quiero vivir en una casa como ésta —dijo Kenzó, apoyando la mano sobre una mesa sobre la que había un florero con tulipanes amarillos de madera. Sus palabras sonaron como el pronunciamiento de un rey. Sin que él mismo lo advirtiese, en su fuerte determinación se manifestaba como cierto privilegio a la esperanza y a la felicidad, que no admitía intrusión de nadie. No era extraño que su propia esperanza implicase también un desprecio hacia las esperanzas ajenas y que la felicidad que él buscaba no permitiese la injerencia de ningún dedo ajeno.
Sin embargo, Kiyoko sonrió viendo la figura de su joven marido, lleno por una parte de decisión, pero por otra vistiendo una camiseta deportiva y apoyando una mano sobre una mesa inclinada. Era una escena muy de familia, como si su marido se hubiera entretenido los domingos en hacerse una sala nueva y se hubiese equivocado en las medidas, saliéndole torcidas las mesas y ventanas, y al final enfadándose consigo mismo.
Kiyoko extendió los brazos como una muñeca mecánica, ladeó su cuerpo hasta ponerlo a la misma inclinación que la sala y se acercó a Kenzó diciendo:
—Puedes vivir en esta casa si haces así, como yo.
Y la cara de ella se acercó al ancho hombro izquierdo de Kenzó, manteniendo el mismo ángulo de inclinación que tenían los tulipanes del florero.
Kenzó frunció el ceño como sólo puede hacerlo un joven y sonrió levemente; dio un beso a la cara inclinada de su esposa y pegó un brusco mordisco a su senbei de un millón de yens.

Cuando los dos salieron de allí, no sin antes pasar por escaleras tambaleantes, pasillos temblorosos, puentes de madera en cuyas barandillas los ogros asomaban de pronto la cara por entre los barrotes, y otra infinidad de incongruencias, se sintieron molestos por el calor de un lugar cerrado. Kenzó, que acababa de tomarse su senbei, se metió en la boca el de Kiyoko, la cual no parecía capaz de comérselo todo entero. Luego buscó alguna salida al aire fresco de la noche. Al otro lado de una fila de caballitos de madera había una salida a un balcón.
—¿Qué hora es? —preguntó Kiyoko.
—Las nueve menos cuarto. Salgamos un poco a refrescarnos hasta las nueve.
—Se me ha secado la garganta. El senbei estaba tan seco... —dijo Kiyoko, abanicándose su blanco cuello sudoroso con la camisa azulina de Kenzó.
—Dentro de un momento podrás beber algo, ¿no?
Era fresco el aire de la noche en el balcón. Kenzó se desperezó con ganas y luego se apoyó en la baranda al lado de su esposa. Los brazos desnudos de los dos jóvenes se trenzaron crudamente con los negros barrotes de hierro, húmedos por el relente.
—¡Qué bien se está aquí! —dijo Kiyoko—. Ha refrescado más que cuando entramos.
—¡No digas tonterías! Simplemente es que estamos más alto.
Se veían allá abajo los oscuros carricoches y las atracciones de un parque infantil, a la sazón aletargado. El tiovivo había quedado un poco torcido, sus asientos desiertos expuestos al relente. A través de la estructura de hierro del «Coche de observación espacial» se veían sillas suspendidas en el aire, meciéndose dulcemente al viento.
Como contraste, había gran animación en el restaurante a la izquierda del parque infantil. A vista de pájaro contemplaron todos los rincones de dentro de la cerca del espacioso restaurante. Como en un escenario fueron apareciendo los diversos pabellones anejos, las galerías que los enlazaban, las linternas de piedra y las fuentecillas del jardín, el interior de los reservados, algunos de ellos donde las criadas, con sus cordoncillos rojos recogiéndoles las mangas del kimono, arreglaban los platos y las tacitas, otros donde bailaban unas geishas. Cada detalle se veía a la perfección. Era muy bonita la fila de farolillos rojos que colgaban de los aleros de cada pabellón, y también muy bonita la caligrafía de los letreros.
El viento se llevaba todos los sonidos; pero podía apreciarse la belleza casi mística de aquel espectáculo, impecablemente enmarcado, allá al fondo, bajo la atmósfera turbia de la noche de verano. Kiyoko reincidió en su tema romántico:
—Ese sitio será muy caro.
—¡Y tan caro! Ahí no van más que los tontos. —Te dicen que el morokyú es algo exquisito y te ponen los pepinos carísimos. ¿A cuánto?
—Quizás doscientos yens. —y diciendo esto, Kenzó tomó la camisa deportiva que Kiyoko sostenía, y empezó a ponérsela. Ella le abrochó los botones y dijo:
—Un disparate. Diez veces más caros que en la tienda. Ahora puedes comprar tres pepinos de los mejores por veinte yens.
—Muy baratos se han puesto.
—Desde hace una semana.
Como eran las nueve menos cinco, los dos se apartaron de allí y buscaron una escalera para bajar al café del tercer piso. Dos de los senbei habían desaparecido ya; el que quedaba ni siquiera cabía en el enorme bolso de Kiyoko y sobresalía un poco junto a la hebilla abierta.
La señora que los esperaba era algo impaciente, pues había venido con antelación y los estaba esperando. Se hallaban ocupadas todas las mesas desde donde podía verse la banda de jazz que actuaba entonces, pero había una libre en un rincón solitario, junto a una maceta con una datilera que debía de ser prestada; sentada en aquella mesa estaba la señora, que vestía un kimono ligero, no precisamente el atuendo más adecuado para aquel establecimiento. La señora era una mujer pequeña, machucha, con una cara bien lavada muy común entre la gente de los barrios residenciales; parloteaba mucho, gesticulando delicadamente con sus manos. Alardeaba de llevarse muy bien con la gente joven.
—Como suponía que ibais a convidarme vosotros, he pedido ya algo un poquito caro.
Y mientras lo estaba diciendo, le trajeron una gran copa compuesta, con trozos de fruta sobre el helado.
—¡Muy amable por su parte. Pero nosotros sólo queremos soda —dijo Kenzó.
La señora cogió la cucharilla, dejando tieso el meñique con una uña larga, y arremetió hábilmente con la copa, logrando sacar el helado sin derramar la fruta; al mismo tiempo empezó a hablar con su velocidad acostumbrada.
—Este sitio es muy bueno porque nadie nos puede escuchar a causa del ruido. Como os dije por teléfono, esta noche nos toca en Nakano, en una casa privada. Se trata, y no os espantéis, de una reunión de señoras casadas, antiguas compañeras de colegio. Estos días las señoras del centro saben nadar y guardar la ropa. Durante el día bien que se pasean tan modositas, pero... Han oído rumores sobre vosotros dos y os han pedido expresamente. No quieren gente ya pasadita de años, y yo les doy toda la razón. Por eso les he exigido un buen precio, que por cierto les pareció barato, y me dijeron que si lo hacíais bien, os darían una buena propina. Se ve que no tienen idea de los precios del mercado... De todas formas, vosotros hacedlo con todo esmero. No hace falta que os diga que si esta noche tenéis éxito, en el futuro os saldrán más clientes de postín. Como no abundan las parejas que se compenetran tan bien como vosotros, por ese lado me quedo tranquila, pero no me vayáis a dejar abochornada... Por lo demás, la dueña de la casa dice que nos espera en un café delante de la estación de Nakano. Después no sé a dónde nos llevará. Para que no nos enteremos del sitio de su casa, probablemente nos llevará en taxi dando rodeos por vericuetos imposibles, y aunque no creo que llegue a vendarnos los ojos, nos meterá por alguna portezuela trasera para que no veamos el letrero con el nombre del dueño de la casa. No es muy agradable que digamos, pero ellas tienen que mirar por su prestigio y la cosa no tiene remedio. Tened un poco de paciencia sobre este particular... En cuanto a mí, iré como siempre y me quedaré vigilando en la portería. Ya puede venir quien sea, que sé muy bien cómo hacerme la distraída... Bueno, ya va siendo la hora de salir. Que tengáis una buena actuación, y perdonad que os lo repita.

Ya a medianoche, Kenzó y Kiyoko, después de despedirse de la señora, habían vuelto a Asakusa. Las carteleras tenían los colores ensombrecidos bajo el cielo nublado de la noche. Como iban más cansados que de ordinario, las geta de Kenzó resonaban como si las arrastraran sobre el asfalto.
Los dos miraron de pronto a lo alto del edificio Nuevo Mundo. Ya estaban apagadas las luces de neón de la pagoda.
—¡Vaya unas clientas!—dijo Kenzó—. Es la primera vez que veo un público tan cursi.
Kiyoko asintió y siguió caminando sin contestar. El continuó:
—No eran más que una partida de viejas presumidas y chocantes.
—Sí, pero qué remedio. Hemos recibido una buena gratificación.
—¡Las bichas! Hartándose de divertir con el dinero que le birlan al marido. Cuando tú tengas dinero, no te vuelvas como esas mujeres.
—Tonto.
En medio de la oscuridad Kiyoko sonrió mostrando unos dientes blanquísimos.
—¡Una gente asquerosa! —dijo Kenzó, escupiendo. El salivazo trazó en el aire un amplio arco blanco. Luego él preguntó:
—¿Cuánto en total?
—Sólo esto —dijo Kiyoko, metiendo la mano en el bolso y sacando torpemente un manojito de billetes.
—¿Éh? ¿Cinco mil yens? Pues es la primera vez que recibimos tanto. Y la señora ha ganado en total tres mil. ¡La maldita! ¡Qué satisfacción me daría romper ahora mismo estos billetes!
Kiyoko se apresuró a quitarle de las manos el manojo de billetes, y en seguida sacó de su bolso el senbei de un millón de yens que aún les quedaba. Luego, en un tono acariciador le dijo:
—En su lugar rompe esto.
Kenzó tomó en sus manos el senbei envuelto en celofán. Arrugó el papel y lo tiró al suelo. El crujido del arrugamiento resonó limpiamente en la calle nocturna y silenciosa. Cogiéndolo con las dos manos, Kenzó se dispuso a romper el senbei de un millón de yens. La piel dulzona del senbei se le pegó en la mano. Como había pasado mucho tiempo desde que lo compraran, el senbei se había humedecido, volviéndose correoso. Se doblaba por la parte que quería partirlo; pero cuanto más se doblaba, más resistencia ofrecía. Kenzó no consiguió romperlo.

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