Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

viernes, 20 de abril de 2007

sonreía con afecto.
El actor se volvió de pronto. Durante aquellos minutos se había percatado de que Masuyama lo observaba; pero, con la displicencia que le era habitual, había continuado ocupado en sus quehaceres cotidianos.
—Estos pasajes instrumentales no son lo suficientemente largos. No digo que, si me doy prisa, no pueda recitar mi parte, pero así se estropea el conjunto.
Mangiku se refería a la música para la nueva obra que se presentaría al mes siguiente.
—¿Qué opina usted, señor Masuyama?
—Estoy de acuerdo. Usted alude, sin duda, al pasaje: «Qué lentamente muere el día en el puerto chino de Seta...»
—Efectivamente. «Qué... len...to... o... mue... re., el día...» —canturreó Mangiku marcando el compás con sus dedos delicados.
—Se lo transmitiré al caballero de la calle Sakuragi. Estoy seguro de que lo entenderá.
—¿Realmente no le importa ir hasta allí? Lamento tanto molestarlo...
Mangiku tenía la costumbre de terminar la conversación poniéndose de pie: —Ahora tengo que bañarme —dijo—, y Masuyama se hizo a un lado para dejarle paso.
Con una ligera inclinación de cabeza, el actor salió al corredor acompañado por un discípulo. Se volvió a medias hacia Masuyama y, sonriendo, saludó de nuevo. Los afeites en las comisuras de los párpados le prestaban un encanto indefinible. Masuyama sintió que Mangiku percibía su afecto.

IV

La compañía a la cual pertenecía Masuyama actuaba en el mismo teatro durante noviembre, diciembre y enero. El programa para el mes de enero ya había sido objeto de comentarios varios. Se presentaría una nueva obra de un dramaturgo moderno. El hombre, imbuido de su propia importancia, había impuesto innumerables condiciones y Masuyama debía ocuparse de complicadas negociaciones tendentes a poner de acuerdo al dramaturgo no sólo con los actores, sino, también, con los empresarios del teatro. Masuyama había sido elegido para ese trabajo por ser considerado un intelectual. Una de las condiciones impuestas por el autor era la de que la dirección de su obra fuera confiada a un talentoso joven en quien había depositado toda su confianza. Los empresarios aceptaron esta imposición, a la cual se adhirió Mangiku, sin mucho entusiasmo:
—Si este joven no está bien compenetrado con el teatro kabuki y nos exige cosas poco razonables, va a ser difícil entendernos.
Mangiku hubiera deseado confiar la dirección a alguien con más años y más madurez, lo cual también podía traducirse por un director más complaciente.
La nueva obra era una dramatización en lenguaje moderno de la novela del siglo XII: ¡Si sólo pudiera cambiarlos! El director ejecutivo de la compañía decidió entregar la producción de este nuevo trabajo a Masuyama. Este se preocupó ante la perspectiva del trabajo que tendría que realizar; pero, convencido de la calidad de la obra, decidió aceptar.
Tan pronto estuvieron listos los libretos y los papeles asignados, se efectuó una reunión preliminar en el salón de recepciones cercano al despacho del dueño del teatro. A la reunión concurrieron el director, el autor, el escenógrafo, los actores y Masuyama. Era una mañana de mediados de diciembre. La habitación estaba bien caldeada y el sol entraba a raudales por las ventanas. Masuyama siempre se sentía feliz en aquellas reuniones preliminares. Era como desplegar un mapa y proyectar una excursión: ¿De dónde saldría el ómnibus? ¿Dónde comenzarían a caminar? ¿Habría agua potable? ¿Tornarían el tren para regresar o sería mejor prever tiempo suficiente como para volver en bote?
Kawasaki, el director, llegó con retraso. Masuyama nunca había visto una obra dirigida por él, pero conocía su reputación. Kawasaki había sido elegido, pese a su juventud, para dirigir a Ibsen y a autores norteamericanos modernos en el curso del año. Tan brillante había sido el resultado que un periódico de importancia le había otorgado el premio concedido anualmente a la producción teatral.
Los demás estaban todos allí. El escenógrafo parecía no poder esperar un minuto para lanzarse de lleno a su trabajo y anotaba en un gran cuaderno las sugestiones que se le hacían mientras golpeaba frecuentemente la punta de su lápiz sobre las páginas en blanco. En determinado momento, el director de producción comenzó a criticar al director ausente. En ese instante se abrió la puerta y la secretaria hizo pasar a Kawasaki.
Parecía encandilado, como si la luz fuera demasiado fuerte para él, y, sin decir una palabra, saludó con una rígida reverencia a los demás. Era bastante alto, de rasgos marcados y viriles que trasuntaban una gran sensibilidad. Hacía mucho frío, pero sólo llevaba un impermeable fino y arrugado. Cuando se lo quitó, todos observaron su chaqueta de pana color ladrillo. El pelo largo y lacio caía, a veces, hasta la punta de su nariz, obligándolo a echarlo constantemente hacia atrás.
Este primer encuentro desilusionó a Masuyama. Suponía que un hombre como aquél, que se había destacado por sus propias condiciones, debía diferenciarse en algo del común de las gentes. Por el contrario, vestía y actuaba exactamente como el típico joven del teatro moderno.
Kawasaki aceptó la cabecera de la mesa sin declinar el honor con las excusas habituales. Fijó la mirada en su íntimo amigo, el director, y saludó con algunas palabras a los actores a medida que le iban siendo presentados. No es fácil para un nombre del teatro moderno, donde la mayoría de los actores son jóvenes, establecer contacto con los actores de kabuki, que, fuera del escenario, suelen ser, por lo general, viejos caballeros que infunden gran respeto.
Los actores se esforzaron, en el transcurso de aquella reunión preliminar, por demostrar su desprecio hacia Kawasaki. Ello, por supuesto, con grandes muestras de cortesía y sin palabras de animosidad. Masuyama observó a Mangiku, que permanecía modestamente callado, sin darse importancia ni unirse al desprecio de los demás. Masuyama sintió crecer su admiración y afecto por él.
El autor describió entonces la obra a grandes rasgos. Por primera vez en su carrera, sin contar sus actuaciones cuando niño, Mangiku iba a representar un papel masculino.
El argumento hablaba de un Gran Ministro y de sus dos hijos, varón y hembra, respectivamente. Por encontrarse sus dotes naturales en oposición con sus propios sexos, se los educa en consecuencia. El muchacho (en realidad, la joven) se transforma en General de la Izquierda y la joven (en realidad, el muchacho) llega a ser la primera cortesana en el Senyóden, el palacio de las concubinas imperiales. Pero al revelarse, más tarde, la verdad, retoman vidas más apropiadas a su sexo original. El hermano contrae matrimonio con la cuarta hija del Ministro de Derecho, y la hermana, con un Consejero, con lo cual todo termina felizmente.
Mangiku desempeñaba el papel de la chica, que era, en realidad, un hombre. Aunque era un personaje masculino, Mangiku sólo aparecería como tal en los escasos momentos de la escena final. Hasta aquel instante su interpretación de una cortesana principal en el Senyóden, sería la de un verdadero onnagata. El autor y el director coincidieron en recomendar a Mangiku que se abstuviera, especialmente en la escena final, de todo esfuerzo por demostrar que era un hombre.
El aspecto humorístico de la obra consistía en que se satirizaba la convención kabuki del onnagata. La dama de la corte sería un hombre, del mismo modo que Mangiku encarnaría su papel femenino.
—Me gustaría que usted actuara como mujer durante toda la obra—. Kawasaki se dirigió por primera vez a Mangiku y su voz tenía un timbre claro y agradable.
—Todo será, entonces, más fácil para mí.
—De ninguna manera —interrumpió Kawasaki con determinación—. No será fácil. —Había tanta fuerza en sus palabras, que sus mejillas parecieron encenderse con una luz interior. Su tono violento ensombreció los semblantes de los presentes. Masuyama buscó a Mangiku con la mirada. Éste trataba de ocultar la risa con su mano apoyada en la boca. La tensión de los demás se relajó al observar que Mangiku no se había ofendido.
—Bien —dijo entonces el autor—, les leeré el libro. Y bajando sus ojos saltones protegidos por gruesos lentes, comenzó la lectura del guión que estaba sobre la mesa.

V

Algunos días después comenzaron los ensayos parciales. Los finales tendrían lugar sólo en el corto período que mediaba entre la terminación de aquel programa y el comienzo del siguiente.
Desde el primer momento se hizo evidente que Kawasaki era un extraño entre los miembros de la compañía. No tenía el menor conocimiento de la técnica del kabuki y Masuyama se vio obligado a colocarse a su lado y a explicarle, palabra por palabra, el lenguaje del teatro kabuki. Ello hizo que Kawasaki dependiera, en todo y para todo, de él.
Al término del primer ensayo, Masuyama invitó al director a compartir un ligero refrigerio. Sabía que, en su posición, no era lo más acertado unirse con el director; pero, también, imaginaba cuánto estaba pasando por la mente de Kawasaki. Aquel joven tenía una visión bien definida de las cosas, sus aptitudes mentales eran sanas y se zambullía en el trabajo con entusiasmo. Masuyama comprendió la atracción que Kawasaki despertaba en el autor. La genuina frescura del muchacho era, de alguna manera, un elemento purificador, una cualidad desconocida en el mundo del kabuki.
Los ensayos generales comenzaron a fines de diciembre, al día siguiente de la última representación de aquel mes. Acababa de festejarse la Navidad y la excitación de fin de año en las calles podía percibirse aún a través de los cristales del vestuario y de la sala.
Habían colocado un viejo escritorio junto a la ventana en el salón de ensayos. Kawasaki y el escenógrafo estaban sentados de espaldas a ella. Masuyama se situó detrás de Kawasaki y los actores permanecieron sentados sobre el tatami a lo largo de las paredes. Cada uno fue ocupando el centro de la habitación a medida que era requerido por el ensayo. El director de escenografía les dictaba el guión cuando lo olvidaban.
La tensión no disminuía entre Kawasaki y los actores.
—Quisiera que se detuviera al decir: «Desearía ir a Kawachi y terminar con eso», y luego caminara hasta la columna de la derecha —dijo Kawasaki, dirigiéndose a uno de ellos.
—No podré ir hasta allí.
—Por favor, intente hacerlo a mi manera. —Kawasaki sonreía con esfuerzo, dejando traslucir su orgullo herido.
—Usted podrá pedirme que permanezca aquí hasta las próximas Navidades, pero no puedo hacerlo. Se supone que estoy confundido por algo. ¿Como puedo, entonces, caminar a través del escenario si estoy pensando?
A pesar de su silencio, la indignación de Kawasaki se revelaba en todos sus gestos.
Sin embargo, las cosas fueron diferentes cuando llegó el turno de Mangiku. Obedecía sin resistencia alguna cualquier indicación dada por Kawasaki, y Masuyama pensó que la preferencia de Mangiku por el papel que le tocaba en suerte desempeñar, no era tan grande como para explicar su complacencia desacostumbrada en los ensayos.
Masuyama tuvo que ausentarse de la sala cuando Mangiku, después de haber terminado su escena en el primer acto, volvió a su sitio junto a la pared. Cuando retornó, observó que Kawasaki, echado sobre el escritorio y sin siquiera apartar el mechón de pelo que le caía sobre el rostro, seguía el ensayo con un furor contenido que hacía temblar sus hombros bajo la chaqueta de pana.
Masuyama tenía a su derecha una pared blanca sólo interrumpida por una ventana a través de la cual se podía contemplar un globo meciéndose en el viento y luciendo una propaganda navideña. Las espesas nubes invernales parecían estar dibujadas con tiza contra el azul pálido del cielo. Masuyama observó un altar a Inari y un pequeño torü bermellón en el techo de un viejo edificio cercano. Mangiku estaba sentado al estilo japonés, contra el muro. El libreto yacía abierto sobre sus rodillas y las líneas de su kimono verde grisáceo estaban perfectamente derechas. Desde su sitio no podía contemplar íntegramente la fisonomía de Mangiku; pero sus ojos permanecían tranquilos y su gentil mirada se fijaba en Kawasaki sin distracciones.
Masuyama se estremeció. Ya había entrado en la sala de ensayos, pero era tarde.

VI

Aquel mismo día, Masuyama fue llamado al camarín de Mangiku. Cuando inclinó la cabeza para pasar entre las cortinas de la entrada, sintió una extraña sensación de rechazo. Mangiku lo saludó sonriente desde el almohadón púrpura en el que estaba recostado. Le ofreció unas tortas con las que lo habían obsequiado visitantes recientes.
—¿Qué opina del ensayo de hoy?
La pregunta sorprendió a Masuyama. No era habitual en Mangiku pedir opiniones sobre tales temas.
—Si las cosas continúan así, pienso que la obra será un éxito.
—¿Cree usted? El señor Kawasaki me da muchísima pena. La cosa es muy dura para él. La forma arbitraria como lo han tratado me ha puesto nervioso. Usted habrá notado que hice lo posible por seguir las indicaciones del señor Kawasaki. De todos modos, aquélla era la forma en que yo hubiera interpretado mi personaje, y pensé facilitar así las cosas. Como no puedo dar directivas a los demás, espero que lo intuyan si me ven hacer exactamente lo que se me indica. Ellos saben lo difícil que soy generalmente. Es lo menos que puedo hacer para proteger al señor Kawasaki. Sería una pena que nadie colaborara cuando él se esfuerza tanto.
Masuyama no sintió ninguna particular emoción al escuchar aquellas palabras. Era bastante probable que ni el mismo Mangiku advirtiera que se había enamorado. Estaba acostumbrado a describir el amor en una escala mucho más heroica. Por otra parte, Masuyama consideraba que aquellos sentimientos —o como se los llamara— que se habían despertado en el corazón de Mangiku, eran bastante impropios. Esperaba del actor un despliegue de emociones mucho más transparente, artificial y estético.
Contra su costumbre, Mangiku estaba sentado con displicencia, lo cual impartía cierta languidez a su delicada figura. El espejo reflejaba su nuca recién afeitada y las flores púrpura dispuestas en el recipiente cloisonné.
Cuando los ensayos pasaron del salón al escenario la desesperación de Kawasaki se volvió patética. Invitó a Masuyama a un bar de las cercanías, transmitiéndole, al mismo tiempo, la sensación de que sus días estaban contados. Masuyama no pudo acudir de inmediato; pero cuando, dos horas después, llegó hasta aquel bar, Kawasaki aún lo esperaba. Había bebido abundantemente y estaba muy pálido. Pertenecía a la categoría de aquellos que palidecen cuando beben.
Al entrar en el bar, Masuyama advirtió su rostro ceniciento y presintió que el joven se había echado encima una carga espiritual demasiado pesada para él.
Masuyama y Kawasaki vivían en mundos diferentes. La cortesía no era un motivo suficiente como para que la angustia y la incertidumbre de Kawasaki recayeran en los hombros de Masuyama.
Como era de esperar, Kawasaki se extendió en afables improperios, acusándolo de ser un espía doble. Masuyama recibió sus palabras con una sonrisa. Sólo tenía cinco o seis años más que Kawasaki pero tenía una profunda confianza en sí mismo. No era por falta de integridad moral que Masuyama se mostraba indiferente a los chismes que, entre bambalinas, recaían sobre él. Su lugar en la jerarquía kabuki estaba ya asegurado y su indiferencia sólo demostraba que no quería manifestarse con una sinceridad que podría llegar a destruirlo.
—Estoy cansado de todo este asunto —suspiro Kawasaki—. Cuando se levante el telón la noche del estreno, me sentiré feliz y habrá llegado el momento de desaparecer. Los ensayos finales comienzan mañana. Me siento tan disgustado que creo no poder aguantar más. Éste es el peor trabajo que me ha tocado nunca. ¡He llegado al límite y nunca más me comprometeré ¡ con un mundo tan diferente al mío!
—Pero ¿acaso no lo imaginaba? —la voz de Masuyama resonó fríamente—. Después de todo, el kabuki no es lo mismo que el teatro moderno.
Las palabras de Kawasaki resultaron sorprendentes: —Mangiku es el peor de todos. Realmente no me gusta nada. Nunca más trabajaré en una obra en la que él intervenga —Kawasaki observaba las espirales de humo contra el cielo raso como si se tratara de los rasgos de algún enemigo invisible.
—Yo no diría eso. Me pareció que se esforzaba por cooperar.
—¿Qué puede hacerle pensar tal cosa? No hay nada bueno en él. No me molesta demasiado que los otros actores no me escuchen durante los ensayos o traten de intimidarme o, también, de sabotear mi trabajo. Pero Mangiku es peor de cuanto puede imaginarse. Me mira fijamente con esa extraña mueca en la cara y, en el fondo, se mantiene inalcanzable y me trata como a un tonto ignorante. Por eso lo hace todo tal como yo se lo ordeno. Es el único que obedece mis instrucciones y ello me enoja aún más. Adivino lo que piensa: «Si así quiere hacer las cosas, no me opondré, pero quedo libre de toda responsabilidad por lo que pueda suceder durante la representación...» Esta es la razón por la cual me mira sin decir una sola palabra. Es el peor sabotaje que conozco.
Masuyama escuchaba, atónito, pero se abstuvo en aquel momento de relatar la verdad a Kawasaki. Era evidente que el joven se sentía desconcertado frente a un mundo en el cual se había sumergido. De conocer los sentimientos de Mangiku los hubiera interpretado como una burla más. Aun con todos sus conocimientos teatrales, sus ojos eran demasiado inocentes y no podía detectar la presencia estética y oscura que acechaba tras el texto.

VII

Llegó el Año Nuevo y, con él, la noche del estreno.
Mangiku estaba enamorado. Sus sagaces discípulos fueron los primeros en comentarlo. Masuyama, asiduo visitante en el vestuario de Mangiku, lo intuyó inmediatamente.
Mangiku estaba sumergido en su amor como un gusano de seda en su capullo, listo para convertirse en mariposa. El camarín se había convertido en el capullo de su amor. Mangiku era de naturaleza abstraída, pero el contraste con la algarabía reinante en todos lados con ocasión del Año Nuevo confería a su vestuario un toque especialmente solemne.
Al pasar frente al camarín la noche del estreno, Masuyama encontró las puertas abiertas de par en par y decidió echar una ojeada allí. Mangiku estaba de espaldas, sentado frente al espejo, envuelto en su ropaje. Esperaba la señal para comenzar.
Masuyama observó el azul lavanda del vestido del actor, la suave línea de los hombros empolvados, semidescubiertos, y al peluca negra, brillante como laca. En medio del camarín desierto, Mangiku parecía una mujer absorta en la tarea de hilar. Estaba tejiendo su amor y así continuaría para siempre con la mente ausente.
Masuyama comprendió intuitivamente que aquel arnor onnagata había nacido del teatro. El escenario donde el amor gritaba y lastimaba formaba parte de su vida. La música que celebraba las sublimes elevaciones del amor, sonaba constantemente en los oídos de Mangiku y cada gesto exquisito de su cuerpo era usado para expresarlo. En Mangiku no había nada ajeno al amor. Los dedos de sus pies enfundados en tabi blancos, los atractivos colores del doblez de su kimono, que apenas podía verse por las aberturas de las mangas, el largo cuello de cisne. Todo estaba al servicio del amor.
Masuyama pensó que Mangiku encontraba una guía para su amor en las grandiosas emociones de los papeles que desempeñaba en escena. Un actor común puede enriquecer sus actuaciones infundiéndoles las emociones de la vida real. Mangiku no lo hacía así. Al enamorarse, las heroínas trágicas como Yukihime, Omiwa e Hinaginu, corrían en su ayuda. Sin embargo, el pensar en Mangiku enamorado hizo retroceder a Masuyama.
Aquellas emociones sublimes que Mangiku evocaba con su presencia en el escenario, encerrando su sensualidad en heladas llamaradas, no tenían asidero en la vida real. El objeto de tantas emociones no era sino un ignorante respecto al kabuki, un director joven y talentoso, de aspecto común, cuya única justificación para motivar el amor de Mangiku consistía en ser un extraño en aquellas comarcas, un joven forastero que pronto desaparecería del mundo del kabuki para no regresar.

VIII

¡Si tan sólo pudiera cambiarlos! fue bien recibida. Pese a su anunciada promesa de desaparecer del teatro después del estreno, Kawasaki iba allí todos los días a quejarse de la representación, a vagar por los pasajes subterráneos del escenario o a tocar con curiosidad los mecanismos de la puerta-trampa o del Hanamichi. Masuyama pensó que aquel hombre tenía algo de niño.
Las críticas de los diarios alabaron a Mangiku. Masuyama se encargó de mostrárselas a Kawasaki, que frunció la boca como un chico caprichoso: —Son todos buenos actores, pero parece que no hubo ninguna dirección.
Naturalmente, Masuyama no repitió aquellas ásperas palabras a Mangiku y Kawasaki mismo se comportó de la mejor manera posible cuando se encontró con el actor. A Masuyama le irritaba que Mangiku, quien era totalmente insensible para detectar los sentimientos de los demás, no hubiera averiguado, no obstante, si Kawasaki advertía su buena voluntad. Por otra parte, Kawasaki también era insensible a los sentimientos ajenos. Tenía aquel rasgo en común con el actor.
Una semana después del estreno, Masuyama fue llamado al camarín de Mangiku. Algunos amuletos provenientes del altar donde se postraba para adorarlos y varias golosinas navideñas estaban diseminados sobre la mesa. Las confituras se distribuirían después entre sus discípulos. Mangiku hizo que Masuyama aceptara algunos dulces. Aquella era una señal de buen humor.
—El señor Kawasaki estuvo aquí hace un momento —dijo.
—Sí, lo he visto salir.
—Me pregunto si aún se encuentra en el teatro...
—Supongo que se quedará hasta que finalice la obra.
—¿No dijo si, luego, tenía algún compromiso?
—No he escuchado nada en tal sentido.
—Entonces, quisiera pedirle un favor...
Masuyama adoptó la expresión más compuesta que pudo:
—¿Cuál es?
—Esta noche, cuando termine la representación... En fin, esta noche... —las mejillas de Mangiku se encendieron y su voz sonó más clara y aguda que de costumbre—... cuando termine la representación me gustaría cenar con él. ¿Le molestaría preguntarle si tiene algún compromiso?
Masuyama asintió.
—¿Hago mal en pedirle una cosa así? —los ojos de Mangiku dejaron de errar a la deriva y trataron de leer la expresión de Masuyama. Parecía desear que Masuyama se turbara.
Apenas Masuyama penetró en el hall, se encontró con Kawasaki que venía en dirección contraria. Este encuentro casual en medio de la gente que colmaba el hall durante el entreacto, parecía una maniobra del destino.
El aspecto de Kawasaki no era acorde con la atmósfera festiva que prevalecía en el recinto. El aire ligeramente altanero que adoptaba habitualmente el joven, parecía ridículo en medio del murmullo de una multitud de sólidos ciudadanos vestidos para la ocasión con sus trajes dominicales.
Masuyama llevó a Kawasaki hasta un rincón y le transmitió la invitación de Mangiku.
—¿Qué puede querer de mí? —se preguntó el joven—. ¡Cenar juntos! Tiene gracia. No existe ninguna razón para no aceptar, pero no veo el motivo de una reunión de esta clase.
—Supongo que deseará hablarle de la obra.
—Ya dije todo cuanto tenía que decir al respecto.
En aquel momento, un deseo injustificado de dañar al prójimo, una emoción siempre asociada en el escenario con villanos menores, brotó en el corazón de Masuyama sin que él lo advirtiera. Ni siquiera tomó conciencia de que estaba actuando como un personaje de ficción.
—A lo mejor, ésta es la oportunidad para decirle, sin escatimar palabras, todo cuanto piensa al respecto.
—En fin...
—Quizás no tenga coraje como para hablarle francamente...
Las palabras de Masuyama hirieron al joven en su amor propio: —Está bien. Acepto. Durante estos meses supe que, tarde o temprano, tendría la oportunidad de aclarar las cosas con él.
Mangiku aparecía en la última parte del programa y no quedaba en libertad sino al finalizar todo el espectáculo. Por lo general, los actores suelen, al terminar su actuación, cambiarse de prisa y dejar el teatro precipitadamente, pero Mangiku no daba muestra de impaciencia mientras terminaba de vestirse y cubría su kimono con una capa y una bufanda de colores apagados. Esperaba a Kawasaki.
Éste llegó finalmente, y, sin molestarse en sacar las manos de los bolsillos de su sobretodo, saludó brevemente a Mangiku.
El discípulo que siempre acompañaba a Mangiku como su «doncella», apareció de pronto con aires de anunciar una gran calamidad:
—Está nevando —informó apesadumbrado.
Mangiku alzó la capa hacia sus mejillas:
—Necesitaremos un paraguas para llegar hasta el coche —dijo.
Masuyama los acompañó hasta la salida de artistas. El portero había acomodado allí los zapatos de Mangiku junto a los de Kawasaki. Bajo la fina nevada, el discípulo-doncella mantenía abierto el paraguas.
La nieve era tan transparente que costaba distinguir sus copos contra la pared de cemento oscuro.
Mangiku hizo una reverencia a Masuyama:
—Nos vamos.
La sonrisa de sus labios podía distinguirse vagamente bajo la bufanda. Se volvió hacia su discípulo:
—Yo llevaré el paraguas. Preferiría que avisara al chófer que ya estamos listos.
Mangiku sostenía el paraguas sobre la cabeza de Kawasaki. Mientras caminaban uno junto al otro, algunos copos de nieve volaron a su alrededor.
Masuyama los vio alejarse. Mangiku, envuelto en su capa y Kawasaki con las manos en los bolsillos del sobretodo. Fue como si un paraguas grande, negro y húmedo se abriera ruidosamente dentro de su corazón. La ilusión que sintiera Masuyama de muchacho al ver actuar a Mangiku, había permanecido intacta aún después de haber integrado el kabuki. En aquel instante se quebró en mil pedazos como una delicada pieza de cristal.
—Por fin sé lo que es una verdadera desilusión —pensó—. Hasta podría abandonar el teatro...
Pero Masuyama sabía que, junto a la desilusión, le estaba invadiendo un nuevo sentimiento: los celos. Y le aterró pensar hasta dónde lo conduciría aquello.

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