Este blog esta dedicado a todos los amantes de Yukio Mishima

viernes, 20 de abril de 2007

confeccionarse algunos sombreros a la última moda, pero no le quedó tiempo para ello. Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares. El zumbido y el mecánico andar de la aguja aventajaron a cualquier otra melodía como la de sus altos y bajos emocionales.
¿Cómo no lo había intentado antes? Aquella ayuda llegaba ahora en un momento en el que su corazón ya no tenía la fortaleza de tiempo atrás. Un día se pinchó un dedo, y al ver brotar la sangre se atemorizó profundamente. Asociaba el dolor a la muerte.
Pero el temor fue seguido por una emoción diferente de las anteriores. Si tan trivial incidente podía provocar la muerte, ¿no sería quizás aquélla una respuesta a sus oraciones? Pasó horas y horas frente a la máquina que, sin embargo, era el instrumento más seguro del mundo. Ni siquiera la rozaba.
Aún ahora se sentía insatisfecha. A la espera de algo. Masaru se desentendió de aquella vaga búsqueda y pasaron todo un día sin dirigirse la palabra.

Se aproximó el invierno. La tumba estaba pronta y las cenizas enterradas.
En la soledad del invierno se piensa con nostalgia en el verano. Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta. Y, sin embargo, lo sucedido parecía algo extraído de una obra de ficción. No cabía duda, tampoco, que junto a la chimenea encendida todo toma un aire de irrealidad.
Hacia mediados del invierno, Tomoko dio muestras de estar embarazada. Por primera vez el descuido había reivindicado sus naturales derechos. Nunca habían tomado tantas precauciones. Parecía extraño que el niño pudiera nacer normalmente. Lo natural hubiera sido perderlo.
Todo iba bien. Trazaron una línea divisoria con los recuerdos. Tomando coraje del niño que llevaba en sus entrañas, Tomoko tuvo por primera vez la fuerza de admitir que su dolor había terminado. No hizo sino reconocer un hecho concreto.
Tomoko intentó comprender. Sin embargo, es difícil interpretar los hechos cuando están aún a nuestro alcance. El entendimiento llega más tarde. Es entonces cuando se analizan las emociones; se efectúan las deducciones y todo tiene una posible explicación. Mirando atrás, Tomoko no podía sino sentirse insatisfecha frente a sus incongruentes sentimientos. No cabía duda de que el descontento permanecería en su corazón durante un lapso mucho más prolongado que el dolor mismo. Pero no era posible volver atrás e intentarlo todo de nuevo.
Se negó a ver falla alguna en sus reacciones. Era una madre y, por otra parte, no podía enfrentarse con dudas sobre su comportamiento.
Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.
El olvido llegó, inadvertidamente, cuando nadie lo esperaba. Logró filtrarse por un ínfimo intersticio e invadió el organismo como un germen invisible, abriéndose paso lenta pero seguramente. Tomoko atravesaba inconscientes presiones como cuando uno se resiste a un sueño. Rechazaba el olvido y se decía que aquél provenía de la fuerza transmitida por el nuevo hijo que había concebido. Pero el niño sólo ayudaba.
Los contornos del incidente iban diluyéndose lentamente, mitigándose y esfumándose por su propio desgaste.
En una oportunidad Tomoko había observado en el cielo de verano una espantosa imagen marmórea que se había disuelto, luego, en una nube. Los brazos caían, la cabeza se volvía invisible y la larga espada que llevaba en la mano se precipitaba al vacío. La expresión de aquel rostro pétreo era suficiente como para erizarle los cabellos a cualquiera. Finalmente se había borrado para desaparecer totalmente.
Un día encendió la radio y sintonizó un serial que hablaba de una madre que había perdido a su hijo. Tomoko se, asombró de la velocidad con que dispuso su ánimo para el pesar. Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.
Ahuyentaba las oscuras ondas de emoción que eran susceptibles de dañar al niño. Quería preservar su equilibrio interior. Y se sentía más complacida al seguir los dictados de cierta higiene mental que de someterse a insidiosas formas de olvido. Por encima de toda otra cosa, se sentía libre. Pese a todas las limitaciones, había salido de su cárcel. Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.
Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrimas en los funerales o en el transcurso de las visitas al cementerio. Creyó que, en su magnanimidad, había logrado olvidarlo todo.
Cuando, por ejemplo, al llegar la primavera, llevó a Katsuo hasta una plaza vecina, ya no pudo experimentar, aun intentándolo, el desgarramiento que la hubiera atenazado después de la tragedia, al ver a otros niños jugando en la arena. Aquellos niños podían vivir en paz. Tomoko los había perdonado. O al menos así lo creía ella.
Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre.
El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?
La tragedia brillaba a lo lejos como una luz en la montaña. Resplandecía con mayor o menor intensidad como el faro de Cabo Tsumeki, al sur de A. Beach. Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público. Así como un faro brilla sobre las playas y en la blanca espuma de la rompiente junto a solitarios acantilados durante las largas noches, del mismo modo la tragedia se reflejaba en la compleja vida cotidiana que los rodeaba. La gente aprendería la lección. Una vieja y simple enseñanza que los padres deben llevar grabada en la mente: «Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»
No se trataba, desde luego, de que Masaru y Tomoko hubieran sacrificado a una hermana y a dos hijos para impartir una enseñanza. Sin embargo, la pérdida de aquellas tres vidas no había servido para otra cosa. Y, a veces, una muerte heroica tampoco produce algo más.
El cuarto hijo de Tomoko fue una niña nacida hacia el fin del verano. Su felicidad no tuvo límites. Los padres de Masaru llegaron de Kanazawa para conocer a su nueva nieta, y mientras permanecieron en Tokio, Masaru los llevó hasta el cementerio.
Llamaron a la niña con el nombre de Momoko. Madre e hija se encontraban bien. Tomoko sabía cómo cuidar de la pequeña y Katsuo no ocultaba su alegría de tener nuevamente una hermana.

Corría el verano siguiente. Dos años habían pasado desde el accidente y uno desde el nacimiento de Momoko.
Tomoko sorprendió a Masaru anunciándole que deseaba ir a A. Beach.
—¿No habías dicho que jamás volverías allí?
—Quiero ir.
—Qué extraña eres. Yo no siento el menor deseo de hacerlo.
—¿Sí? Bueno, no hablemos más del asunto.
Permaneció cavilosa durante dos o tres días y, finalmente, dijo: —Me gustaría ir.
—Hazlo por tu cuenta.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tendría miedo.
—¿Para qué quieres ir a un sitio que te inspira temor?
—Quiero que vayamos todos allí. Nada hubiera sucedido si tú hubieras estado con nosotros. Quiero que vengas.
—Es imposible prever lo que puede suceder si te quedas por mucho tiempo. Yo no dispongo más que de cortas vacaciones.
—Con una noche será suficiente.
—Pero, es un sitio tan apartado y de acceso difícil...
Nuevamente preguntó a Tomoko qué motivaba su decisión. Ella repuso que no lo sabía. Luego, Masaru recordó una de las claves de las novelas policiacas a las cuales era tan afecto: el asesino vuelve siempre al escenario del crimen, pese a todos los riesgos que ello implica. Un extraño impulso llevaba a Tomoko a retornar al sitio donde habían muerto sus hijos.
Tomoko insistió por tercera vez, sin demasiada apremio, en el mismo tono monótono en que lo hiciera desde el comienzo, y Masaru decidió tomarse dos días de vacaciones, evitando las multitudes de los fines de semana.
El Eirakusö era la única hostería en A. Beach. Reservaron habitaciones en el extremo más alejado de las que ocuparan anteriormente. Como siempre, Tomoko se negó a viajar en el auto con su esposo en compañía de los niños. Tomaron, pues, un taxi en Itó.
Era el apogeo del verano. Junto a las casas que bordeaban el camino, los girasoles parecían hirsutas melenas de león. El taxi echaba tierra en sus honestas y francas caritas, pero los girasoles no parecían molestarse por ello.
Cuando divisaron el mar, Katsuo prorrumpió en gritos de júbilo. Tenía cinco años ahora y hacía ya dos que no iba a una playa.
Hablaron poco en el trayecto. El taxi se sacudía en forma tal que resultaba imposible mantener una conversación. De vez en cuando, Momoko decía algo que todos comprendían. Katsuo procedió a enseñarle la palabra «mar» y la pequeña señalaba hacia el otro lado fas rojas montañas murmurando «mar».
A Masaru se le antojó que Katsuo estaba enseñándole una palabra colmada de desventuras.
Llegaron al Eirakusö y el mismo gerente se precipitó a saludarlos. Masaru le deslizó una propina. Recordaba demasiado bien cuánto temblaba su mano con aquel otro billete de mil yens.
La hostería parecía tranquila. Aquél era un mal año. Masaru comenzó a recordar cosas y se volvió irritable. Reprendió a su mujer frente a los niños: —¿Qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Recordando cosas que desearíamos olvidar? ¿Cosas que habíamos logrado superar? Hay por lo menos cien lugares diferentes a los que podíamos haber ido en este primer veraneo con Momoko. Trabajo demasiado como para que me arrastren a viajes estúpidos.
—¿Pero no estabas de acuerdo en venir?
—Tú me obligaste a hacerlo.
El césped se doraba bajo el sol de la tarde. Todo estaba exactamente igual que dos años atrás. Una malla azul, verde y roja se secaba en la hamaca blanca. Dos o tres tejos desaparecían entre la hierba. Allí donde había reposado el cuerpo de Yasue, el césped tenía una tonalidad algo más oscura. Los rayos del sol parecieron, a través de las ramas, reproducir el verde ondular del traje de baño de Yasue. Masaru no sabía que allí habían depositado el cuerpo de su hermana. Sólo Tomoko sufrió aquella alucinación. Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. Para él y para los demás huéspedes, reflexionó Tomoko.
Su esposa guardaba silencio y Masaru estaba cansado de reñirla. Katsuo descendió al jardín y arrojó un tejo por el césped. Se agachó para ver hasta dónde llegaba. El tejo rebotó desganadamente entre las sombras, tomó súbito impulso y, por fin, cayó. Katsuo lo observaba sin moverse. Pensaba que quizás siguiera andando.
Las cigarras canturreaban, y Masaru, ahora silencioso, sintió cómo el sudor mojaba su cuello. Recordó sus deberes de padre: —Vamos a la playa, Katsuo.
Tomoko alzó a su hija y los cuatro se dirigieron a través del cerco hacia el bosquecillo de pinos. Las olas salpicaban la playa. Masaru caminó por la arena ardiente con zuecos prestados por el administrador de la hostería.
No había ninguna sombrilla y no más de veinte personas ocupaban la playa que comenzaba detrás de las rocas.
Permanecieron en silencio a la orilla del mar.
Aquel día también había grandes racimos de nubes. Parecía imposible que una masa tan cargada de luz pudiera mantenerse en el aire. Frente a las pesadas nubes del horizonte, otras, más livianas, flotaban en el espacio como abandonadas allí por una escoba. Aquellas más bajas parecían sostener alguna cosa. Excesos de luz y sombra velaban una oscura forma arquitectónicamente delineada como si fuera una melodía.
Debajo de las nubes avanzaba el mar, más amplio e inmutable que la tierra. Ésta nunca parece adueñarse del mar aun en sus bahías. El agua todo lo invade.
Las olas llegan, se rompen y se retiran. Su estruena do es como la intensa tranquilidad del sol de estío. Apenas un ruido. Más bien un silencio ensordecedor. Una lírica transformación de las olas, ondas que bien podrían llamarse luz, irrisión de las mismas olas... Ondas que llegan hasta sus pies y se retiran.
Masaru observó de reojo a su esposa.
Tomoko contemplaba el mar. La brisa agitaba su pelo y el sol no parecía desalentarla. Su mirada húmeda tenía algo regio. Los labios se apretaban en una fina línea, y en sus brazos llevaba a la pequeña Momoko, a quien un sombrerito de paja protegía de los rigores del sol.
Masaru recordaba haberle visto aquella expresión. Desde el accidente eran muchas las veces en que el rostro de Tomoko parecía no pertenecerle y trasuntaba la espera de algo que debería acontecer.
—¿Qué esperas? —quiso preguntar él en tono liviano. Pero no pudo pronunciar palabra. Pensó que lo sabía sin necesidad de preguntar nada.
Apretó con fuerza la mano de Katsuo.

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