acostumbrado a esta rutina y, en consecuencia, su cuenta en materia de alimentos en la Casa del Laurel, había disminuido notablemente.
El Ginza estaba casi desierto cuando las dos geishas comenzaron a caminar hacia la Casa Yonei en Shimbashi.
Kanako señaló el cielo que se vislumbraba sobre el techo de un Banco cuyas ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes:—Tenemos suerte con el tiempo, ¿no es cierto? Hoy hasta se podría ver a un hombre en la Luna.
Los pensamientos de Koyomi estaban concentrados en su estómago. Su primera reunión había tenido lugar en lo de Yonei y, la última, en lo de Fuminoya. Sólo en aquel momento caía en la cuenta de que había sido un error no cenar en lo de Fuminoya antes de marcharse. Había tenido que salir precipitadamente rumbo a la Casa del Laurel y el tiempo había resultado escaso. Tendría que reclamar su cena en lo de Yonei, en la misma cocina donde había comido horas antes. Este pensamiento la apesadumbró.
Sin embargo, la ansiedad de Koyumi se disipó tan pronto como hubo puesto un pie dentro de la cocina. Masako, la muy cuidada hija de la dueña del lugar, las aguardaba en la puerta. Llevaba, efectivamente, el kimono con tréboles que sus fantasías le habían adjudicado. Al ver a Koyumi, dijo con gran tacto: —No las esperaba tan pronto. No tenemos prisa. ¿Por qué no entran y comen algo antes de irse?
La cocina estaba en desorden, colmada de sobras de las fiestas de la noche. Enormes pilas de platos y bols brillaban a la luz de las lamparillas sin pantalla. Masako estaba de pie, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Ocultaba la luz con su cuerpo y su rostro permanecía en la sombra. Koyumi se alegró que aquella circunstancia no revelara la expresión de alivio que le había provocado la invitación de Masako.
Mientras Koyumi se instalaba frente a su cena, Masako llevó a Kanako hasta su cuarto. De todas las geishas que frecuentaban la Casa Yonei, era ella con quien más congeniaba. Tenían la misma edad, habían concurrido a la misma escuela primaria y su belleza era muy semejante. Pero, por encima de estas razones, lo cierto es que Kanako realmente le gustaba.
Kanako era tan modesta que parecía lista para ser arrebatada por la más ligera brisa. Sin embargo, había acumulado toda la experiencia necesaria y una palabra dicha por ella como al descuido, traía enormes beneficios a Masako. La alegre Masako era, por el contrario, tímida y aniñada en todo lo referente al amor. Su puerilidad era de todos conocida y su madre estaba tan segura de la inocencia de la muchacha, que el kimono con tréboles no había despertado sus sospechas.
Masako estudiaba en la Facultad de Artes de la Universidad de Waseda. Siempre había sentido profunda admiración por R, el actor de cine. Esta pasión no había hecho sino aumentar desde el día en que el actor visitara la Casa Yonei.
Su habitación estaba atiborrada con fotografías del astro y había encargado un jarrón esmaltado con su foto junto a él obtenida en ocasión de tan memorable visita. Se destacaba sobre su escritorio, siempre lleno de flores.
Kanako se sentó y dijo: —Hoy dieron a conocer el reparto. —Frunció su boca en un mohín.
—¿Ah, sí?—Apenada por Kanako, Masako fingió no estar enterada del asunto.
—No he conseguido más que un pequeño papel. Nunca lograré algo mejor. Es como para descorazonarme. Me siento como una chica que, en un espectáculo musical, permanece año tras año en el coro.
—Estoy segura de que el año que viene te darán un buen papel.
Kanako sacudió la cabeza: —Mientras tanto, envejezco. Sin siquiera advertirlo, pronto seré como Koyumi.
—No seas tonta. Todavía te faltan veinte años.
Aquella noche no hubiera sido apropiado, para ninguna de las jóvenes, mencionar, en el curso de la conversación, el objeto de sus plegarias elevadas al cielo. Pero, aun sin preguntarlo, todas lo sabían. Masako deseaba una aventura con R.; Kanako un buen protector, y ambas no dudaban de que Koyumi pedía dinero.
Estaba claro que sus plegarias tenían diferentes objetivos todos ellos muy razonables. Si la Luna no se los otorgaba, sería el astro, y no ellas, quien fallaría. Sus esperanzas se reflejaban simple y honestamente en sus rostros y eran deseos tan humanos que cualquiera que contemplara a aquellas tres mujeres caminando a la luz de la luna, no podría dudar de que el astro de la noche reconocería su sinceridad y respondería a sus plegarias.
—Vendrá alguien con nosotros esta noche—anunció Masako.
—¿Quién?
—Una sirvienta. Se llama Mina y ha llegado del campo hace un mes. Le dije a mi madre que no quería que viniera conmigo, pero Mamá insistió en que se quedaría preocupada si no enviaba a alguien para acompañarme.
—¿Cómo es?—preguntó Kanako.
—Ya la verás. Es, lo que podríamos llamar, bien desarrollada
En aquel momento Mina entreabrió las puertas corredizas ubicadas tras ellas y asomó la cabeza.
—Ya te he dicho que cuando abras las puertas corredizas, deberás, primero, arrodillarte, y luego, abrirlas. —El tono de Masako era altanero.
—Sí, señorita.
Kanako contuvo la risa frente a la aparición de la muchacha que llevaba un vestido entero hecho con retazos y parches de tela de kimono. Sus cabellos se rizaban en una apretada permanente y unos brazos extraordinariamente morenos asomaban de sus mangas y rivalizaban con el colorido de su rostro. Las mejillas abultadas aplastaban sus rasgos abotagados y sus ojos parecían dos ranuras. Aun cuando cerrara la boca, sus dientes irregulares y prominentes se ingeniaban para aparecer entre los labios. Resultaba difícil descubrir en aquel rostro expresión alguna.
—¡Un buen guardaespaldas! —murmuró Kasako al oído de su amiga.
Masako adoptó un tono severo: —Vuelvo a repetir lo que ya os he dicho antes. En cuanto salgamos de esta casa, ya no podréis abrir la boca, pase lo que pase, hasta que hayamos cruzado los siete puentes. Una sola palabra y no obtendréis lo deseado. Si alguien conocido nos habla, mala suerte. Sin embargo, no creo que exista ningún peligro en ese sentido. Algo más. No podéis usar dos veces el mismo camino, y es menester que nos limitemos a seguir a Koyumi, quien lo dirigirá todo.
Masako había tenido que presentar en la Universidad una monografía sobre Marcel Proust pero, en lo referente a cuestiones de esta naturaleza, la moderna educación recibida en la escuela no le hacía mella alguna.
—Sí, señorita —contestó Mina, de quien no podía saberse si había comprendido o no.
—Como tienes que venir de todos modos, también puedes formular un deseo. ¿Has pensado en algo?
—Sí, señorita —y una sonrisa se extendió lentamente por su rostro.
—¡Bueno, bueno, parece que reacciona como todo el mundo!—comentó Kanako.
En aquel momento apareció Koyumi, palmeándose alegremente el estómago:—Ya estoy lista—anunció.
—¿Has elegido buenos puentes? —preguntó Masako.
—Comenzaremos con el puente Miyoshi. Como pasa sobre dos ríos, ¡cuenta como dos puentes! ¿No es cierto que eso facilita las cosas? Si se me permite decirlo, apuntaré que esta elección significa una gran muestra de inteligencia de mi parte.
Sabiendo que una vez afuera ya no podrían pronunciar una sola palabra, las tres mujeres comenzaron a hablar en voz alta y todas al mismo tiempo como para desquitarse del obligatorio silencio que luego deberían guardar. La conversación prosiguió hasta llegar a la puerta de la cocina. Las Geta de laca negra de Masako la esperaban sobre el piso de tierra junto a la puerta, y mientras deslizaba sus pies desnudos en ellas, las uñas esmaltadas de sus dedos brillaron suavemente en la oscuridad.
—¡Esto sí que es elegancia! ¡Esmalte de uñas y geta negras! ¡Ni la Luna podrá resistirlo! —exclamó Koyumi.
Las cuatro mujeres, guiadas por Koyumi, salieron a la avenida Showa. Pasaron frente a una playa de estacionamiento donde gran cantidad de taxis, ya finalizado el trabajo del día, reflejaban la luna en sus negras carrocerías. Se escuchaba el rumor de los insectos alojados bajo los autos. El tráfico era aún denso en la Avenida Showa, pero la calle ya estaba dormida y el rugido de las motocicletas resonaba tristemente solitario sin el habitual acompañamiento de ruidos callejeros.
Algunas pequeñas nubes cruzaban el cielo iluminado por la Luna. Apenas rozaban el gran banco de nubarrones que se cernía en el horizonte. La luna brillaba limpiamente.
Cuando se silenciaba el rumor del tráfico, el repiquetear de las geta sobre la calzada parecía repercutir directamente en la superficie azul del cielo.
A Koyumi, que caminaba al frente, le agradaba ver ante sus ojos la ancha calle desierta. Se jactaba de no tener que depender de nadie y estaba contenta porque tenía el estómago lleno. Mientras caminaba alegremente le costaba vislumbrar la razón por la cual ansiaba más dinero. Sentía como si su verdadero deseo fuera fundirse suave e involuntariamente en la luz de la luna que bañaba el pavimento. Fragmentos de vidrio brillaban aquí y allá. Hasta el vidrio podía resplandecer bajo la luz de la luna... Reflexionó y se dijo que, quizás, su deseo tan largamente acariciado era como aquel vidrio roto.
Masako y Kanako, con los meñiques entrelazados, iban pisando la larga sombra que Koyumi arrastraba a sus espaldas. El aire de la noche era fresco y ambas sentían cómo la brisa suave penetraba en sus mangas enfriando sus pechos húmedos por la transpiración provocada en la excitación de la partida. A través de los dedos entrelazados se comunicaban sus ruegos aún con más elocuencia que por intermedio de la palabra.
miércoles, 18 de abril de 2007
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