viernes, 20 de abril de 2007
EL PERIODICO Yukio Mishima
EL PERIÓDICO
El marido de Toshiko estaba siempre ocupado. Incluso esa noche había tenido que salir precipitadamente para acudir a una cita y ella había vuelto sola en un taxi. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar una mujer casada con un atractivo actor? Toshiko había sido una tonta al suponer que pasaría la noche con ella. Sin embargo, él sabía cuánto le espantaba volver a su casa tan poco acogedora con sus muebles de estilo occidental y las manchas de sangre que aún podían verse en el piso.
Toshiko había sido siempre extremadamente sensible. Tal era su naturaleza. Como resultado de un constante preocuparse por todo jamás engordaba, y ahora, ya una mujer adulta, más parecía una figura etérea que una criatura de carne y hueso. Hasta sus amistades ocasionales no podían dejar de advertir la delicadeza de su espíritu.
Aquella noche se había reunido con su marido en un night club y se había sentido herida al encontrarlo relatando a sus amigos una versión del «incidente».
Sentado allí, con su traje de estilo americano y un cigarrillo entre los labios, se le había antojado un extraño.
—Es un cuento increíble —decía con ademanes extravagantes intentando acaparar la atención que monopolizaba la orquesta—, fíjense ustedes que llega a casa la niñera enviada por la agencia de colocaciones para nuestro hijo y lo primero que veo es su vientre. ¡Enorme! ¡Como si tuviera una almohada debajo del kimono!, y no era de extrañar, porque en seguida observé que podía comer más que todos nosotros juntos. Nuestra provisión de arroz desapareció así... —hizo chasquear los dedos—. «Dilatación gástrica». Tal fue la explicación que nos dio acerca de su gordura y su apetito. Anteayer, escuchamos quejidos y lamentos provenientes de la habitación del niño. Corrimos hasta allí y la encontramos en cuclillas, agarrándose el vientre con las dos manos, gimiendo como una vaca. En la cuna, a su lado, nuestro chico, aterrado, lloraba con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Les aseguro que era algo digno de verse!
—¿Y salió el gato encerrado? —preguntó un amigo, actor de cine, como el marido de Toshiko.
—¡Vaya si salió! Me dio el susto de mi vida. Yo había aceptado sin titubear la historia de la «dilatación gástrica», ¿comprenden? Bueno, sin perder el tiempo, rescaté la alfombra fina y extendí una manta sobre el piso para que se acostara allí. Durante todo el tiempo la muchacha gritaba como un cerdo herido. Cuando llegó el médico de la clínica el chico ya había nacido. ¡La habitación había quedado convertida en un matadero!
—No me cabe la menor duda —apuntó alguien, y todo el grupo se echó a reír.
Escuchar a su marido hablar del horrible suceso como de un incidente jocoso, hizo enmudecer a Toshiko. Cerró los ojos durante un instante y vio nuevamente al recién nacido frente a ella, en el piso y su frágil cuerpecito envuelto en papel de periódico manchado de san ere.
Toshiko pensaba que el médico lo había hecho todo por despecho. Como para acentuar el desprecio que sentía por esta madre que había dado a luz a un bastardo en tan sórdidas condiciones, había ordenado a su asistente que, en vez de envolver al pequeño con los correspondientes pañales, lo hiciera con papel de periódico.
Esta dureza para con el recién nacido hirió a Toshiko. Sobreponiéndose al disgusto que le causaba toda la escena, había buscado un pedazo de franela sin usar que tenía en reserva y fajando cuidadosamente al niño lo había depositado sobre un sillón.
Esto había sucedido después de que su marido saliera de la casa. Toshiko no se lo había contado, temiendo que la creyera demasiado blanda y sentimental. Sin embargo, el episodio se había grabado profundamente en ella. Lo recordaba, sentada en silencio, mientras la orquesta de jazz atronaba los aires y su marido charlaba alegremente con sus amigos. Sabía que nunca podría olvidar a aquel niño, acostado sobre el piso, envuelto en los papeles manchados. Era una escena como de carnicería.
Toshiko, cuya vida había transcurrido dentro del más sólido bienestar, sentía dolorosamente la infelicidad del niño ilegítimo.
«Soy la única que ha presenciado su vergüenza», se le ocurrió. La madre no había visto a su hijo tendido allí, envuelto en periódicos y, por supuesto, el niño no lo sabría nunca.
«Si guardo silencio, este chico nunca se enterará de la verdad. ¿Por qué siento culpa, entonces? Después de todo, fui yo quien lo levantó del suelo y lo envolvió en la franela y lo depositó sobre el sillón...»
Se retiraron del night club y Toshiko subió al taxi que su marido había llamado para ella.
—Lleve a esta señora a Ushigomé —ordenó al conductor, mientras cerraba la puerta desde fuera. Toshiko observó por la ventanilla la fisonomía sonriente de su marido y sus dientes blancos y fuertes. Se recostó entonces en el asiento sintiendo con angustia que la vida entre ellos era, en cierta manera, demasiado fácil, demasiado carente de dolor. No hubiera podido expresar este pensamiento con palabras. Echó una última mirada a su marido por la ventanilla trasera del coche. Se aproximaba a grandes zancadas a su automóvil Nash y la espalda de su llamativa chaqueta de tweed no tardó en mezclarse y desaparecer entre la gente.
El taxi se alejó, cruzó una calle llena de bares y pasó, luego, por un teatro frente al cual se apretujaba la gente. Acababa de finalizar la función, las luces ya estaban apagadas y en la semioscuridad las flores artificiales de cerezo que decoraban la entrada resaltaban en forma deprimente.
Dejándose llevar por sus pensamientos, Toshiko llegó a la conclusión de que, aun cuando el niño creciera en la ignorancia de su origen, nunca se convertiría en un ciudadano respetable. Aquellos pañales de sucios periódicos serían el símbolo bajo el cual se encaminaría toda su vida.
Toshiko se interrogó, «¿por qué me preocupo tanto? ¿Estoy acaso intranquila por el porvenir de mi propio hijo? Cuando, dentro de veinte años, mi niño se haya convertido en un hombre refinado y educado, podría encontrarse por una de esas casualidades del destino, frente a este otro muchacho que también tendrá entonces veinte años. Supongamos que este joven, contra quien se ha pecado, pudiera acuchillarlo en forma salvaje... »
La noche de abril era nublada y calurosa, pero los pensamientos sobre el futuro hicieron estremecer a Toshiko y la entristecieron.
«No, cuando llegue el momento, yo tomaré el lugar de mi hijo», se dijo, de pronto. «Dentro de veinte años yo tendré cuarenta y tres y me presentaré ante ese muchacho y se lo relataré todo... sus pañales de periódicos y cómo yo lo envolví en la franela y lo levanté del suelo...»
El taxi se adelantaba por el ancho camino que bordeaba el parque y el foso del Palacio Imperial. A lo lejos, Toshiko veía los puntos luminosos que señalaban los altos edificios.
Prosiguió su monólogo interior: «Dentro de veinte años, ese pobre infeliz se encontrará en la mayor miseria. Llevará una existencia desolada, sin esperanzas, llena de pobreza. Será una rata solitaria. ¿Qué otra cosa podría ocurrirle a un niño que ha tenido semejante nacimiento? Irá vagabundeando por las calles, maldiciendo a su padre y aborreciendo a su madre».
No cabía duda de que aquellos sombríos pensamientos producían a Toshiko cierta satisfacción. Se torturaba con ellos sin cesar.
El taxi se aproximó a Hanzomon y pasó frente a la embajada británica. Las famosas hileras de cerezos se extendían desde allí en toda su mágica pureza. Toshiko decidió contemplar aquellas flores a solas, lo cual era una extraña decisión para una joven tímida y carente de espíritu aventurero. Sin embargo, se hallaba en un estado de ánimo poco usual y temía volver a su casa. Aquella noche su mente estaba invadida por toda clase de fantasías inquietantes.
Cruzó la ancha calle. Se convirtió en una delgada y solitaria figura en la oscuridad. Por lo general, cuando se movía entre el tráfico, Toshiko se aferraba con miedo a su acompañante. Sin embargo, aquella noche caminó sola rápidamente entre los autos hasta llegar al parque largo y angosto que rodea el foso del Palacio. Aquel foso se llama Chidorigafuchi, Abismo de los Mil Pájaros.
El parque se había convertido en un bosque de cerezos en flor. Las flores formaban una masa de sólida blancura bajo el cielo nublado y tranquilo. Los farolitos de papel que colgaban entre los árboles estaban apagados. Los reemplazaban lamparillas eléctricas de varios colores que brillaban tenuemente bajo las flores. Ya eran más de las diez y la mayoría de los visitantes se habían marchado. Los pocos que aún permanecían allí empujaban automáticamente con los pies botellas vacías o aplastaban los desechos de papel al caminar.
«Periódicos...», recordó Toshiko, y su mente retornó al hilo de los acontecimientos anteriores. Papel de periódico manchado de sangre. Si un hombre oyera hablar alguna vez de tan lastimoso nacimiento y descubriera que era el suyo, aquello bastaría para arruinar toda su vida.
«Y yo, una extraña, tendré que guardar tan gran secreto... El secreto de una vida...»
Perdida en estos pensamientos, Toshiko caminó por el parque. La mayoría de los transeúntes eran parejas silenciosas que no le prestaban atención. Vio a dos personas sentadas sobre un banco de piedra al lado del foso. No miraban las flores, sino el agua. Todo estaba oscuro y envuelto en pesadas tinieblas. El sombrío bosque del Palacio Imperial se perdía tras el foso. Los árboles parecían formar una sólida masa con el oscuro cielo. Toshiko caminó lentamente por el sendero sobre el cual colgaban, grávidas, las flores.
Sobre un banco de madera, ligeramente apartado de los demás, vio algo que no era, como imaginara en un principio, una cantidad de flores de cerezo ni alguna prenda olvidada por los visitantes del parque. Al acercarse, comprobó que era una forma humana echada sobre el banco. ¿Seria alguno de esos miserables borrachos que se ven durmiendo a la intemperie? Evidentemente, no era ése el caso, ya que el cuerpo había sido cuidadosamente cubierto con papeles cuya blancura había atraído la atención de Toshiko. Observó detenidamente al hombre con camiseta marrón, acurrucado sobre una cama de papeles de periódicos y, también, cubierto por ellos. Sin duda aquella era su morada ahora que la primavera había llegado.
Toshiko observó el pelo sucio y despeinado que, en ciertas partes, mostraba una irremediable decadencia. Mientras velaba el sueño del hombre envuelto en periódicos, no pudo evitar el recuerdo de aquel otro niño acostado en el suelo, cubierto por sus miserables pañales. El hombro enfundado en la camiseta marrón subía y bajaba acompasadamente en la oscuridad.
Toshiko sintió, de repente, que todos sus miedos y premoniciones tomaban cuerpo. La frente pálida del hombre se destacaba en la oscuridad. Era una frente joven, aunque surcada por las arrugas de largas penurias y miserias. Había arremangado ligeramente sus pantalones color kaki y en sus pies descalzos llevaba zapatillas deshilachadas. Resultaba imposible ver su rostro y, de pronto, Toshiko sintió un deseo incontrolable de observarlo.
La cabeza del hombre estaba semioculta entre sus brazos pero, acercándose aún más, Toshiko pudo ver que era sorprendentemente joven. Observó las gruesas cejas y el fino puente de la nariz. La boca, ligeramente entreabierta, respiraba juventud.
Pero Toshiko se había acercado demasiado. La cama de periódicos crujió en el silencio de la noche y el hombre abrió bruscamente los ojos. Se levantó, de pronto, al ver a la joven parada a su lado. Sus ojos brillaron en la noche y, segundos después, una mano llena de fuerza tomó la fina muñeca de Toshiko.
Ella no se asustó ni hizo esfuerzo alguno por librarse. Como un relámpago, un pensamiento atravesó su mente. ¡ Ah, ya habían pasado veinte años!
El bosque del Palacio Imperial estaba tan oscuro como el azabache y un profundo silencio reinaba en él.
MUERTE EN EL ESTÍO Yukio Mishima
MUERTE EN EL ESTÍO
La mort... nous affecte plus profondément sous
le règne pompeux de l’été.
Baudelaire: Les Paradis Artificiéls
UNA playa, cercana al extremo sur de la península de Izu, aún permanece inviolada para los bañistas. El fondo del mar es allí pedregoso y accidentado, el oleaje un poco fuerte, pero el agua es límpida y el declive suave. Reúne condiciones excelentes para los nadadores.
Por estar completamente fuera de camino, A. Beach no tiene las estridencias ni la suciedad de los lugares frecuentados en las cercanías de Tokio. Está situada a dos horas de ómnibus de Itó.
La única hostería es, prácticamente, la de Eirakusö, que también ofrece casitas en alquiler. Sólo cuenta con uno o dos quioscos de refrescos de los que, generalmente, afean las playas en verano. La arena es blanca y abundante y a medio camino hacia la playa, una roca, coronada de pinos, se inclina sobre el mar como si resultara de la obra de un paisajista. Al subir la marea queda semi-sumergida por las aguas.
La vista es hermosísima. Cuando el viento del oeste trae la niebla del mar, las islas lejanas se vuelven visibles. Oshima al alcance de la mano y Toshima más alejada y, entre ellas, una pequeña isla triangular llamada Utoneshima. Detrás del promontorio de Nanago yace Cabo Sakai, parte de la misma masa montañosa, que echa profundamente sus raíces en el mar. Más allá se divisan el cabo conocido como el Palacio del Dragón de Yatsu y el cabo Tsumeki, en cuyo extremo sur se enciende un faro por las noches.
Tomoko Ikuta dormía la siesta en su habitación del Eirakusö. Era madre de tres hijos aun cuando resultaba imposible imaginarlo al contemplar su cuerpo sumido en el sueño. Las rodillas asomaban bajo el corto vestido de lino rosa salmón. Los brazos llenos, la expresión confiada y los labios ligeramente curvados transmitían una frescura de niña. La transpiración mojaba su frente y los costados de su nariz. Las moscas zumbaban pesadamente y la atmósfera era semejante a la que reina bajo un techo de metal caldeado. El lino rosa salmón se agitaba apenas como si fuera parte de aquella tarde pesada y sin viento.
La mayoría de los huéspedes habían bajado a la playa. La habitación de Tomoko estaba situada en el segundo piso. Debajo de su ventana se balanceaba una blanca hamaca para niños. Se habían distribuido mesas y sillas sobre el césped y no faltaba tampoco una estaca para jugar al tejo. Parte del juego yacía en desorden. No había nadie a la vista y el zumbido ocasional de una abeja era ahogado por las olas que rompían más allá del cerco donde los pinos se erguían para perderse, luego, en la arena. Un curso de agua pasaba debajo de la hostería, y formaba un estanque antes de hundirse en el océano.
Todas las tardes, catorce o quince patos nadaban y eran alimentados allí, mostrando bien a las claras que eran parte integrante del lugar.
Tomoko tenía dos hijos, Kiyoo y Katsuo, de seis y tres años de edad, y una hija, Keiko, de cinco. Los tres estaban en la playa con Yasue, la cuñada de Tomoko.
Tomoko no sintió escrúpulos en pedir a Yasue que se ocupara de los niños mientras ella se otorgaba un corto descanso.
Yasue era solterona. Necesitaba de ayuda después del nacimiento de Kiyoo. Tomoko lo había consultado con su marido y había invitado a Yasue, que vivía en la provincia. No había ninguna razón en particular para que Yasue no se hubiera casado. No era particularmente atractiva, pero tampoco fea. Había rehusado partido tras partido hasta pasar la edad del matrimonio. Atraída por la idea de convivir con su hermano en Tokio había aceptado la invitación de Tomoko. Su familia abrigaba el plan de casarla con una celebridad provinciana.
Yasue estaba lejos de poseer una mente brillante, pero era bondadosa y se dirigía a Tomoko, más joven que ella, como a una hermana menor hacia la cual sentía la mayor deferencia. El acento de Kanazawa había casi desaparecido. Además de ayudar con los niños y en las labores de la casa, Yasue asistía a una escuela de corte y confección en la que cosía vestidos para ella, Tomoko y los chicos. Sacaba su cuaderno de apuntes frente a los escaparates y copiaba los modelos exhibidos en ellos bajo la mirada reprobadora y también las reprimendas de alguna vendedora.
En aquel momento llevaba una elegante malla verde que no era obra suya, sino una compra efectuada en las grandes tiendas de la ciudad. Estaba orgullosa de su tez pálida, típica de las comarcas del norte, y apenas mostraba las huellas del sol. Los niños habían construido un castillo de arena a orillas del mar y Yasue se divertía haciendo caer la arena húmeda sobre su pierna blanquísima. La arena se secaba de inmediato y brillaba entremezclada con pequeños fragmentos de caracoles. Yasue se limpió bruscamente, atemorizada ante la idea de mancharse. Un insecto semitransparente saltó de la arena y se alejó rápidamente!
Yasue estiró las piernas y se apoyó en sus manos. Observó el mar. Grandes masas de nubes se elevaban inmensas en su tranquila majestad. Parecían absorber todo sonido, incluso el clamor del mar.
Era el apogeo del verano y los rayos del sol se habían vuelto agresivos.
Los chicos se cansaron del castillo de arena y se alejaron corriendo y salpicando. Arrancada abruptamente al pequeño mundo privado y confortable en el que se había refugiado, Yasue corrió tras ellos.
Pero no cometieron ninguna imprudencia. El fragor de las olas les infundía temor. Había un suave declive más allá de la rompiente. Kiyoo y Keiko, tomados da la mano, permanecieron sumergidos en el agua hasta la cintura con los ojos brillantes de alegría. Nadaror, contra la corriente, sintiendo la arena suave en la planta de los pies.
—Es como si alguien empujara —dijo Kiyoo a su hermana.
Yasue se aproximó y los instó a no internarse más en el agua. Señaló a Katsuo. No debían dejarlo solo, debían volver y jugar con él. Pero los niños no prestaron atención. Se miraban y sonreían alegremente, tomados de la mano. Tenían un secreto compartido: la sensación de la arena escurriéndose bajo sus pies.
Yasue temía el sol. Miró sus hombros y sus pechos y pensó en la nieve de Kanazawa. Se pellizcó un pecho y sonrió al sentir el calor. Sus uñas estaban un poco demasiado largas y había arena oscura debajo de ellas. Se las cortaría al regresar a su habitación.
No divisó a Kiyoo y Keiko. Debían haber regresado a la playa. Pero Katsuo estaba solo y su rostro estaba curiosamente tenso. Señalaba algo frente a ella.
El corazón de Yasue latió violentamente. Miró el agua que se retiraba nuevamente bajo sus pies y la espuma en la que, algo más lejos, un cuerpo pequeño y tostado rodaba una y otra vez. Abarcó con una ojeada el pantalón de baño azul oscuro de Kiyoo.
Su corazón latió aún más violentamente. Intentó acercarse a aquel cuerpo como si luchara por desasirse de algo. Llegó una ola más rápida que las anteriores, relumbró ante sus ojos con un sordo fragor. Yasue cayó en el agua. Acababa de sufrir un ataque cardíaco.
Katsuo comenzó a llorar y un joven corrió hacia él. Pronto se le incorporaron otros jóvenes. El agua lamía sus cuerpos desnudos y oscuros.
Dos o tres personas habían presenciado la caída sin darle demasiada importancia. La mujer se levantaría por sus propios medios. Pero en esas circunstancias existe siempre una premonición que, mientras se acercaban corriendo, parecía indicarles que había algo malo en aquella caída.
Yasue fue llevada hasta la arena ardiente. Sus ojos estaban abiertos y parecían contemplar alguna horrenda visión que hacía castañetear sus dientes. Uno de los hombres le tomó el pulso. Era casi inexistente.
—Se aloja en el Eirakusö —alguien la había reconocido.
Era necesario avisar al gerente de la hostería. Un muchacho del pueblo, decidido a no dejarse arrebatar tan digna tarea, se lanzó a la carrera hacia la casa.
Llegó el gerente. Era un hombre de cuarenta años. Llevaba pantalones cortos y una camiseta gastada. Una faja de lana cubría su estómago. Discutió acerca de la conveniencia de dispensar los primeros auxilios a Yasue en la hostería. Alguien se opuso. Sin esperar ulteriores decisiones, dos muchachos cargaron a Yasue. Una forma humana se dibujaba en la arena húmeda sobre la que había descansado su cuerpo.
Katsuo los siguió llorando. Alguien lo advirtió y lo tomó en brazos.
Tomoko fue despertada por el gerente que, bien entrenado para su trabajo, lo hizo con toda deferencia. Tomoko alzó la cabeza y preguntó si había sucedido algo malo.
—La señora llamada Yasue...
—¿Qué le ha sucedido?
—Le hemos impartido los primeros auxilios. El médico no ha de tardar.
Tomoko saltó de la cama y siguió al gerente. Habían acostado a Yasue sobre el césped cerca de la hamaca y un hombre semidesnudo se arrodillaba, indeciso, a su lado. Le estaba practicando la respiración artificial. Habían dispuesto a su lado un atajo de paja y ramas de naranjo y dos hombres trataban por todos los medios de encender el fuego. Las llamas producían humo, pues la noche anterior una tormenta había humedecido la madera. Un tercer hombre abanicaba el humo para alejarlo del rostro de Yasue.
Su cabeza cayó exánime y Tomoko trató de distinguir, con toda la ansiedad del mundo, si aún respiraba. Los rayos de sol que se filtraban a través de los árboles relucieron en el sudor que cubría la espalda del hombre que estaba a horcajadas sobre ella. Las piernas blancas estaban extendidas sobre el césped y parecían apáticas, completamente alejadas de la lucha que se libraba allí.
Tomoko se dejó caer de rodillas.
—¡Yasue! ¡Yasue!
¿Salvarían a su cuñada? ¿Por qué había sucedido aquello? ¿Qué le diría a su esposo? Sollozante y confusa, saltaba de una pregunta a otra. De pronto se volvió bruscamente hacia los hombres que la rodeaban. ¿Dónde estaban los niños?
—Mira, aquí está tu madre —un pescador de mediana edad llevaba al asustado Katsuo en sus brazos. Tomoko echó una mirada al niño y agradeció al hombre.
Llegó el médico y continuó la respiración artificial. Con las mejillas ardiendo en la despiadada luz, Tomoko apenas sabía lo que estaba pensando. Una hormiga cruzó el rostro de Yasue. Tomoko la espantó con un gesto. Otra hormiga comenzó a moverse desde el pelo hacia la oreja. Tomoko la espantó también y, desde aquel momento, se dedicó a esa tarea.
Prosiguieron con la respiración artificial por espacio de cuatro horas. Por fin aparecieron señales de que el rigor mortis había comenzado a manifestarse y el médico abandonó la tarea. Cubrieron el cuerpo con una manta y lo transportaron hasta el segundo piso. La habitación estaba a oscuras. Un hombre dejó el cuerpo y corrió a encender la luz.
Exhausta, Tomoko se sintió invadida por una especie de dulce vacío. No estaba triste. Pensó en sus hijos.
—¿Y los chicos?
—Están abajo en el cuarto de juego con Gengo.
—¿Los tres?
Los hombres se miraron entre sí.
Tomoko los apartó y corrió escaleras abajo. El pescador Gengo, envuelto en un kimono de algodón, estaba sentado en el sofá y enseñaba un libro de figuras a Katsuo, que llevaba una camisa de adulto sobre sus pantalones de baño. Katsuo parecía ausente y no miraba el libro.
Cuando Tomoko penetró en la habitación, los huéspedes, ya enterados de la tragedia, dejaron de abanicarse y la miraron.
Prácticamente se abalanzó sobre Katsuo.
—¿Kiyoo y Keiko? —preguntó ansiosamente.
Katsuo la miró con timidez: —Kiyoo... Keiko... todas burbujas...— y comenzó a llorar.
Tomoko corrió descalza hacia la playa. Las agujas de pino la lastimaban mientras cruzaba la arboleda. La marea había subido y tuvo que trepar por la roca para llegar a la playa. La arena se extendió muy blanca frente a ella. Miró a lo lejos y vio una sombrilla amarilla y blanca abandonada. Era la suya.
Los otros la alcanzaron en la playa. Tomoko se internaba temerariamente en el oleaje. Cuando intentaron detenerla, los apartó violentamente:
—¿No se dan cuenta ustedes? Hay dos chicos allí.
Muchos ignoraban las palabras de Gengo y pensaron que Tomoko se había vuelto loca.
Era difícil concebir que nadie hubiera pensado en los otros dos niños durante las cuatro horas en las que habían tratado de reanimar a Yasue. La gente de la hostería estaba acostumbrada a ver a los tres hermanos juntos y, por más trastornada que pudiera sentirse su madre, resultaba extraño que no la hubiera asaltado ningún presentimiento acerca de la muerte de sus dos hijos.
A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en movimiento una especie de psicología de grupo que permite la transmisión de los más elementales pensamientos. No es fácil permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al interrumpir el sueño, Tomoko había asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin preocuparse por preguntar nada.
Durante toda la noche se encendieron fogatas a lo largo de la playa. Cada treinta minutos los muchachos se zambullían en busca de los cuerpos. Tomoko permanecía en la playa, junto a ellos. No podía dormir en parte, sin duda, porque lo había hecho durante la tarde.
Siguiendo la opinión del comisario, a la mañana siguiente no se echaron las redes.
El sol amaneció hacia la izquierda de la playa y la brisa del alba vino a golpear el rostro de Tomoko. Había temido aquel momento. Le parecía que con la luz del día la verdad se mostraría en su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia se volvería real.
—¿No cree usted que debería descansar? —dijo uno de los hombres—. La llamaremos si encontramos algo. Confíe en nosotros.
—Por favor, hágalo —insistió el gerente de la hostería con los ojos enrojecidos por la falta de sueño—. Ya hemos tenido bastante mala suerte. ¿Qué diría su esposo si usted enfermara?
Tomoko temía enfrentarse con su marido. Era como comparecer ante un tribunal. Pero tenía que hacerlo. Se acercaba el momento... y le pareció experimentar presagios de nuevos desastres.
Acumuló coraje para enviarle un telegrama. Ello le brindó una excusa para abandonar la playa.
Al alejarse miró hacia atrás. El mar estaba tranquilo. Un destello plateado resplandeció cerca de la costa. Los peces saltaban y parecían ebrios de placer. No era justo que Tomoko se sintiera tan desgraciada.
Su esposo, Masaru Ikuta, tenía treinta y cinco años. Se había graduado en la Universidad de Estudios Extranjeros de Tokio y había comenzado a trabajar antes de la guerra en una compañía americana. Hablaba un buen inglés y conocía su trabajo. Era más capaz de lo que indicaban sus silenciosos modales. Ahora desempeñaba el cargo de jefe de la sucursal japonesa de una compañía automotriz norteamericana, tenía un coche de la compañía asignado a su uso personal como una forma de propaganda y ganaba 150.000 yens por mes. Tenía algunos ahorros y Tomoko y Yasue, a las que ayudaba una sirvienta que se ocupaba de los niños, vivían cómoda y tranquilamente.
Tomoko envió un telegrama, porque no quería hablar por teléfono con Masaru. Como era habitual en los suburbios, la oficina de correos transmitió telefónicamente el cable apenas recibido. El mensaje llegó cuando Masaru se disponía a partir para su trabajo. Pensando en una llamada de rutina, levantó tranquilamente el receptor.
—Tenemos un cable urgente proveniente de A. Beach —dijo la empleada y Masaru comenzó a sentirse incómodo—. Voy a leérselo. ¿Está Ud. listo? «Ya-sue fallecida. Kiyoo y Keiko desaparecidos. Tomoko.»
—¿Puede leerlo nuevamente, por favor?
Las palabras resonaron nuevamente: «Yasue fallecida. Kiyoo y Keiko desaparecidos. Tomoko.» Masaru estaba enojado. Era como si, sin saber por qué, hubiera recibido súbitamente la noticia de su despido de la compañía.
Llamó inmediatamente a la oficina y avisó que no podría ir. Consideró la posibilidad de conducir su coche hasta A. Beach. Pero el camino era largo y peligroso y estaba tan trastornado que no confiaba en su manejo del volante. A decir verdad, acababa de tener un accidente de circulación días atrás. Decidió tomar el tren hasta Itó y un taxi desde allí.
El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la conciencia del hombre es extraño y sutil. Masaru, que emprendía viaje sin siquiera saber la índole del accidente, tomó la precaución de llevar consigo una buena cantidad de dinero. Los accidentes siempre conllevan gastos.
Tomó un taxi hasta la estación de Tokio. No sentía nada que pudiera llamarse realmente emoción. Más bien lo embargaba una sensación semejante a la que debe experimentar un detective rumbo al escenario del crimen. Más sumergido en la deducción que en la especulación, temblaba de curiosidad por conocer más detalles sobre el accidente que tan profundamente lo afectaba.
«Hubiera podido llamarme por teléfono. Me tiene miedo...» Con la intuición de los maridos, Masaru presentía la verdad. «Pero, sea como sea, el primer problema es ir allí y formarme mi propia opinión.»
A medida que se acercaban al centro, se asomó a la ventanilla. El sol de aquella mañana de verano era aún más enceguecedor por el reflejo de las camisas blancas que llevaban los transeúntes. Los árboles que flanqueaban la calle proyectaban su sombra verticalmente y en la entrada de un hotel el vistoso toldo blanco y rojo estaba tenso como si la luz del sol fuera un pesado metal. La tierra recién removida por una reparación callejera ya se había vuelto seca y polvorienta.
El mundo que lo rodeaba era el mismo de siempre. Nada había sucedido y era como para creer que tampoco él había sufrido ningún cambio en su vida. Lo invadió un fastidio de niños. En un sitio desconocido se había producido un accidente en el cual no tenía nada que ver, pero que lo había aislado del mundo exterior.
Entre todos aquellos pasajeros ninguno era tan desgraciado como él. Este pensamiento parecía situarlo en un nivel superior o inferior con respecto al Masaru habitual, y ni siquiera podía definir cuál de los dos le correspondía. Se había convertido en un marginado, en un ser especial.
Cuando un hombre tiene una mancha de nacimiento en la espalda, a veces siente la necesidad de proclamarlo: Óiganme todos, ustedes no lo saben, pero yo tengo una gran mancha color púrpura en mi espalda.»
Y Masaru deseaba gritar a los demás pasajeros: «Óiganme todos, ustedes no lo saben, pero acabo de perder a mi hermana y a dos de mis tres hijos.»
Su coraje lo abandonó. Si por lo menos se hubieran salvado los niños... Comenzó a elucubrar distintas formas de interpretación para aquel telegrama. Posiblemente Tomoko, perturbada por la muerte de Yasue, había supuesto que los chicos habían muerto cuando, en realidad, sólo se habían extraviado. Quizás un segundo telegrama había llegado en aquel momento a su casa. Masaru se entregó a sus sentimientos como si el accidente fuera menos importante en sí mismo que su reacción frente a él. Lamentó no haber llamado al Eirakusö de inmediato.
La plaza frente a la estación de Itó brillaba en la luz del verano. Junto a la parada de taxis se encontraba una pequeña oficina del tamaño de una garita. En su interior, la luz del sol se proyectaba despiadadamente y los bordes de las hojas de despacho pegadas a las paredes se curvaban amarillentos.
—¿Cuánto es hasta A. Beach?
—Dos mil yens —el hombre llevaba una gorra de chófer y tenía una toalla alrededor del cuello—. Si usted no está apurado puede ahorrar dinero y tomar el ómnibus que sale dentro de cinco minutos —agregó por gentileza o, simplemente, porque emprender viaje costaba demasiado esfuerzo.
—Estoy muy apurado. Una persona de mi familia acaba de morir allí.
—¡Oh! ¿Es usted un pariente de la gente que se ahogó en A. Beach? ¡Qué barbaridad! Dicen que se trataba de una mujer y dos chicos...
Masaru se sintió mareado bajo el sol. No volvió a dirigir la palabra al chófer hasta llegar a A. Beach.
No había ninguna particularidad notable en el paisaje que iban cruzando. El taxi se encaramó primero sobre unas montañas polvorientas y pasó a las siguientes, con breves apariciones del mar. Cuando se adelantaron a otro coche en un paso estrecho del camino, las ramas de los árboles golpearon como pájaros asustados en la ventanilla semiabierta y arrojaron arena y suciedad sobre los impecables pantalones de Masaru.
Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba seguro de que hubiera algo como «un encuentro natural». Ninguna de las emociones que lo embargaban parecía encajar en algo semejante. Quizás lo antinatural era, en efecto, natural.
El taxi cruzó la oscura y antigua verja del Eirakusö. Cuando se acercó a la casa, el gerente corrió hacia ellos con un repiquetear de zuecos de madera. Masaru buscó automáticamente su billetera.
—Soy Ikuta —dijo.
—Una cosa terrible —dijo el gerente, inclinándose profundamente. Después de pagar al chófer, Masaru agradeció al gerente y le dio un billete de diez mil yens.
Tomoko y Katsuo se hallaban en la habitación contigua a aquella en la que habían depositado el ataúd de Yasue. El cuerpo estaba rodeado de hielo traído de Itó y sería cremado en cuanto llegara Masaru.
Masaru se adelantó al gerente y abrió la puerta. Tomoko, que dormitaba, se despertó precipitadamente al escuchar ruido. Su pelo estaba enredado y vestía un arrugado kimono de algodón. Como un criminal convicto, apretó el kimono contra su cuerpo y se arrodilló mansamente frente a él. Sus movimientos eran sorprendentemente rápidos como si los hubiera planeado con anticipación. Echó una mirada a su esposo y rompió a llorar.
Masaru no quiso que el gerente viera cómo apoyaba compasivamente una mano en el hombro de su mujer. Aquello hubiera sido peor que ser sorprendido en el más íntimo secreto de alcoba. Masaru se quitó el abrigo y buscó un sitio donde colgarlo.
Tomoko lo advirtió y, tomando una percha, colgó la sudada chaqueta en el ropero. Masaru se sentó junto a Katsuo, quien se había despertado al escuchar los sollozos de su madre y los miraba desde la cama. Luego, sentado en las rodillas de su padre, parecía un muñeco. ¿Cómo pueden ser tan pequeños los niños? —se preguntó Masaru. Era como si hubiera alzado un juguete.
Tomoko sollozaba, arrodillada, en el otro extremo de la habitación.
—Todo fue culpa mía —dijo. Aquéllas eran las palabras que Masaru deseaba escuchar.
Tras ellos, el gerente también lloraba: —Sé que no es asunto mío, señor, pero por favor no reproche nada a la señora Ikuta. Todo sucedió mientras ella dormía la siesta y, por lo tanto, no tiene culpa alguna.
Masaru se sintió como si hubiera escuchado o leído aquello alguna vez.
—Comprendo, comprendo... —dijo.
Siguiendo las conveniencias, se puso de pie con el niño en brazos y, yendo hacia su esposa, apoyó cariñosamente una mano en su hombro. El gesto le brotó fácilmente.
Tomoko sollozó aún más amargamente.
Los dos cuerpos fueron hallados al día siguiente. Finalmente los encontró un gendarme que rastreaba cuidadosamente la playa. Los peces se habían ensañado con ellos y había dos o tres sabandijas junto a sus pequeñas narices.
Desde luego que este tipo de accidentes iba mucho más lejos que los dictados de las tradiciones; pero es, sin embargo, en estos trances en los que se observa cuan ligadas están las personas a los menores detalles. Tomoko y Masaru no olvidaron ninguna de las respuestas ni el trueque de regalos que exigen las costumbres.
Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista administrativo. Los trámites los obligaron a desarrollar una frenética actividad. Y hasta podría decirse que Masaru en particular, como cabeza de la familia, no tenía tiempo ni para el dolor. Para Katsuo cada día parecía una festividad en la que los adultos desempeñaban sus respectivos papeles.
Sea como fuere, cada uno seguía su propio camino en aquellos complicados problemas. Las ofrendas para el funeral alcanzaron una cifra considerable. Las ofrendas son siempre mayores cuando el que desempeña el papel de cabeza de familia es uno de los deudos y no protagonista de su propio funeral.
Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo cuanto debía ser hecho. Tomoko no podía comprender cómo aquella pena inconmensurable y aquella atención por todos los detalles podían coexistir. También le resultaba sorprendente comer tanto sin saborear siquiera los alimentos.
Temía por encima de todo enfrentarse con los padres de Masaru, que llegaron de Kanazawa a tiempo para el funeral. «Todo sucedió por mi culpa», se obligó a decir otra vez y, como compensación, se dirigió a sus propios padres: —Pero ¿por qué deberían sentir pesar? ¿Acaso no soy yo la que he perdido dos hijos? Allí están todos, acusándome. Me culpan y yo debo excusarme ante ellos. Me miran como si yo fuera la sirvienta atontada que deja caer el niño en el río. Pero, ¿acaso no fue Yasue? Yasue tiene suerte de estar muerta. ¿Cómo no ven quién ha sido realmente el afectado? Soy una madre que acaba de perder a sus dos hijos.
—Eres injusta. ¿Quién te está acusando? ¿Acaso no era tu suegra la que, entre lágrimas, dijo compadecerte más que a nadie?
—Eran sólo palabras.
Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como alguien condenado a la oscuridad, alguien cuyos verdaderos méritos pasan desapercibidos. Le parecía que tan tremendas desgracias deberían traer aparejados especiales privilegios. Su principal insatisfacción era hacia sí misma, disculpándose servilmente frente a su suegra. Descargó su enojo en su propia madre.
Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con que, en estos casos, se manifiestan las emociones humanas. ¿No era acaso irracional que no hubiera otra cosa que hacer, excepto llorar, frente a la muerte de tres personas como único medio de expresión y como si se tratara de la muerte de un solo ser?
Tomoko se preguntó cómo podía tenerse en pie, bajo aquel sol sofocante, bajo sus vestiduras de luto. A veces sentía un pequeño vahído y lo que venía a salvarla era un nuevo sentimiento de repulsión hacia la muerte. «Soy más fuerte de lo que pensaba», dijo volviendo un rostro lloroso hacia su madre.
Mientras hablaba con sus padres acerca de Yasue, Masaru no pudo contener las lágrimas al recordar que había muerto siendo una solterona, y Tomoko experimentó una pizca de resentimiento también hacia él.
Hubiera deseado preguntar: ¿quién era más importante para Masaru, Yasue o los niños?
No cabía duda de que estaba tensa y rígida. No pudo dormir durante la noche del velatorio aun cuando sabía que debería haberlo hecho. Pese a ello, no sentía el más leve dolor de cabeza y su mente estaba alerta y lúcida.
Cuando los visitantes querían ocuparse de ella, les contestaba secamente que no era necesario preocuparse por su salud, ya que daba lo mismo estar viva o muerta.
Los pensamientos de locura y suicidio se fueron alejando. Por un tiempo, Katsuo sería su mejor razón de vivir. A veces pensaba en que le había faltado coraje, pero cuando, ya vestida por las mujeres del velatorio, miró a su hijo, se alegró de no haberse matado. En noches como ésta, mientras yacía en brazos de su esposo, Tomoko fijaría su mirada asustada en el círculo de luz del velador, y repetiría incesantemente, como en una defensa judicial: «Me equivoqué. Debería haber sabido que era un error dejar a los tres chicos con Yasue.»
La voz sonaba tan lejana cono el eco de las montañas.
Masaru sabía lo que significaba aquel obsesivo sentido de responsabilidad. Tomoko esperaba algún tipo de castigo. Hasta podría decirse que lo anhelaba.
Luego de los catorce días de ceremonias, la vida volvió a la normalidad. Les sugirieron que se ausentaran y tomaran un corto descanso; pero tanto las playas como las montañas aterrorizaban a Tomoko. Tenía el convencimiento de que las desgracias nunca vienen solas.
Hacia el fin del verano, Tomoko fue a la ciudad con Katsuo. Debía encontrarse con su marido después del trabajo para comer juntos.
No había nada que Katsuo no pudiera tener. Tanto su padre como su madre se mostraban demasiado complacientes. Terminaba por resultar molesto. Lo manejaban como un muñeco de vidrio y hasta hacerle cruzar una calle se volvía una comprometida empresa. Su madre observaba primero los autos y camiones detenidos por la luz roja y luego corría con él por la calzada, apretando fuertemente su mano en la suya.
En los escaparates, los últimos trajes de baño llamaron la atención de Tomoko. Alejó la vista de una malla verde semejante a la de Yasue. Luego se preguntó si el maniquí tenía cabeza. Parecía que no la tuviera... y luego que sí, y con un rostro exactamente igual al de Yasue muerta y pálida en medio de su cabellera húmeda y enredada. Todos los maniquíes parecían cuerpos de ahogados.
Si al menos terminara el calor. La sola palabra «verano» traía consigo obsesivos pensamientos de muerte. Y en el sol del atardecer, Tomoko sintió una dolorosa punzada.
Como aún era temprano, llevó a Katsuo a una gran tienda. Faltaba alrededor de media hora para el cierre del establecimiento.
Katsuo quiso ver los juguetes y subieron hasta el tercer piso. Pasaron rápidamente entre los juegos para playa. Un grupo de madres luchaba frenéticamente por encontrar lo buscado en una gran montaña de trajes de baño para niños a precios de saldo. Una mujer alzó un par de pantalones de baño hacia la ventana y el sol del atardecer se reflejó en la hebilla del cintu-rón. «Estoy buscando un sudario», pensó Tomoko.
Después de haber comprado un juguete, Katsuo quiso ir hasta el último piso. En la terraza soplaba un viento fresco, proveniente del puerto, que hacía restallar los toldos.
A través del alambre tejido, Tomoko observó el puente Kachidoki en el otro extremo de la ciudad y los muelles de Tsukishima y los barcos de carga anclados en la bahía.
Desprendiendo su mano, el niño corrió hasta la jaula del mono. Tomoko permaneció un poco alejada. Quizás a causa del viento el olor del mono era muy fuerte. El animal los observó con su arrugada frente. Mientras se movía de una rama a otra, con una mano cuidadosamente apoyada en la cadera, Tomoko pudo observar a un lado de la carita arrugada una sucia oreja surcada por venas rojas. Tomoko nunca había observado a un animal con tanta atención.
Había un estanque junto a la jaula. La fuente situada en el centro estaba cerrada. Había macizos de flores junto al borde de ladrillos por el que se balanceaba cuidadosamente un niño de la edad de Katsuo. Sus padres no estaban a la vista.
«Ojalá se caiga. Ojalá sé caiga y se ahogue...»
Tomoko observó las piernitas inseguras. El niño no se cayó. Rió orgullosamente al notar que Tomoko lo observaba, pero ella no correspondió a su sonrisa. Era corno si el niño se burlara de su pena.
Tomó a Katsuo de la mano y se alejó apresuradamente de la terraza.
Durante la comida, Tomoko habló después de una pausa desmesuradamente larga: —Qué tranquilo estás. No pareces ni siquiera triste.
Asombrado, Masaru miró a su alrededor para asegurarse de que nadie había escuchado. —¿No te das cuenta? Estoy tratando de animarte. —No hace falta.
—Es lo que tú crees. Pero, ¿qué me dices del efecto que podría causarle mi tristeza a Katsuo?
—Sea como fuere, ya no merezco ser una madre. Y así, la cena resultó un fracaso. Masaru tendió más y más a retraerse frente al dolor de su mujer. Un hombre tiene que trabajar. Podría distraerse en sus tareas. Mientras tanto, Tomoko acunaba su pena, y Masaru tuvo que enfrentarse con esa monótona tristeza al volver a su casa por las noches. Comenzó entonces a llegar cada vez más tarde.
Tomoko llamó a una sirvienta que había trabajado para ella en otros tiempos y le regaló todos los juguetes y la ropa de Kiyoo y Keiko. La mujer tenía hijos de la misma edad.
Una mañana, Tomoko se despertó algo más tarde de lo habitual. Masaru, que había bebido la noche anterior, estaba echado a un lado de la cama matrimonial. Aún lo rodeaba un pesado olor a alcohol. Los resortes del colchón crujieron cuando se estiró en su sueño. Ahora que Katsuo estaba solo, su madre lo dejaba dormir con ellos, sabiendo, por otra parte, que hacía mal en permitírselo. Observó la carita dormida del niño a través del tul del mosquitero. Un ligero malhumor parecía deslizarse en su fisonomía.
Tomoko estiró la mano fuera del mosquitero y tiró de la cuerda que movía la cortina. La dureza del hilo tirante fue una agradable sensación contra su mano húmeda. La cortina se entreabrió ligeramente. La luz pareció inundar el árbol de sándalo y los racimos de hojas se le antojaron a Tomoko aún más blandos y tiernos que de costumbre. Los gorriones eran habitual-mente ruidosos. Cada mañana se despertaban y comenzaban a parlotear entre ellos hasta formar una prolija hilera y volar hacia el alero. Las confusas huellas de sus patitas se extendían en todos los sentidos. Tomoko sonrió al escucharlos.
Era aquélla una mañana bendita. Así era, sin ningún motivo en especial. Tomoko permaneció acostada y tranquila con la cabeza apoyada en la almohada. Una sensación de felicidad se difundió por su cuerpo.
De pronto, ahogó una exclamación. Supo por qué se sentía tan feliz. Por primera vez, no había soñado con sus hijos. Desde el día del accidente la acosaban siempre las mismas pesadillas. En cambio, durante aquella noche la habían asaltado breves y placenteras ensoñaciones.
Entonces, ya había comenzado a olvidar...; su crueldad se le apareció como algo terrible. Sollozó lágrimas de pesar dedicadas a los espíritus de los niños. Masaru abrió los ojos y la miró. Pero vio en su llanto un cierto tipo de paz y no la angustia habitual.
—¿Estás pensando otra vez en ellos?
—Sí— parecía demasiado complicado explicar la verdad.
Pero ahora que había dicho una mentira, le molestaba que su marido no llorara con ella. Si hubiera visto lágrimas en sus ojos, Tomoko hubiera sido capaz de creer en su propio engaño.
Los cuarenta y nueve días de oficios religiosos llegaron a su fin. Masaru compró un lote de terreno en el cementerio de Tama. Sus hijos eran los primeros muertos en su rama de la familia, y aquéllas, también, las primeras tumbas. Yasue fue encargada de velar por las niños aun en la Lejana Orilla. Después de consultarlo con la familia, sus cenizas fueron enterradas en el mismo terreno.
Los temores de Tomoko parecieron volverse infundados a medida que se hundía en la tristeza. Fue con Masaru y Katsuo a conocer el nuevo terreno del cementerio.
Era un hermoso día en los albores del otoño. El calor comenzaba a abandonar el alto y claro cielo.
A veces, el recuerdo hace que las horas corran a nuestro lado o, también, las acumula. Por dos veces durante aquel día, Tomoko fue víctima de una ilusión. Quizás, con aquel cielo y el atardecer demasiado claros, los límites de su subconsciente se volvieron, de alguna manera, semitransparentes.
Dos meses antes de la desgracia, había ocurrido aquel accidente de automóvil. Masaru no había sufrido daño alguno; pero, después de la muerte de sus hijos, Tomoko no salía nunca en el coche con él y Katsuo. También, en aquella oportunidad, Masaru se había visto obligado a tomar el tren.
En M. transbordaron a la pequeña línea que llevaba al cementerio. Masaru fue el primero en salir del vagón, llevando a Katsuo. Algo más atrás, Tomoko apenas pudo abrirse paso entre la gente y logró pasar las puertas un segundo o dos antes de que se cerraran. Escuchó el crujido de la puerta al cerrarse tras ella y, casi gritando, intentó abrirla nuevamente. Creyó haber dejado a Kiyoo y a Keiko dentro del tren.
Masaru la tomó del brazo. Ella lo miró, desafiante, como si se tratara de un detective que intentara detenerla. Al volver en sí, instantes más tarde, intentó explicarle cuanto había sucedido. Tenía que hacerlo. Pero aquello no sirvió más que para poner incómodo a Masaru. Pensó que su mujer fingía.
El pequeño Katsuo estaba encantado con la antigua locomotora que los llevaba hasta el cementerio. Echaba una densa humareda hacia lo alto y era muy grande. La viga de madera en la que se apoyaba el maquinista parecía hecha de carbón. La locomotora gruñó, suspiró, rechinó y, finalmente, se desplazó hacia los anodinos jardines de los suburbios.
Tomoko, que jamás había ido antes al cementerio de Tama, estaba asombrada por su amplitud. ¿Era tanto el espacio que se dedicaba a la muerte? El verde césped, las calles de árboles y el cielo azul y diáfano, perdiéndose en la distancia, volvían la ciudad de los muertos mucho más limpia que la de los vivos. Ni ella ni su marido habían tenido motivo alguno para conocer cementerios, pero aquel paseo no estaba de más, ya que ahora se habían convertido en sus calificados visitantes.
Aun cuando ninguno de los dos se hubiera detenido a pensarlo, era como si el período de luto y oscuridad les hubiera brindado un determinado tipo de seguridad, algo estable, fácil y hasta placentero. Se habían condicionado a la muerte y, como en el caso de quienes se acostumbran a la depravación, comenzaron a pensar que la vida no encerraba ya nada que pudiera inspirarles temor.
El terreno estaba situado en el extremo más alejado del cementerio. Transpirando copiosamente atravesaron la verja de entrada, observaron con curiosidad la tumba del Almirante T. y rieron frente a un amplio y feo mausoleo decorado con espejos.
Tomoko escuchó el ligero rumor del otoño, distinguió en el aire el perfume del incienso y del césped verde y tierno.
—¡Qué hermoso lugar! Tendrán suficiente espacio para jugar y no se aburrirán. No puedo dejar de pensar en que será un buen sitio para ellos. ¡Qué extraño!, ¿no es cierto?
Katsuo tenía sed. En el cruce de caminos había una alta torre marrón. Los escalones circulares de la base estaban gastados por las fuentes centrales. Varios niños, cansados de cazar insectos, tomaban agua ruidosamente y se salpicaban unos a otros. De vez en cuando, el agua formaba un fino arco iris a través del aire.
Katsuo era un niño activo. Quería tomar agua y no había forma de distraerlo. Aprovechando el hecho de que su madre no lo tomaba de la mano, subió corriendo los escalones.
—¿Adonde vas? —gritó ella, secamente. El niño contestó por encima del hombro:
—A tomar agua.
Ella corrió tras él y lo tomó firmemente por los hombros.
—Me duele —protestó el niño, asustado, como si alguna terrible criatura le hubiera saltado a la espalda.
Tomoko se arrodilló en el suelo y volvió el niño hacia ella. El pequeño miró a su padre que, asombrado, observaba la escena desde cierta distancia.
—No tienes que tomar de esta agua. Aquí tengo un termo —y comenzó a destaparlo.
Llegaron a su terreno. Estaba situado en una sección recién inaugurada tras las hileras de tumbas. Algunos frágiles arbolitos estaban plantados aquí y allá, y si se observaba bien, siguiendo un diseño definido. Las cenizas no habían sido trasladadas aún desde el templo familiar y todavía no se veía ninguna lápida.
—Y aquí estarán los tres juntos —apuntó Masaru.
El comentario no afectó a Tomoko. ¿Cómo era posible que los hechos fueran tan absolutamente improbables? Que un chico se ahogara en el océano no era completamente imposible. Incluso, a nadie se le hubiera ocurrido ponerlo en duda. En cambio, el tratarse de tres personas hasta parecía ridículo. Aun diez mil personas hubieran constituido una cifra absurda. Había algo grotesco en lo excesivo y, sin embargo, ni una catástrofe ni una guerra lo eran. Una muerte era siempre algo tan grave y solemne como un millón de muertes. El leve exceso era lo diferente.
—¡Tres personas! ¡Qué disparate! Tres personas... —murmuró Tomoko.
Era una cifra demasiado importante para una sola familia y demasiado pequeña para la sociedad. Sin contar con que, en este caso, no existía ninguna de las implicaciones sociales de una muerte en el campo de batalla o en algún puesto determinado. Femenina hasta en su egoísmo, Tomoko se planteaba una y otra vez el acertijo de aquel número de muertes.
Masaru, sociable por excelencia, reflexionó con el correr del tiempo que era menester ver el suceso desde el punto de vista de la sociedad: podían, en efecto, considerarse afortunados de que no hubieran surgidc complicaciones.
Al volver a la estación, Tomoko fue nuevamente víctima de un juego ilusorio. Debían esperar veinte minutos a que llegara el tren y Katsuo deseaba compra una insignia de juguete que vendían en el andén. La insignias colgaban de altos palos, eran de algodón y, cosidos a su forro, pendían ojos, orejas y colas.
—Parece que los chicos siguen gustando de estas cosas...
—Yo tuve una cuando era pequeño...
Tomoko compró una insignia a la anciana que las vendía y se la dio a Katsuo. Un momento después se sorprendió curioseando en los otros kioscos del andén. Quería adquirir algo para Kiyoo y Keiko, que habían permanecido en casa.
—¿Qué te pasa? —inquirió Masaru.
—No sé lo que me sucede. Estaba pensando en que también debía comprar algo para los otros... —Tomoko alzó sus blancos brazos y se restregó fieramente con los puños los ojos y las sienes. Sus rasgos temblaron y pareció a punto de llorar.
—Anda y compra algo. Algo para ellos —el tono de Masaru era tenso y suplicante a la vez—. Lo pondremos en el altar.
—No. Tendrían que estar vivos. —Tomoko oprimió el pañuelo contra su nariz. Existía, y los otros, en cambio, habían muerto. Aquello resultaba espantoso. ¡Cuan cruel era vivir!
Miró a su alrededor. Observó las rojas banderas de los bares y restaurantes situados frente a la estación, los relucientes bloques de granito en venta en las marmolerías, las amarillentas puertas de los pisos superiores, las tejas del techo contra el azul del cielo que hacia el anochecer se volvía transparente como una porcelana. Todo estaba tan claramente definido. Dentro de la crueldad de la vida dormía una paz tan profunda como un hondo letargo.
Al promediar el otoño, la existencia familiar se volvió más y más tranquila. La pena no había sido ciertamente superada, pero al notar más tranquila a su esposa, Masaru volvió a apreciar las alegrías del hogar y el afecto de Katsuo contribuyó a hacerlo regresar del trabajo a horas más tempranas que las habituales. Y aun cuando, al acostarse Katsuo, la conversación recaía en temas que deseaban evitar, aquello les brindaba un cierto tipo de consuelo.
El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la vida cotidiana trajo aparejado para el matrimonio un nuevo tipo de temor mezclado con vergüenza, como si ambos hubieran cometido un crimen que finalmente iba a ser descubierto.
A veces el hecho de que faltaran tres miembros de la familia les confería un extraño sentimiento de cosa concluida.
Nadie perdió la razón ni recurrió al suicidio. Ni sil quiera hubo enfermos. El espantoso suceso había pafl sado dejando apenas una sombra. Tomoko comenzó a aburrirse. Era como si esperara algo.
Durante largo tiempo no se habían permitido ir al teatro ni a conciertos, pero Tomoko esgrimió el pretexto de que tales esparcimientos no harían sino aliviar su pesar. Un famoso violinista norteamericano ofrecía algunos recitales y decidieron asistir a uno. Katsuo tuvo que quedarse en casa, pues Tomoko quiso ir al concierto en compañía de su marido.
Tardó mucho tiempo en prepararse. Era difícil peinar aquellos cabellos que, durante meses, no habían recibido ningún cuidado. Pero cuando Tomoko contempló su rostro en el espejo la asaltaron antiguas alegrías. Había olvidado cuan halagador puede volverse un espejo. No cabía duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por apartarnos de tan agradables consuelos.
Se probó sus kimonos hasta elegir, finalmente, uno rico y alhajado, color púrpura, con un obi de brocado. Masaru, que esperaba junto al automóvil, quedó sorprendido por la belleza de su mujer.
En el vestíbulo del teatro la gente se volvía para mirarla, lo cual complacía inmensamente a Masaru. Tomoko sentía, en cambio, que, pese a la admiración que despertaba en aquella gente elegante, algo faltaba para su contento. En otras épocas, hubiera vuelto a su casa profundamente satisfecha por haber atraído la atención. Se dijo que aquella insatisfacción que la carcomía debía ser sólo producto de la alegría y el bullicio que no hacían sino subrayar cuan lejos del olvido se encontraba su dolor. A fin de cuentas, no era más que la repetición del impreciso disgusto que le producía el no haber sido tratada como corresponde a una mujer afligida por el luto.
La música contribuyó a deprimirla, y cruzó el hall del teatro con una triste expresión en el rostro. Habló con una amiga y su aspecto pareció coincidir con las palabras de pesar que aquélla le prodigara.
Pero esa señora le presentó a un joven que, no conociendo el pesar de Tomoko, no pronunció ninguna frase de consuelo. Su conversación resultó de las más comunes e incluyó una o dos críticas acerca del concierto.
—¡Qué hombre tan mal educado! —pensó Tomoko, mientras seguía con la mirada su cabeza reluciente entre el público—. No dijo una sola palabra, cuando sin duda debería haber advertido mi profunda tristeza.
El joven era muy alto y sobresalía entre la gente. En determinado momento, Tomoko se encontró con sus ojos risueños y observó el mechón que le caía sobre la frente. Sintió una punzada de celos al contemplar a la mujer que lo acompañaba. ¿Acaso había esperado de aquel joven algo más que consuelo? ¿Quizás alguna palabra en especial? Toda su estructura tambaleó frente a tal pensamiento. La sospecha era totalmente irrazonable. Jamás había sentido la menor insatisfacción junto a su esposo.
—¿No tienes sed? —Masaru se había aproximado—. Allí hay un quiosco donde venden naranjada.
El público tomaba el refresco directamente de las botellas. Tomoko observó furtivamente la escena. No tenía sed. Recordó el día en que había apartado a Katsuo de la fuente y lo había obligado a beber agua hervida. Katsuo no era el único ser en peligro. Aquella na-, ranjada debía contener millones de gérmenes nocivos.
Su búsqueda de esparcimientos se volvió ligeramente demencial. Había algo vengativo en la certeza de que tenía que divertirse.
No se trataba, desde luego, de ser infiel a su marido. Iba a todas partes con él, o, por lo menos, deseaba hacerlo.
Su espíritu seguía sumergido en la muerte. Cuando, al volver de alguna reunión, observaba el sueño de Katsuo, a quien la criada había acostado a la hora debida, no podía dejar de pensar en los otros dos niños, y el remordimiento volvía nuevamente a asaltarla. No cabía duda de que la búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más segura de remover el dolor de su corazón.
Tomoko anunció, súbitamente, que quería volver a la costura. No era la primera vez que los altibajos y ocurrencias de su mujer se le antojaban a Masaru difíciles de seguir.
Tomoko comenzó a coser y su afán de diversiones se volvió menos ansioso. Comenzó a ocuparse tranquilamente de sí misma en un intento de convertirse en una buena ama de casa. Sintió que estaba «mirando la vida de frente».
La casa mostraba claras huellas de descuido. Erl como si Tomoko hubiera emprendido un largo viaje. Pasaba los días lavando y ordenando cosas. La anciana sirvienta observaba cómo su señora le quitaba el trabajo.
Tomoko encontró un par de zapatos de Kiyoo y unas zapatillas celestes de Keiko. Tales reliquias la sumergieron en hondas meditaciones y la hicieron sollozar a gusto, pero se le antojaron vehículos de mala suerte. Llamó a una amiga que estaba sumergida en obras de caridad y, sintiéndose en la cumbre del altruismo, regaló muchas cosas a un orfelinato, incluso ropa que hubiera sido aprovechable para Katsuo.
Al dedicarse Tomoko nuevamente a la costura, el pequeño Katsuo vio aumentar considerablemente su guardarropa. La joven pensó en
confeccionarse algunos sombreros a la última moda, pero no le quedó tiempo para ello. Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares. El zumbido y el mecánico andar de la aguja aventajaron a cualquier otra melodía como la de sus altos y bajos emocionales.
¿Cómo no lo había intentado antes? Aquella ayuda llegaba ahora en un momento en el que su corazón ya no tenía la fortaleza de tiempo atrás. Un día se pinchó un dedo, y al ver brotar la sangre se atemorizó profundamente. Asociaba el dolor a la muerte.
Pero el temor fue seguido por una emoción diferente de las anteriores. Si tan trivial incidente podía provocar la muerte, ¿no sería quizás aquélla una respuesta a sus oraciones? Pasó horas y horas frente a la máquina que, sin embargo, era el instrumento más seguro del mundo. Ni siquiera la rozaba.
Aún ahora se sentía insatisfecha. A la espera de algo. Masaru se desentendió de aquella vaga búsqueda y pasaron todo un día sin dirigirse la palabra.
Se aproximó el invierno. La tumba estaba pronta y las cenizas enterradas.
En la soledad del invierno se piensa con nostalgia en el verano. Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta. Y, sin embargo, lo sucedido parecía algo extraído de una obra de ficción. No cabía duda, tampoco, que junto a la chimenea encendida todo toma un aire de irrealidad.
Hacia mediados del invierno, Tomoko dio muestras de estar embarazada. Por primera vez el descuido había reivindicado sus naturales derechos. Nunca habían tomado tantas precauciones. Parecía extraño que el niño pudiera nacer normalmente. Lo natural hubiera sido perderlo.
Todo iba bien. Trazaron una línea divisoria con los recuerdos. Tomando coraje del niño que llevaba en sus entrañas, Tomoko tuvo por primera vez la fuerza de admitir que su dolor había terminado. No hizo sino reconocer un hecho concreto.
Tomoko intentó comprender. Sin embargo, es difícil interpretar los hechos cuando están aún a nuestro alcance. El entendimiento llega más tarde. Es entonces cuando se analizan las emociones; se efectúan las deducciones y todo tiene una posible explicación. Mirando atrás, Tomoko no podía sino sentirse insatisfecha frente a sus incongruentes sentimientos. No cabía duda de que el descontento permanecería en su corazón durante un lapso mucho más prolongado que el dolor mismo. Pero no era posible volver atrás e intentarlo todo de nuevo.
Se negó a ver falla alguna en sus reacciones. Era una madre y, por otra parte, no podía enfrentarse con dudas sobre su comportamiento.
Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.
El olvido llegó, inadvertidamente, cuando nadie lo esperaba. Logró filtrarse por un ínfimo intersticio e invadió el organismo como un germen invisible, abriéndose paso lenta pero seguramente. Tomoko atravesaba inconscientes presiones como cuando uno se resiste a un sueño. Rechazaba el olvido y se decía que aquél provenía de la fuerza transmitida por el nuevo hijo que había concebido. Pero el niño sólo ayudaba.
Los contornos del incidente iban diluyéndose lentamente, mitigándose y esfumándose por su propio desgaste.
En una oportunidad Tomoko había observado en el cielo de verano una espantosa imagen marmórea que se había disuelto, luego, en una nube. Los brazos caían, la cabeza se volvía invisible y la larga espada que llevaba en la mano se precipitaba al vacío. La expresión de aquel rostro pétreo era suficiente como para erizarle los cabellos a cualquiera. Finalmente se había borrado para desaparecer totalmente.
Un día encendió la radio y sintonizó un serial que hablaba de una madre que había perdido a su hijo. Tomoko se, asombró de la velocidad con que dispuso su ánimo para el pesar. Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.
Ahuyentaba las oscuras ondas de emoción que eran susceptibles de dañar al niño. Quería preservar su equilibrio interior. Y se sentía más complacida al seguir los dictados de cierta higiene mental que de someterse a insidiosas formas de olvido. Por encima de toda otra cosa, se sentía libre. Pese a todas las limitaciones, había salido de su cárcel. Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.
Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrimas en los funerales o en el transcurso de las visitas al cementerio. Creyó que, en su magnanimidad, había logrado olvidarlo todo.
Cuando, por ejemplo, al llegar la primavera, llevó a Katsuo hasta una plaza vecina, ya no pudo experimentar, aun intentándolo, el desgarramiento que la hubiera atenazado después de la tragedia, al ver a otros niños jugando en la arena. Aquellos niños podían vivir en paz. Tomoko los había perdonado. O al menos así lo creía ella.
Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre.
El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?
La tragedia brillaba a lo lejos como una luz en la montaña. Resplandecía con mayor o menor intensidad como el faro de Cabo Tsumeki, al sur de A. Beach. Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público. Así como un faro brilla sobre las playas y en la blanca espuma de la rompiente junto a solitarios acantilados durante las largas noches, del mismo modo la tragedia se reflejaba en la compleja vida cotidiana que los rodeaba. La gente aprendería la lección. Una vieja y simple enseñanza que los padres deben llevar grabada en la mente: «Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»
No se trataba, desde luego, de que Masaru y Tomoko hubieran sacrificado a una hermana y a dos hijos para impartir una enseñanza. Sin embargo, la pérdida de aquellas tres vidas no había servido para otra cosa. Y, a veces, una muerte heroica tampoco produce algo más.
El cuarto hijo de Tomoko fue una niña nacida hacia el fin del verano. Su felicidad no tuvo límites. Los padres de Masaru llegaron de Kanazawa para conocer a su nueva nieta, y mientras permanecieron en Tokio, Masaru los llevó hasta el cementerio.
Llamaron a la niña con el nombre de Momoko. Madre e hija se encontraban bien. Tomoko sabía cómo cuidar de la pequeña y Katsuo no ocultaba su alegría de tener nuevamente una hermana.
Corría el verano siguiente. Dos años habían pasado desde el accidente y uno desde el nacimiento de Momoko.
Tomoko sorprendió a Masaru anunciándole que deseaba ir a A. Beach.
—¿No habías dicho que jamás volverías allí?
—Quiero ir.
—Qué extraña eres. Yo no siento el menor deseo de hacerlo.
—¿Sí? Bueno, no hablemos más del asunto.
Permaneció cavilosa durante dos o tres días y, finalmente, dijo: —Me gustaría ir.
—Hazlo por tu cuenta.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tendría miedo.
—¿Para qué quieres ir a un sitio que te inspira temor?
—Quiero que vayamos todos allí. Nada hubiera sucedido si tú hubieras estado con nosotros. Quiero que vengas.
—Es imposible prever lo que puede suceder si te quedas por mucho tiempo. Yo no dispongo más que de cortas vacaciones.
—Con una noche será suficiente.
—Pero, es un sitio tan apartado y de acceso difícil...
Nuevamente preguntó a Tomoko qué motivaba su decisión. Ella repuso que no lo sabía. Luego, Masaru recordó una de las claves de las novelas policiacas a las cuales era tan afecto: el asesino vuelve siempre al escenario del crimen, pese a todos los riesgos que ello implica. Un extraño impulso llevaba a Tomoko a retornar al sitio donde habían muerto sus hijos.
Tomoko insistió por tercera vez, sin demasiada apremio, en el mismo tono monótono en que lo hiciera desde el comienzo, y Masaru decidió tomarse dos días de vacaciones, evitando las multitudes de los fines de semana.
El Eirakusö era la única hostería en A. Beach. Reservaron habitaciones en el extremo más alejado de las que ocuparan anteriormente. Como siempre, Tomoko se negó a viajar en el auto con su esposo en compañía de los niños. Tomaron, pues, un taxi en Itó.
Era el apogeo del verano. Junto a las casas que bordeaban el camino, los girasoles parecían hirsutas melenas de león. El taxi echaba tierra en sus honestas y francas caritas, pero los girasoles no parecían molestarse por ello.
Cuando divisaron el mar, Katsuo prorrumpió en gritos de júbilo. Tenía cinco años ahora y hacía ya dos que no iba a una playa.
Hablaron poco en el trayecto. El taxi se sacudía en forma tal que resultaba imposible mantener una conversación. De vez en cuando, Momoko decía algo que todos comprendían. Katsuo procedió a enseñarle la palabra «mar» y la pequeña señalaba hacia el otro lado fas rojas montañas murmurando «mar».
A Masaru se le antojó que Katsuo estaba enseñándole una palabra colmada de desventuras.
Llegaron al Eirakusö y el mismo gerente se precipitó a saludarlos. Masaru le deslizó una propina. Recordaba demasiado bien cuánto temblaba su mano con aquel otro billete de mil yens.
La hostería parecía tranquila. Aquél era un mal año. Masaru comenzó a recordar cosas y se volvió irritable. Reprendió a su mujer frente a los niños: —¿Qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Recordando cosas que desearíamos olvidar? ¿Cosas que habíamos logrado superar? Hay por lo menos cien lugares diferentes a los que podíamos haber ido en este primer veraneo con Momoko. Trabajo demasiado como para que me arrastren a viajes estúpidos.
—¿Pero no estabas de acuerdo en venir?
—Tú me obligaste a hacerlo.
El césped se doraba bajo el sol de la tarde. Todo estaba exactamente igual que dos años atrás. Una malla azul, verde y roja se secaba en la hamaca blanca. Dos o tres tejos desaparecían entre la hierba. Allí donde había reposado el cuerpo de Yasue, el césped tenía una tonalidad algo más oscura. Los rayos del sol parecieron, a través de las ramas, reproducir el verde ondular del traje de baño de Yasue. Masaru no sabía que allí habían depositado el cuerpo de su hermana. Sólo Tomoko sufrió aquella alucinación. Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. Para él y para los demás huéspedes, reflexionó Tomoko.
Su esposa guardaba silencio y Masaru estaba cansado de reñirla. Katsuo descendió al jardín y arrojó un tejo por el césped. Se agachó para ver hasta dónde llegaba. El tejo rebotó desganadamente entre las sombras, tomó súbito impulso y, por fin, cayó. Katsuo lo observaba sin moverse. Pensaba que quizás siguiera andando.
Las cigarras canturreaban, y Masaru, ahora silencioso, sintió cómo el sudor mojaba su cuello. Recordó sus deberes de padre: —Vamos a la playa, Katsuo.
Tomoko alzó a su hija y los cuatro se dirigieron a través del cerco hacia el bosquecillo de pinos. Las olas salpicaban la playa. Masaru caminó por la arena ardiente con zuecos prestados por el administrador de la hostería.
No había ninguna sombrilla y no más de veinte personas ocupaban la playa que comenzaba detrás de las rocas.
Permanecieron en silencio a la orilla del mar.
Aquel día también había grandes racimos de nubes. Parecía imposible que una masa tan cargada de luz pudiera mantenerse en el aire. Frente a las pesadas nubes del horizonte, otras, más livianas, flotaban en el espacio como abandonadas allí por una escoba. Aquellas más bajas parecían sostener alguna cosa. Excesos de luz y sombra velaban una oscura forma arquitectónicamente delineada como si fuera una melodía.
Debajo de las nubes avanzaba el mar, más amplio e inmutable que la tierra. Ésta nunca parece adueñarse del mar aun en sus bahías. El agua todo lo invade.
Las olas llegan, se rompen y se retiran. Su estruena do es como la intensa tranquilidad del sol de estío. Apenas un ruido. Más bien un silencio ensordecedor. Una lírica transformación de las olas, ondas que bien podrían llamarse luz, irrisión de las mismas olas... Ondas que llegan hasta sus pies y se retiran.
Masaru observó de reojo a su esposa.
Tomoko contemplaba el mar. La brisa agitaba su pelo y el sol no parecía desalentarla. Su mirada húmeda tenía algo regio. Los labios se apretaban en una fina línea, y en sus brazos llevaba a la pequeña Momoko, a quien un sombrerito de paja protegía de los rigores del sol.
Masaru recordaba haberle visto aquella expresión. Desde el accidente eran muchas las veces en que el rostro de Tomoko parecía no pertenecerle y trasuntaba la espera de algo que debería acontecer.
—¿Qué esperas? —quiso preguntar él en tono liviano. Pero no pudo pronunciar palabra. Pensó que lo sabía sin necesidad de preguntar nada.
Apretó con fuerza la mano de Katsuo.
¿Cómo no lo había intentado antes? Aquella ayuda llegaba ahora en un momento en el que su corazón ya no tenía la fortaleza de tiempo atrás. Un día se pinchó un dedo, y al ver brotar la sangre se atemorizó profundamente. Asociaba el dolor a la muerte.
Pero el temor fue seguido por una emoción diferente de las anteriores. Si tan trivial incidente podía provocar la muerte, ¿no sería quizás aquélla una respuesta a sus oraciones? Pasó horas y horas frente a la máquina que, sin embargo, era el instrumento más seguro del mundo. Ni siquiera la rozaba.
Aún ahora se sentía insatisfecha. A la espera de algo. Masaru se desentendió de aquella vaga búsqueda y pasaron todo un día sin dirigirse la palabra.
Se aproximó el invierno. La tumba estaba pronta y las cenizas enterradas.
En la soledad del invierno se piensa con nostalgia en el verano. Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta. Y, sin embargo, lo sucedido parecía algo extraído de una obra de ficción. No cabía duda, tampoco, que junto a la chimenea encendida todo toma un aire de irrealidad.
Hacia mediados del invierno, Tomoko dio muestras de estar embarazada. Por primera vez el descuido había reivindicado sus naturales derechos. Nunca habían tomado tantas precauciones. Parecía extraño que el niño pudiera nacer normalmente. Lo natural hubiera sido perderlo.
Todo iba bien. Trazaron una línea divisoria con los recuerdos. Tomando coraje del niño que llevaba en sus entrañas, Tomoko tuvo por primera vez la fuerza de admitir que su dolor había terminado. No hizo sino reconocer un hecho concreto.
Tomoko intentó comprender. Sin embargo, es difícil interpretar los hechos cuando están aún a nuestro alcance. El entendimiento llega más tarde. Es entonces cuando se analizan las emociones; se efectúan las deducciones y todo tiene una posible explicación. Mirando atrás, Tomoko no podía sino sentirse insatisfecha frente a sus incongruentes sentimientos. No cabía duda de que el descontento permanecería en su corazón durante un lapso mucho más prolongado que el dolor mismo. Pero no era posible volver atrás e intentarlo todo de nuevo.
Se negó a ver falla alguna en sus reacciones. Era una madre y, por otra parte, no podía enfrentarse con dudas sobre su comportamiento.
Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.
El olvido llegó, inadvertidamente, cuando nadie lo esperaba. Logró filtrarse por un ínfimo intersticio e invadió el organismo como un germen invisible, abriéndose paso lenta pero seguramente. Tomoko atravesaba inconscientes presiones como cuando uno se resiste a un sueño. Rechazaba el olvido y se decía que aquél provenía de la fuerza transmitida por el nuevo hijo que había concebido. Pero el niño sólo ayudaba.
Los contornos del incidente iban diluyéndose lentamente, mitigándose y esfumándose por su propio desgaste.
En una oportunidad Tomoko había observado en el cielo de verano una espantosa imagen marmórea que se había disuelto, luego, en una nube. Los brazos caían, la cabeza se volvía invisible y la larga espada que llevaba en la mano se precipitaba al vacío. La expresión de aquel rostro pétreo era suficiente como para erizarle los cabellos a cualquiera. Finalmente se había borrado para desaparecer totalmente.
Un día encendió la radio y sintonizó un serial que hablaba de una madre que había perdido a su hijo. Tomoko se, asombró de la velocidad con que dispuso su ánimo para el pesar. Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.
Ahuyentaba las oscuras ondas de emoción que eran susceptibles de dañar al niño. Quería preservar su equilibrio interior. Y se sentía más complacida al seguir los dictados de cierta higiene mental que de someterse a insidiosas formas de olvido. Por encima de toda otra cosa, se sentía libre. Pese a todas las limitaciones, había salido de su cárcel. Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.
Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrimas en los funerales o en el transcurso de las visitas al cementerio. Creyó que, en su magnanimidad, había logrado olvidarlo todo.
Cuando, por ejemplo, al llegar la primavera, llevó a Katsuo hasta una plaza vecina, ya no pudo experimentar, aun intentándolo, el desgarramiento que la hubiera atenazado después de la tragedia, al ver a otros niños jugando en la arena. Aquellos niños podían vivir en paz. Tomoko los había perdonado. O al menos así lo creía ella.
Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre.
El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?
La tragedia brillaba a lo lejos como una luz en la montaña. Resplandecía con mayor o menor intensidad como el faro de Cabo Tsumeki, al sur de A. Beach. Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público. Así como un faro brilla sobre las playas y en la blanca espuma de la rompiente junto a solitarios acantilados durante las largas noches, del mismo modo la tragedia se reflejaba en la compleja vida cotidiana que los rodeaba. La gente aprendería la lección. Una vieja y simple enseñanza que los padres deben llevar grabada en la mente: «Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»
No se trataba, desde luego, de que Masaru y Tomoko hubieran sacrificado a una hermana y a dos hijos para impartir una enseñanza. Sin embargo, la pérdida de aquellas tres vidas no había servido para otra cosa. Y, a veces, una muerte heroica tampoco produce algo más.
El cuarto hijo de Tomoko fue una niña nacida hacia el fin del verano. Su felicidad no tuvo límites. Los padres de Masaru llegaron de Kanazawa para conocer a su nueva nieta, y mientras permanecieron en Tokio, Masaru los llevó hasta el cementerio.
Llamaron a la niña con el nombre de Momoko. Madre e hija se encontraban bien. Tomoko sabía cómo cuidar de la pequeña y Katsuo no ocultaba su alegría de tener nuevamente una hermana.
Corría el verano siguiente. Dos años habían pasado desde el accidente y uno desde el nacimiento de Momoko.
Tomoko sorprendió a Masaru anunciándole que deseaba ir a A. Beach.
—¿No habías dicho que jamás volverías allí?
—Quiero ir.
—Qué extraña eres. Yo no siento el menor deseo de hacerlo.
—¿Sí? Bueno, no hablemos más del asunto.
Permaneció cavilosa durante dos o tres días y, finalmente, dijo: —Me gustaría ir.
—Hazlo por tu cuenta.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tendría miedo.
—¿Para qué quieres ir a un sitio que te inspira temor?
—Quiero que vayamos todos allí. Nada hubiera sucedido si tú hubieras estado con nosotros. Quiero que vengas.
—Es imposible prever lo que puede suceder si te quedas por mucho tiempo. Yo no dispongo más que de cortas vacaciones.
—Con una noche será suficiente.
—Pero, es un sitio tan apartado y de acceso difícil...
Nuevamente preguntó a Tomoko qué motivaba su decisión. Ella repuso que no lo sabía. Luego, Masaru recordó una de las claves de las novelas policiacas a las cuales era tan afecto: el asesino vuelve siempre al escenario del crimen, pese a todos los riesgos que ello implica. Un extraño impulso llevaba a Tomoko a retornar al sitio donde habían muerto sus hijos.
Tomoko insistió por tercera vez, sin demasiada apremio, en el mismo tono monótono en que lo hiciera desde el comienzo, y Masaru decidió tomarse dos días de vacaciones, evitando las multitudes de los fines de semana.
El Eirakusö era la única hostería en A. Beach. Reservaron habitaciones en el extremo más alejado de las que ocuparan anteriormente. Como siempre, Tomoko se negó a viajar en el auto con su esposo en compañía de los niños. Tomaron, pues, un taxi en Itó.
Era el apogeo del verano. Junto a las casas que bordeaban el camino, los girasoles parecían hirsutas melenas de león. El taxi echaba tierra en sus honestas y francas caritas, pero los girasoles no parecían molestarse por ello.
Cuando divisaron el mar, Katsuo prorrumpió en gritos de júbilo. Tenía cinco años ahora y hacía ya dos que no iba a una playa.
Hablaron poco en el trayecto. El taxi se sacudía en forma tal que resultaba imposible mantener una conversación. De vez en cuando, Momoko decía algo que todos comprendían. Katsuo procedió a enseñarle la palabra «mar» y la pequeña señalaba hacia el otro lado fas rojas montañas murmurando «mar».
A Masaru se le antojó que Katsuo estaba enseñándole una palabra colmada de desventuras.
Llegaron al Eirakusö y el mismo gerente se precipitó a saludarlos. Masaru le deslizó una propina. Recordaba demasiado bien cuánto temblaba su mano con aquel otro billete de mil yens.
La hostería parecía tranquila. Aquél era un mal año. Masaru comenzó a recordar cosas y se volvió irritable. Reprendió a su mujer frente a los niños: —¿Qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Recordando cosas que desearíamos olvidar? ¿Cosas que habíamos logrado superar? Hay por lo menos cien lugares diferentes a los que podíamos haber ido en este primer veraneo con Momoko. Trabajo demasiado como para que me arrastren a viajes estúpidos.
—¿Pero no estabas de acuerdo en venir?
—Tú me obligaste a hacerlo.
El césped se doraba bajo el sol de la tarde. Todo estaba exactamente igual que dos años atrás. Una malla azul, verde y roja se secaba en la hamaca blanca. Dos o tres tejos desaparecían entre la hierba. Allí donde había reposado el cuerpo de Yasue, el césped tenía una tonalidad algo más oscura. Los rayos del sol parecieron, a través de las ramas, reproducir el verde ondular del traje de baño de Yasue. Masaru no sabía que allí habían depositado el cuerpo de su hermana. Sólo Tomoko sufrió aquella alucinación. Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. Para él y para los demás huéspedes, reflexionó Tomoko.
Su esposa guardaba silencio y Masaru estaba cansado de reñirla. Katsuo descendió al jardín y arrojó un tejo por el césped. Se agachó para ver hasta dónde llegaba. El tejo rebotó desganadamente entre las sombras, tomó súbito impulso y, por fin, cayó. Katsuo lo observaba sin moverse. Pensaba que quizás siguiera andando.
Las cigarras canturreaban, y Masaru, ahora silencioso, sintió cómo el sudor mojaba su cuello. Recordó sus deberes de padre: —Vamos a la playa, Katsuo.
Tomoko alzó a su hija y los cuatro se dirigieron a través del cerco hacia el bosquecillo de pinos. Las olas salpicaban la playa. Masaru caminó por la arena ardiente con zuecos prestados por el administrador de la hostería.
No había ninguna sombrilla y no más de veinte personas ocupaban la playa que comenzaba detrás de las rocas.
Permanecieron en silencio a la orilla del mar.
Aquel día también había grandes racimos de nubes. Parecía imposible que una masa tan cargada de luz pudiera mantenerse en el aire. Frente a las pesadas nubes del horizonte, otras, más livianas, flotaban en el espacio como abandonadas allí por una escoba. Aquellas más bajas parecían sostener alguna cosa. Excesos de luz y sombra velaban una oscura forma arquitectónicamente delineada como si fuera una melodía.
Debajo de las nubes avanzaba el mar, más amplio e inmutable que la tierra. Ésta nunca parece adueñarse del mar aun en sus bahías. El agua todo lo invade.
Las olas llegan, se rompen y se retiran. Su estruena do es como la intensa tranquilidad del sol de estío. Apenas un ruido. Más bien un silencio ensordecedor. Una lírica transformación de las olas, ondas que bien podrían llamarse luz, irrisión de las mismas olas... Ondas que llegan hasta sus pies y se retiran.
Masaru observó de reojo a su esposa.
Tomoko contemplaba el mar. La brisa agitaba su pelo y el sol no parecía desalentarla. Su mirada húmeda tenía algo regio. Los labios se apretaban en una fina línea, y en sus brazos llevaba a la pequeña Momoko, a quien un sombrerito de paja protegía de los rigores del sol.
Masaru recordaba haberle visto aquella expresión. Desde el accidente eran muchas las veces en que el rostro de Tomoko parecía no pertenecerle y trasuntaba la espera de algo que debería acontecer.
—¿Qué esperas? —quiso preguntar él en tono liviano. Pero no pudo pronunciar palabra. Pensó que lo sabía sin necesidad de preguntar nada.
Apretó con fuerza la mano de Katsuo.
EL TREMO Yukio Mishima
EL TERMO
I
KAWASE había pasado seis meses en Los Ángeles por negocios de su compañía. Hubiera podido volver directamente a Japón, pero había decidido quedarse en San Francisco por algunos días.
Mientras hojeaba el Chronicle en su hotel, sintió, de pronto, deseos de leer algo en japonés. Tomó una carta de su mujer:
«Parecería que Shigeru recuerda a su padre de vez en cuando. Sin motivo aparentemente, pone cara de preocupación y dice: "¿Dónde está papá?" Lo del termo todavía surte efecto cuando se porta mal. Tu hermana de Setegaya estuvo aquí el otro día y dice que jamás había oído que un chico tuviera miedo de los termos. Quizás por ser viejo, el termo pierde aire alrededor del corcho y hace ruidos como si fuera un anciano quejoso. Cuando lo oye, Shigeru decide portarse bien. Estoy segura de que tiene más miedo del termo, que de su indulgente padre.»
Una vez leída la carta, que ya casi conocía de memoria, Kawase no supo qué hacer.
Era un espléndido día de octubre, pero todas las luces estaban encendidas en el salón, lo cual era bastante deprimente. La gente mayor, ataviada con sus mejores galas, se paseaba, pese a lo temprano de la hora, con movimientos de juncos ondulantes. La luz se reflejaba en el monóculo de un anciano que leía el periódico sentado en las profundidades de un sillón.
Abriéndose paso a través del equipaje de variados colores de lo que parecía ser un grupo de turistas, Kawase dejó su llave en recepción —tan bulliciosa como de costumbre— y empujó la puerta de grueso cristal.
Cruzó la calle Geary bajo el deslumbrante sol de otoño y dobló, luego, por la calle Powell, que exhibía sus cafés, tiendas de regalos, night clubs baratos y una marisquería en cuya puerta figuraba la proa de un clipper.
Desde lejos, Kawase distinguió una figura que avanzaba hacia él.
A pesar de la distancia, advirtió de inmediato que se trataba de una japonesa, no de segunda o tercera generación, entendámonos, sino de una japonesa nativa. No deducía aquello de su vestimenta, pues la dama en cuestión, imitando cuidadosamente la ropa estilizada de las grandes ciudades, se había puesto sombrero, un collar de perlas y un espléndido abrigo de visón plateado. Sin embargo, su rostro empolvado era una pizca demasiado blanco y, aun cuando no había fallas en su atuendo, su paso firme tenía algo de artificioso. Como resultado de todo ello, la niña que llevaba de la mano, parecía semicolgada en el aire.
—Bueno, bueno... —la exclamación fue dicha en un tono tan alto que los transeúntes se volvieron a mirar—. Te reconocí inmediatamente. Siempre es fácil reconocer a un japonés desde lejos. ¡Caminas como si llevaras un par de espadas colgando del cinturon!
—¿Y qué supones que pareces tú? —Kawase había olvidado también los saludos que se suelen intercambiar con alguien a quien no vemos desde tiempo atrás.
Era como si la distancia entre el pasado y el presente, por lo general tan precisa, se hubiera acortado en unos cuantos centímetros.
Le desagradó que se acortara en un país extranjero. El sistema japonés de medidas se alteraba así. Había veces en las que un encuentro casual en el extranjero era causa de efusiones que luego había que lamentar, pues la distancia nunca volvía a ser normal. La dificultad no se circunscribía a las relaciones entre hombres y mujeres. Kawase había pasado ya por aquella experiencia con otros hombres que, además, no eran sus íntimos amigos.
Resultaba evidente que durante los últimos años aquella mujer había sido sometida a un riguroso entrenamiento en los usos y costumbres occidentales. Había aprendido a usar los vestidos y el maquillaje apropiados, pero la falta de adaptación del neófito podía advertirse aún en la forma en que aplicaba el polvo a su rostro. Las mujeres occidentales no tienen reparo en abrir sus polveras en público y retocar su maquillaje a vista y paciencia de todos. De ello resulta, muchas veces, un cierto descuido que se vuelve más notorio en zonas, como los costados de la nariz, hasta las que no llega el polvo en una capa pareja. En cambio, en el arreglo de aquella mujer no había nada librado al azar.
Siempre de pie, intercambiaron los motivos que les habían hecho llegar hasta Los Ángeles.
El patrón o protector de la mujer era un exportador que viajaba con frecuencia a los Estados Unidos y la había enviado en un viaje de inspección que precedía a la apertura de un nuevo restaurante japonés en San Francisco. La mujer llegaría probablemente a ejercer la gerencia del establecimiento, y no porque su patrón deseara exilar a una amante indeseable. Para ella era como si el hombre hubiera dispuesto abrir una hostería en Atami o en cualquier otro paraje cercano a Tokio. Era un empresario en escala heroica.
La niña comenzaba a impacientarse.
—¿Por qué no tomamos una taza de té? —la mujer hablaba como si estuvieran caminando juntos por el Ginza. Kawase asintió, pues no tenía otra cosa que hacer, pero no supo cómo llamarla. No le pareció oportuno emplear el nombre de Asaka o Perfume Tenue con el que se hacía llamar cuando era geisha, hasta hacía poco más de cinco años.
II
El salón de té no era tan refinado como los que pueden encontrarse en el Ginza. Poseía un ruidoso comedor para comidas rápidas con un largo mostrador en el centro y un escaparate para la venta de tabaco y regalos. Kawase tomó a la niña en brazos y la sentó en un taburete del mostrador. Quedó naturalmente sobreentendido que la sentarían entre ellos y hablarían por encima de su cabeza. Era una chica silenciosa y el dulce calor que emanaba de ella dejó un suave recuerdo en los brazos de Kawase.
No había otros orientales en el lugar. El acero inoxidable que enmarcaba la ventana por la que se servían las fuentes, se empañaba con el vapor. Apenas limpia, reflejaba nuevamente los blancos delantales de las camareras. Eran todas mujeres de mediana edad y lucían recargados maquillajes. Aun cuando intercambiaban breves saludos con los clientes habituales, no sonreían fácilmente.
—La mujer de Clark Gable está en San Francisco —dijo la rubia que estaba sentada a la izquierda de Kawase—; me la presentaron en una reunión.
—¿Ah, sí? Debe ser bastante vieja ya...
Prestando atención a medias, Asaka se quitó el abrigo y lo dejó caer alrededor de sus caderas. Solamente en la nuca, que ya no necesitaba cuidar tanto como cuando era geisha, mostraba la fácil negligencia de la profesional que se vuelve amateur. Llevaba un peinado alto y Kawase se sorprendió al notar la oscuridad de su piel.
—No son muy amables, pero trabajan mucho —dijo Asaka en alta voz, mientras seguía a las camareras con la mirada—. A Kawase le gustó ver en sus ojos atentos el reflejo de entusiasmo que le producían todas las cosas nuevas vinculadas con su nuevo trabajo. Siempre había sido hermosa, pensó y recordó en cuántas oportunidades la había contemplado como si observara un fuego lejano.
Feliz de poder hablar en japonés, Asaka relató los preparativos de su viaje a los Estados Unidos. En primer lugar, había aprendido inglés con su patrón. Dejando de lado la música japonesa antigua y moderna, había dedicado todo su tiempo libre a escuchar los Discos Linguaphone. Del mismo modo, usaba para toda hora los vestidos occidentales antes sólo reservados para los peores días del verano. Había ido diariamente a una modista muy elegante y su patrón la había aconsejado sobre colores y diseños. Al parecer, aquel patrón era un hombre que no hacía distingos entre la lujuria y la educación y no podía haber logrado mejor material que Asaka para formar a una mujer según sus gustos.
Asaka podía haber bailado el mambo en kimono en los night clubs, pero pocos hombres lograrían una mujer que respondiera más favorablemente a un intento educacional.
Cuando ya terminaba su larga historia, las camareras trajeron el pedido y con una sonrisa dura y negligente depositaron un batido de vainilla frente a la niñita de ojos rasgados.
—Me llamo Hamako —dijo Asaka, presentando a su hija con notable retraso—. Apoyó la mano en su cabeza para obligarla a hacer una reverencia, pero la niña se resistió y, arrodillándose sobre el taburete, se concentró en su batido. Era demasiado pequeña para alcanzar el mostrador.
A Kawase le gustó que la niña no fuera ceremoniosa. Tenía buenos rasgos semejantes a los de su madre y, mientras chupaba su helado y se apartaba el pelo con la mano abierta, observó que su perfil era muy lindo. Se mantenía callada, dejando conversar a los mayores.
—La gente siempre me pregunta cómo hice para tener una hija tan silenciosa —comentó Asaka, pero, de inmediato, volvió a temas más serios.
El lugar estaba saturado de un aroma americano muy especial, hecho de fragancias medicinales y del persistente y dulzón olor de los cuerpos. Las clientas eran, en su mayoría, mujeres de edad mediana o mayores, de ojos orgullosos y labios muy pintados, que devoraban grandes tartas y sandwiches. Pese al ruido y al alboroto de la tienda, había algo marcadamente melancólico en las mujeres solas y sus apetitos. Parecían tristes como si fueran otras tantas máquinas de consumo.
—Quiero pasear en tranvía —dijo Hamako, que ya había vaciado la mitad de su copa.
—Es lo que quiere hacer todos los días. Sin embargo, podemos muy bien pagarnos un taxi...
—¡Oh, hasta los turistas ricos van en tranvía ¡No vas a rebajarte por eso!
—¿Te estás burlando? No me extrañaría. Eras bastante punzante en otros tiempos.
Era la primera vez que Asaka mencionaba aquellos «otros tiempos».
—Bueno, yo te llevaré a dar una vuelta en el tranvía si tu madre no lo hace —prometió Kawase, mientras jeslizaba la propina bajo el plato y examinaba la cuenta.
Se pasó una mano por la frente. No le dolía la cabeza, pero ya ahora que iba a volver a casa, todo el cansancio del viaje parecía concentrarse allí. Pensó que un paseo en tranvía podría disipar tan molesta sensación.
Antes de ayudar a Hamako a bajar del taburete, Asaka se envolvió nuevamente en su abrigo de visón. Kawase la ayudó.
—Siempre lo olvido. Es el caballero quien tiene que servir a la dama —suspiró Asaka—. Todavía no estoy acostumbrada a tales amabilidades.
—Tendrás que aprender a ser más altiva.
—O a tener más dignidad...
Asaka se sentó sobre el taburete y arqueó la espalda. La abundancia de sus formas bajo la chaqueta del traje, despertaba la envidia de las mujeres apoyadas en el mostrador. Kawase recordó cómo, en otros tiempos, se paraba detrás de ella, mientras arqueaba la espalda como ahora, y la ayudaba a atar su obi. La suavidad del abrigo de visón perdía en comparación con la rígida y limpia austeridad del obi. Kawase hizo una extraña asociación. Era como si el portal grande, de laca bermellón con remaches negros, de la mansión de alguna dama de la nobleza, se convirtiera, de pronto, en una brillante puerta giratoria.
III
Así como dos personas esquivan los charcos después de una tormenta, ambos evitaron hablar de otros tiempos con gran habilidad. Para hablar del presente sólo tenían San Francisco. Eran dos viajeros sin ninguna otra vida.
Cuanto más observaba a Asaka, más veía debajo de la elegancia occidental la influencia de su patrón-educador. La Asaka del pasado era casi una experta en danzas japonesas y adoptaba naturalmente poses de baile con sus delicados dedos en un ademán formal, tapándose la boca con la mano para reírse o asustarse. Ahora todo había cambiado. En realidad no había adquirido una elegancia occidental que reemplazara la elegancia oriental. Sus movimientos eran extremadamente angulosos. Kawase podía imaginar la incesante labor del patrón para corregir todos aquellos pequeños amaneramientos. Era como si la hubiera enviado a América con sus huellas digitales impresas en todo el cuerpo. Sólo permanecía, como vestigio de los antiguos tiempos, el polvo demasiado blanco. Quizá era aquél su único gesto de desafío al encontrarse sola en un país extranjero. Y a decir verdad, antes había sido aún mucho más blanco.
Mientras Asaka esperaba el tranvía llevando a su hija de la mano, Kawase observó nuevamente el abrigo de visón y se preguntó dónde guardaría ahora su pequeño paquete de pañuelos de papel. Antes, solía llevar una reserva en su obi. Cuando pasaban la noche juntos, el papel se hacía sentir en varias formas delicadas. Kawase acostumbraba a bailar con su mano dentro del lazo del obi y allí encontraba el cálido bulto del papel y lo hacía crujir deliberadamente mientras bailaban. Entonces, una íntima y cautelosa sonrisa aparecía en los labios de ella para disimularlo. A veces, lánguidamente sentada, hecha un ovillo, comenzaba a desatar su obi y con un gesto delicado tomaba el papel y lo depositaba sobre la estera de tatami. Una cierta pesadez en los movimientos hablaba de la humedad de las noches en la época de las lluvias. En noches como ésas, Kawase deslizaría su mano dentro del lazo del obi y lo sentiría tan cálido y húmedo como el interior de un baño turco. Era difícil imaginar que más tarde, cuando se desatara el obi, produciría el fresco y limpio crujido de la seda.
Luego, al aparecer la primera luz de la mañana a través del vidrio escarchado de la ventana, el papel se iluminaba y Kawase veía nacer el día en aquel cuadrado blanco. Asaka nunca olvidaba sacar el papel cuando se desataba el obi, pero, a veces, no recordaba ponérselo nuevamente cuando se vestían a la mañana siguiente.
Algunas veces, mientras discutían, el papel estaba allí como una clara y blanca señal sobre la estera.
Mientras afloraban aquellos recuerdos en su memoria, Kawase pensó que la mujer envuelta en el abrigo. de visón no tenía dónde poner el abultado paquete. La pequeña ventana blanca había desaparecido.
Llegó el tranvía y los tres subieron a él. Con el sonido nostálgico de su campanilla y un ruido de cómoda desvencijada —como el de los viejos tranvías de Tokio—, el tranvía comenzó a abrirse paso trabajosamente por la calle Powell.
La parte trasera del vehículo era un tranvía común, pero en la delantera podían verse bancos, pilares y sitio para colocarse a ambos lados del conductor que manipulaba con eficiencia dos grandes palancas de hierro.
El antiguo vehículo deleitaba a Hamako. Tomaron asiento y observaron cómo se deslizaban las ventanas por la pendiente de la loma frente a ellos.
—¡Qué divertido! —repetía Hamako, una y otra vez.
—¡Qué divertido! —dijo Asaka a media voz sólo para Kawase. Parecía querer esconder bajo las palabras el placer que le producía el viaje.
Por la camaradería que empleaba, Kawase advirtió que no era lo que comúnmente se entiende por una madre respetable que guarda las distancias con su hija.
Descendieron del tranvía en la parte alta de la colina y, como no tenían nada que hacer, tomaron otro para retornar a la ciudad. El pronunciado declive hacía el descenso aún más fascinante. Cinco o seis mujeres maduras, turistas aparentemente, chillaban y gritaban como si estuvieran en un parque de atracciones; sin dejar, por eso, de observar las indiferentes expresiones de los lugareños como buscando una reacción a su puerilidad. Aquellas mujeres eran grandes, algo velludas y ostentaban llamativas chaquetas verdes y coloradas.
Cuando llegaron nuevamente a la plaza de donde habían partido, Asaka se despidió amablemente. Estaba invitada a almorzar, pero tendría el mayor gusto en cenar aquella noche con Kawase si éste no tenía otro compromiso. Kawase tomó la mano de Hamako y caminó con ellas hasta el hotel, que estaba muy cerca de la plaza.
Se detuvieron frente a un escaparate atiborrado de artículos para picnic. El equipo completo, hecho en escocés estridente, contrastaba agradablemente con el césped artificial. La decoración estaba planeada dentro de un cuidadoso desorden. Aquéllas podían haber sido cosas que los turistas hubieran dejado casualmente allí mientras se dirigían al río a lavarse las manos.
—En el Japón sería imposible encontrar un equipo como éste —comentó Asaka con la nariz casi pegada al vidrio. Kawase pensó que, probablemente, ella había pasado su niñez sin siquiera saber lo que era ir de picnic. La atraían los artículos para niños. En una ocasión le había sido imposible apartarla de una vidriera en la que se exhibían muñecas con trajes de fiesta. Su patrón, tan atento a la educación occidental que le impartía no había advertido quizás esta faceta de su carácter.
Perdida en su contemplación, Asaka parecía olvidarse de su presencia. De pronto, señaló un termo con tapa escocesa:
-—Hamako, ahora que eres una chica mayor, ya no les tienes miedo a los termos, ¿no es cierto?
—No.
—Pero, ¿te acuerdas de cuándo lo tenías?
—No.
—Así me gusta que contestes. Como una niña grande —Asaka sonrió como si, por primera vez, buscara el asentimiento de Kawase.
Kawase se había entretenido mirando el sol que inundaba la calle y el rostro sonriente vuelto hacia él pareció mezclarse con la reverberación luminosa que lo hacía aparecer como una máscara flotando en el aire. Había escuchado a medias la conversación, pero algo como un doloroso nudo le oprimía el pecho. Un instante después comprendió que debía fingir un diálogo que se suponía incomprensible para un extraño.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, tratando de dar a su tono el acento más trivial.
—De nada, en realidad. Lo que sucede es que cuando Hamako tenía año y medio, la aterrorizaban los termos. Cuando contienen té producen un ruido burbujeante muy. especial alrededor del corcho que la paralizaba de miedo. Si no quería obedecer, yo le mostraba un termo y la amenazaba con él. Añora ya no tengo que hacerlo más.
—Los niños se asustan de las cosas más inverosímiles.
—¿Cuándo se ha oído que una niña le tuviera miedo a los termos? —prosiguió Asaka, que parecía empeñada en describir una habilidad poco común de su hija—. Su abuela se reía mucho de todo este asunto. Decía que a Hamako le daría un ataque de nervios si, cuando fuera grande, algún ejecutivo de una companía de termos se enamorara de ella.
IV
Aquella noche Asaka se presentó sola. Había contratado a una niñera negra para que se quedara con Hamako en el hotel. Felizmente la niña la había encontrado muy de su agrado.
Tomaron ostras crudas y cangrejo salteado en el restaurante francés llamado «Old Poodle Dog». Como postre, encargaron cerezas Jubilee.
Kawase se había recobrado del golpe que le causara el asunto del termo. Se decía que era víctima de ideas tontas y culpaba de ellas a su imaginación demasiado fértil.
La melancolía de la carta de su mujer lo inundó otra vez y, sin razón alguna, sintió que ella y su hijo eran aún más tristes que Asaka y su pequeña. Era aquél un pensamiento necio y sin fundamento, pero no podía apartarlo de su mente.
Amparándose en las fuerzas que dispensa el alcohol, trató de evitar el presente y volvió al tema prohibido de los tiempos pasados: —Fue en la época de las lluvias, ¿no es cierto?, cuando sentiste esos calambres en el estómago y tuvimos que llamar al médico del hotel. Nos asustaste.
—Es que creí que iba a morirme. Y aquel médico descarado no hacía más que empeorar las cosas...
—¡La cuenta fue terrible también!
—Me acuerdo del kimono que llevaba aquella noche. Era, por supuesto, de seda gruesa con franjas horizontales cosidas en forma tal que las franjas se encontraban en las costuras con otras de diferente color. Primero, una franja sepia esfumada, más o menos de diez centímetros de ancho; luego, una franja gris del mismo ancho, y arriba, todo blanco. ¿Te acuerdas?
—Perfectamente —en realidad sus recuerdos eran algo borrosos.
—El obi era muy lindo también. Dos ramas de bambú blanco sobre fondo bermellón. Nunca he vuelto a usarlo. Siempre les tuve miedo a los calambres estomacales.
Aquélla era una rara combinación. La mujer en vestido de cóctel negro con un prendedor en el pecho, llevándose a los labios un vaso de vino con marcas de pintura y hablando de un antiguo kimono.
Poco faltó para que Kawase dijera: —Esta mañana, cuando mencionaste el asunto del termo, pensé que, quizás, te estuvieras desquitando conmigo después de todos estos años. A decir verdad, mi propio hijo... —pero se contuvo y cerró la boca justo a tiempo.
Se habían separado cinco años atrás en las circunstancias más desagradables. El disgusto comenzó cuando una de las colegas de Asaka, llamada Kikuchiyo, confió un secreto a Kawase. Le preguntó si sabía de las relaciones que había mantenido Asaka con un importante comerciante durante algunos meses. Aquel hombre pensaba librarla de sus obligaciones como geisha. Por otra parte, no le ocultó que, en repetidas oportunidades, ambos se habían marchado juntos a Hakone. La noticia asombró a Kawase. Aun cuando era de día, ordenó a Asaka ir hasta la cafetería de Ginza donde tenían por costumbre encontrarse.
En cierto modo, su indignación carecía de fundamento. Habría que haberle preguntado, en primer lugar, si no estaba fuera de proporción con el afecto que sentía por ella. En todas sus relaciones con mujeres había dejado sentado un tácito acuerdo por el que él no pensaba ni remotamente en casarse. No perdía oportunidad de formular cínicos comentarios sobre aquellos que deseaban una pacífica vida matrimonial y siempre pedía a la mujer que lo acompañaba que se uniera a su risa.
El paso siguiente era la retirada de la mujer en defensa propia. Fingía considerar su relación como franca y alegre, y luego, ambos, deseaban y trataban de pensar de esa manera. Mitad por razones de conveniencia y mitad por razones de buen gusto, Kawase había decidido mantener con Asaka este tipo de relación. Pero, finalmente, el esfuerzo arrojó un débil tinte de desesperación y el vacío se apoderó de sus burlas e ironías. Creyeron, pues, en la ilusión de ser invulnerables.
Fue entonces cuando Kikuchiyo trajo su información.
Kawase quiso ver hasta dónde lo llevaba su indignación, pero la respuesta de Asaka fue absolutamente inaceptable. Con su habitual vehemencia, Kawase suponía que ella respondería a sus burlas con otras burlas y a su pasión contenida con el mismo sentimiento. Como aborrecía verse solo en una situación incierta, había esperado que la mujer también se entregara a la comedia y contestara con la excitación correspondiente.
Tercamente callada, Asaka estaba sentada con una compostura casi excesiva junto a la ventana de la cafetería, vacía a aquella temprana hora de la tarde.
El silencio se le antojó a Kawase como una prueba de necedad. ¿Cómo no comprendía ella que su excitación equivalía a una demostración de amor? Había esperado ver aparecer en sus ojos un innegable placer frente a sus acusaciones. Y con sólo vislumbrar aquel placer lo hubiera perdonado todo.
Kawase no tardó demasiado en decir todo cuanto pensaba y ambos permanecieron en silencio, evitando mirarse a los ojos. La tarde otoñal estaba nublada, pero era fácil estudiar en todos sus detalles los tubos de neón cubiertos de polvo del cabaret de enfrente. Abajo, la calle hervía de transeúntes.
Asaka miraba obstinadamente por la ventana. De pronto, sin el menor cambio de expresión, rompió a florar y dijo: —Creo que voy a tener un hijo. Un hijo tuyo.
Fue aquella observación lo que movió a Kawase, que por otra parte jamás hubiera pensado en hacer semejante cosa, a dejarla. ¡Qué trampa burda! Los recuerdos de su limpia y alegre aventura parecieron desvanecerse al caer en el sucio mundo de las negociaciones y los regateos. Ni siquiera sintió deseos de decir lo que hubieran preguntado la mayoría de los hombres. ¿De quién era el niño? Lo dijo, sin embargo, muy claramente, con un ojo puesto en lo que venaría más adelante. Los gestos de danza y el grueso maquillaje blanco de profesional disgustaron por primera vez a Kawase. Le habían parecido, hasta entonces, la esencia de la elegancia y de la finura. Ahora se habían vuelto símbolos de la vulgaridad. Estaba satisfecho de que la falta de sinceridad de ella hubiera provocado su resolución.
—... a decir verdad, mi propio hijo...
Quizás Asaka no había adivinado el contenido de la observación que él había estado a punto de formular. Sin embargo, lo frenó a la manera occidental, con un ligero guiño.
El gesto agradó a Kawase y el hecho de que hubiera refrenado su lengua, no por él, sino por Asaka, le produjo una dulce y emocionante sensación.
—¿Les agradaron las cerezas Jubilee?—preguntó el mozo.
Kawase había pensado dejar el 15 por ciento de propina sobre el total de la cuenta. Sin embargo, dejó una suma mayor.
V
Durante las doce horas de vuelo en su viaje de regreso al Japón, Kawase fue varias veces hasta el salón de fumar, y recordó la brillante luz matutina del hotel en donde había pasado la noche con Asaka.
La regla que estipulaba que los clientes no podían llevar mujeres a sus habitaciones, se volvía una formalidad sin aplicación práctica frente a la imposibilidad de controlar cientos de cuartos.
Los corredores estaban vacíos a altas horas de la noche y ni siquiera existía el peligro de ser oído al caminar sobre las gruesas alfombras que se extendían bajo viejas lámparas.
Algo ebrios, Asaka y Kawase apostaron cinco dólares a si podían o no darse una docena de besos entre el ascensor y la habitación que se hallaba a regular distancia. Kawase se hizo acreedor al premio.
Cuando se despertaron por la mañana, después de un corto sueño, descorrieron las cortinas y contemplaron la bahía de San Francisco que, entre edificios, brillaba a lo lejos bajo la luz del sol.
Mientras ingería su solitario desayuno de la mañana anterior, Kawase había arrojado migas a las palomas que se posaban sobre el alféizar. Volvieron nuevamente al oír abrirse la ventana. No hubo migas, sin embargo, pues Kawase no podía pedir el desayuno a su habitación. Decepcionadas, las palomas se retiraron a un hueco, bajo el alféizar, estirando el cuello de vez en cuando, como esperando su ración. Luego, se alejaron volando. Sus cuellos eran una intrincada combinación de azul, marrón y verde.
El tranvía pasaba ya por la calle haciendo sonar su campanilla. Asaka llevaba una combinación negra y tenía los bien torneados hombros desnudos. La suya era una carne que Kawase había conocido bien. Sin embargo, en el extranjero parecía emanar de ella un aroma simple y fuerte como el de las praderas, completamente diferente al perfume artificial del polvo y de los kimonos. El hecho de que la piel de Asaka le produjera tan enorme placer pese a ser de su mismo color, configuraba una de esas extrañas contradicciones solamente posibles en un país extraño.
Era una hermosa mañana y todas las trabas y ataduras que habían pesado sobre el corazón de Kawase desde la mañana anterior, desaparecieron milagrosamente.
Cerrando el cuello del pijama para protegerse del frío, Kawase dijo ingeniosamente: —¿Y qué harás esta vez si tienes un hijo?
Asaka estaba sentada frente al espejo como una prostituta extranjera. Contemplaba su imagen, encandilada por el sol. La curva suave de sus hombros parecía irradiar luz.
—Si tengo un hijo, será de Sonoda —contestó, mencionando con ligereza el nombre de su patrón.
Sin embargo, a medida que se aproximaba al Japón los recuerdos se desvanecían para dejar paso a la imagen desamparada de su mujer y de su hijo. Kawase no sabía realmente por qué ponía tanto énfasis en representárselos con colores tristes y sentimentales. ¿Había acaso algo que determinara aquel enfoque? Su mujer le había escrito una vez por semana durante el tiempo que había durado su ausencia, y sus cartas indicaban que todo marchaba bien.
El jet volaba ahora muy bajo sobre el mar. Las luces de la cabina estaban apagadas para que los pasajeros pudieran contemplar mejor la iluminación de Tokio. Se escuchaba una música suave. Aparentemente el avión iba desde la bahía de Yokohama hasta el aeropuerto de Haneda. Los racimos de luces iban aproximándose lentamente. Toda la tristeza tensa de la ciudad —la multitud en relación directa con la angustia—, parecía reflejarse en ellos.
En medio de la creciente inquietud que significa el regreso al hogar después de un largo viaje por el extranjero, Kawase escuchaba el profundo ronquido de los motores y se entregaba al oscilante fluir del tiempo delimitado por las balizas de las pistas que emergían del desorden.
La confusión de la aduana, la irritante espera por el equipaje... Luego de ejecutar los últimos trámites que debe cumplir el viajero al llegar a destino, Kawase subió apurado las escaleras alfombradas de rojo y vio inmediatamente, entre el público, a su esposa con el niño en brazos.
Ella vestía un pullover verde seco y había engordado durante su ausencia. El hecho de que sus rasgos parecieran borrosos la hacía más atractiva.
—Mira, ahí está papá —señaló al niño que, impasible, se colgaba de su cuello, exhausto por la muchedumbre y la excitación.
No parecían ni tristes ni desgraciados. Resultaba evidente que no lo habían pasado mal en ausencia de Kawase. Este se sintió desilusionado al ver a su esposa tan animada y alegre.
Algunos de sus subordinados lo acompañaron hasta su casa y Kawase no tuvo ocasión de hablar con su mujer. El niño cabeceaba sobre sus rodillas.
—Quizás sea mejor acostarlo —sugirió uno de los gerentes.
Rodeado por lo auténticamente japonés —esteras de paja, puertas correderas de papel, incontables platitos y recipientes sobre la mesa—, Kawase se había convertido una vez más en el clásico caballero nipón. Debía, pues, reafirmar su autoridad.
—Si le mostramos un termo, se despabilará nuevamente.
—¿Un termo?
Kawase llamó a su mujer: —Kimiko, tráeme un termo.
Ella tardó en contestar. Sin duda pensaba que ya era hora de que el niño se acostara. Eran más de las once y su falta de complacencia irritó mucho a Kawase. Era como si hubiera vuelto al Japón solamente para darse el gusto de mandar a su hijo a la cama con un termo, como si únicamente ese sentimiento de placer o de miedo (era difícil distinguirlo) pudiera disipar la íntima perturbación que sintiera desde el vuelo en el jet.
Después de cinco minutos, llamó nuevamente a su mujer. La bebida no le producía el efecto placentero de siempre y parecía concentrarse en un punto frío de su nuca.
—¿Qué sucede con el termo? —preguntó.
—¡Pero si está casi dormido! —terció Komiya, el gerente que minutos antes había intervenido en la conversación—. Creo que podrá arreglarse sin el termo.
Envalentonado por el sake, Komiya se estaba propasando. Kawase lo observó. Era un joven muy inteligente, uno de los mejores en la organización de Kawase y tenía un rostro muy definido con gruesas cejas que casi se juntaban sobre el puente de su nariz. Al mirarlo a los ojos, Kawase sintió que algo se le clavaba en el punto helado que sentía en la nuca.
—«Sabe... Sabe que el niño tiene miedo de los termos...»
En vez de preguntar algo, Kawase empujó al niño hacia Komiya que lo tomó como si fuera una pelota de fútbol y clavó en su jefe una mirada llena de asombro.
—Llévelo usted a dormir, entonces —sugirió Kawase.
Al advertir lo tenso de la situación, los demás comenzaron a charlar ruidosamente. La esposa de Kawase tomó al niño de los brazos de Komiya y fue a acostarlo, pues ya estaba casi dormido pese al ruido. A Kawase le disgustó que todo se hiciera tan fácilmente.
Los invitados se marcharon a la una de la mañana.
Kawase ayudó a su mujer a recoger la mesa. No estaba ebrio y, aunque se sentía agotado, estaba más despierto que nunca. Kimiko parecía haber notado su descontento. Apenas cambiaron las palabras más indispensables mientras llevaban a cabo aquella pequeña tarea en común.
—Te agradezco tu ayuda —dijo Kimiko—-. Debes estar cansado. ¿Por qué no te vas a la cama? —no levantó la mirada de los platos que estaba lavando.
Kawase no contestó. Bajo la luz fluorescente los platos amontonados a un costado del fregadero parecían de una espectral blancura. Después de una pausa, dijo: —¿Qué sucedió con el termo? Ya sé que el pequeño estaba por dormirse, pero podrías haberme complacido por ser ésta mi primera noche en casa.
—Se rompió —la voz de Kimiko sobre el ruido del agua sonaba aguda y animosa.
Sorprendentemente, la noticia no sorprendió a Kawase.
—¿Quién lo rompió? ¿Shigeru?
Ella sacudió la cabeza y las ondas rígidas, agrupadas en lo alto de su peinado en honor de Kawase, se sacudieron suavemente.
—¿Quién fue, entonces?
Kimiko dejó, súbitamente, de lavar los platos y sus brazos permanecieron inmóviles como si empujaran el acero inoxidable del fregadero. El pullover verde seco temblaba.
—¿Por qué llorar por esto? Sólo he preguntado quién lo había roto.
—Fui yo —dijo ella con voz entrecortada.
Kawase no tuvo el valor necesario para apoyar su mano en el hombro de ella. Tenía miedo de los termos.
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